No es progreso, es retroceso

No es progreso, es retroceso. José Vicente Pascual

Once veces NO al Nuevo Orden Moral -11

 

Si ser pobres y vivir entre mugre, entregar la vida y la libertad al Estado, venerar a los líderes políticos que sostienen la comedia y a los multimillonarios globalistas que apuntalan y manejan el sistema… Si todo eso es progreso, entonces, como decía el otro, el canibalismo es una forma pintoresca de gastronomía. No es progreso, es degradación de todos y cada uno de los valores en que se ha fundamentado hasta hoy nuestra civilización: la libertad individual y la igualdad ante los poderes del Estado, la identidad cultural y el poder político ejercido por cauces democráticos, el derecho de expresión, a la felicidad y la belleza; el derecho a la memoria y el reconocimiento de la tradición como portadora del fuego que nos alumbró hasta el presente. Sin todo eso, no somos nada; y el globalismo y sus gestores de la izquierda lo saben perfectamente. Sin todo eso, ellos tienen sentido, aunque sea el más nefasto: como activistas de la aniquilación, como adoradores de las cenizas y el olvido.

 

Cualquiera que tenga edad suficiente y anduviese medio despierto en su juventud recordará el giro teórico que emprendió la militancia izquierdista española tras las elecciones de 1977 y la promulgación de la constitución de 1978. Durante unos cuántos años el lema al que se agarraron como a un clavo ardiendo los partidos “a la izquierda del PCE” fue La revolución de la Vida Cotidiana. En resumen, el ingenio consistía en que, dada por imposible —por el momento— la revolución social, era muy conveniente transformar de raíz el tono, índole, significado y alcance de las costumbres, las relaciones personales y no digamos las que afectaban a la familia, acabar con la hegemonía del “patriarcado” y revertir la forma de pensar y la cultura al completo, pasando naturalmente por la forma de hablar. Fue en aquellos tiempos cuando la militancia izquierdista, muy activa hasta la muerte de Franco y los comicios del 77, se obsesionó por el uso a martillo pilón del famoso mantra “todos y todas”, la “@” finalizando los plurales neutros por escrito, etc. Seguro que les suena. El planteamiento respondía a la conjetura de que si se cambiaban los modelos de relación social, el sistema se enfrentaría a la paradoja —contradicción— de funcionar en modo capitalista cuando la inmensa mayoría de la población, a partir de experiencias epifánicas en su vida diaria, se había convertido al pensamiento izquierdista y por tanto era anticapitalista. Casi acertaron los entusiastas partidarios de la revolución de las costumbres; sin pretenderlo, dieron con la clave de expansión de la ideología dominante, el compendio de valores, inquisiciones, tabúes y prejuicios que hoy componen el dogma de las élites globalistas. Algunos empecinados siguen creyendo que el auge de las teorías woke —por llamar al engendro de alguna manera, digamos en fin “teorías”— es un mérito de la izquierda que alentó esta corriente hace más de cuarenta años; pero la verdad es que si la tendencia ha ido a más y ha conocido un empuje exorbitante sólo se debe a una razón: porque conviene a quienes todo lo poseen y todo lo deciden. Imaginar un mundo habitado por gente pobre pero llena de ideas redentoras a las que llaman principios no es muy difícil. Pero conseguirlo ