Once veces No al Nuevo Orden Moral – 8
La vocación por la pobreza —la de los demás se entiende—, es casi un instinto en la dirigencia izquierdista contemporánea. Por tanto odian a no sólo a los ricos sino a quienes consiguen, gracias a su esfuerzo, su pericia o su talento, o su buena suerte, “salir adelante en la vida”. Salir adelante en la vida, en sociedades gobernadas por esta izquierda miserista, tiene un coste desorbitado: dejar los provechos propios por el camino, en forma de impuestos entregados al Estado para que el Estado pueda crecer y crecer sin límites y por tanto administrar con más eficiencia la pobreza obligatoria del conjunto de la población. Confiscar para acrecentar su poder, pagar fidelidades y nichos-pesebre de votos, es su intención indisimulada. El coste final: acabar con toda riqueza “descontrolada”, es decir: al alcance de la población y de quien aspire a merecerla. El mantra “no dejar a nadie atrás” significa, para ellos, “que nadie pueda salir adelante”. Ejemplos hay unos cuantos, no hace falta siquiera señalarlos. El mito absurdo de que la igualdad puede conseguirse si los ricos pagan muchos impuestos cae a tierra en cuanto se acaban los ricos. Como son pocos —los ricos—, se agota enseguida ese cauce y el pueblo tiene que seguir pagando hasta que se seque el nervio productivo de la sociedad. Al final, miseria para casi todos. Los que mandan, se libran.
Lo peor de las nuevas oligarquías dirigentes no es que conformen una élite social plutocrática que en todo inmiscuye, todo lo controla y en todo decide; lo malo de verdad es que se instituyen en casta superior poseedora y guardiana de la moral y los grandes valores de la modernidad, y desde esa posición de supremacía dictan al vulgo —o sea, a todos nosotros— la única verdad colectiva admisible en las sociedades que dirigen. Quien discrepe del discurso oficial será inmediatamente calificado de enfermo o mala persona, sin más alternativa ni matices. La disidencia teórica se confronta con “verdades” incontrovertibles, avaladas por “la ciencia” o sancionadas por los dogmas supuestamente benévolos de la “igualdad”, la “libertad”, la “solidaridad” o lo que convenga en cada situación. Conocemos perfectamente el panorama, no es necesario pormenorizar esta ignominia ni poner ejemplos de hasta qué niveles de desfachatez y grosería son capaces de llegar. Lo interesante del contrasentido es que somos los demás, los dirigidos, los pastoreados, los sometidos al imperio del disparate, quienes costeamos con nuestros impuestos a los amos del corral, y no sólo les pagamos la fiesta sino que legitimamos su codicia y su afán de hegemonía votándoles cada cuatro años, otorgándoles la absurda presunción de actuar en nombre del pueblo cuando lo cierto y constatable es que todo su afán es someter y empobrecer al común, hacerse imprescindibles en la administración de la miseria y, de esta manera, perpetuarse en el poder hasta que las ranas empiecen a criar cola.
Todo lo anterior me ha quedado en el justo punto panfletario, pero —sirva de excusa— reconocerán conmigo que el asunto tiene su mollar. Que entre todos nos encarguemos de enriquecer a cada nueva hornada de la clase dirigente y que recibamos a cambio la promesa de ser ricos en derechos y parias en lo demás, es la maniobra más escandalosa de dominación y manipulación que se ha conocido en la historia desde que Robespierre convenció a los parisinos de que cortando cabezas se alcanzaría la virtud suprema de la fraternité. Todo ello con el agravante de que el soporte ideológico del entramado no puede ser más pueril: según el discurso tradicional socialdemócrata, del que la nueva izquierda globalista es heredera sin tapujos, las cuentas cuadran en la sencilla fórmula de que si los ricos pagan muchos impuestos y los pobres muy poco, con el resultado bien sumado se pueden atender las necesidades de los “más desfavorecidos”. Pero claro, cuando se juega con los números y se les hace decir bobadas a capricho de quien las maneja, los mismos números se rebelan y desmoronan como el famoso castillo de naipes. Necesitaríamos ricos que fuesen dueños de recursos infinitos y por tanto capitales inacabables, crecientes conforme aumentan las necesidades de la sociedad y el Estado, para así atender y sustentar en el tiempo, sin límite, esta teoría del reparto igualitario de la riqueza por la vía impositiva. Al final todo descuadra y son los trabajadores quienes acaban pagando y soportando una presión fiscal abusiva. Preguntemos a los autónomos españoles qué tal les va con la progresividad de nuestro sistema fiscal.
Incluso en países con enormes recursos generadores de ingresos como el petróleo, tarde o temprano deja de funcionar la receta. Ahí tenemos a las satrapías del golfo Pérsico, a Siria, Irak, Irán, Venezuela y Rusia para constatarlo. Aducen sin embargo los legatarios de la doctrina socialdemócrata que naciones tan prósperas como Suecia o Noruega, envidia del mundo, han estado gobernadas tradicionalmente por partidos de esa tendencia. Cierto, y la evidencia sería exportable a otros ámbitos y regiones planetarias si no fuese porque, justamente, los modelos —ejemplos— escandinavos no son exportables; hablamos de países muy extensos, con una población muy pequeña, con todas las dinámicas sociales condicionadas por el clima y dueños de inmensos recursos naturales. Hace unos años, en el parlamento europeo, un ministro sueco adujo ante un eurodiputado italiano: «Si ustedes los italianos se hubiesen acostumbrado a trabajar en condiciones duras, como los suecos, a veinte grados bajo cero y con noches de veinte horas, serían el doble de ricos»; a lo que el italiano respondió: «Pero ustedes los suecos son cada vez menos, su población nativa disminuye al mismo ritmo que aumenta la inmigración hacia su país. Si hubiesen aprovechado esas noches tan largas para procrear y tener hijos, como saben hacer los italianos, ahora serían sesenta millones como nosotros y no necesitarían traer gente de fuera para que les hagan esos trabajos duros de los que están tan orgullosos. Si la riqueza no les sirve para multiplicarse no sé para qué la quieren».
Lo que parece claro es para qué necesitan la riqueza —la ajena, se entiende— los más o menos recientes aprendices de socialdemócratas: para nutrir al Estado de medios apabullantes que aseguren la imposición de su modelo de sociedad. No me refiero sólo al modelo económico-administrativo sino a la globalidad del fenómeno, entendido como una “tarea” ética de la que el Estado no puede ni quiere sustraerse: desde la concepción a la educación de la infancia, desde la moral sexual a la percepción de cada uno en sus dimensiones sentimentales, desde la identidad biológica (*) de cada ser al trato con los animales, desde la vida en pareja hasta los derechos reproductivos, el gusto artístico o los referentes estéticos tanto en hombres como en mujeres y otros segmentos trans… Todo es susceptible de ser moralizado y, por tanto, regulado por el Estado, una predicación que será inmediatamente mimetizada por los aparatos ideológicos a su servicio, con especial diligencia por parte de los medios de comunicación vicarios.
Al respecto, hay un malentendido al que conviene salir al paso. En teoría, la acumulación de recursos por parte del Estado es efectiva —necesaria— para cubrir necesidades básicas de la población tales como la sanidad, la enseñanza, las jubilaciones, las comunicaciones, la atención a los desempleados, etc. A pesar de que el Estado recauda más y más, forzando al máximo la célebre progresividad de los impuestos, es muy difícil encontrar a alguien que esté satisfecho con el funcionamiento de la sanidad, la educación, los transportes, las pensiones… Sin embargo, también resultará tarea ímproba encontrar alguna causa asumida por colectivos minoritarios, por pintoresca o estrafalaria que parezca, que no esté atendida por ese mismo Estado que siempre se lamenta de no tener medios suficientes para cubrir aquellas otras obligaciones básicas. En plata: hay dinero para financiar las operaciones de cambio de sexo pero la sanidad pública no puede hacerse cargo de la salud dental de los ciudadanos, ni de los tratamientos de fertilidad para mujeres que deseen ser madres, aunque sí hay moneda para garantizar un “derecho” como el aborto; las pensiones son insuficientes pero hay de sobra para enviar “cooperantes” a Senegal y Kenia con el objeto de estudiar sobre el terreno la calidad de los orgasmos femeninos en mujeres clitoridictomizadas en aquellos países … Así hasta el despropósito absoluto, como subvencionar viajes del Imserso a personas fallecidas siete años antes o, en el colmo del descaro, regalar unas decenas de euros a una compañía aérea venezolana que tiene un avión en su flota y que transporta a tantos viajeros españoles como el burro de Calahorra, que los lleva de uno en uno y más de uno le sobra. Sí, estoy convencido: es necesario desarmar esa falacia de que el Estado acaudala medios provenientes de la sociedad para atender las necesidades del común. Nada más lejos de lo real: el Estado —no digamos el Estado dirigido y controlado por la clerecía de la nueva fe woke— se nutre con los impuestos para crecer sin mesura, afianzarse como roble en robledal, controlar las vidas de sus súbditos e imponer su futuro. Y en ese futuro, seamos realistas, los mencionados súbditos pintamos lo mismo que indios en una película de romanos.
Por eso a la actividad recaudatoria del Estado, hoy, en las condiciones en que se produce, no se la puede llamar fiscalidad sino, propiamente, confiscación.
(*) – Sobre la biologización de la política recomiendo al lector, vivamente, la lectura del artículo Entre la teología política y el Demiurgo artificial, de Santiago Mondéjar Flores.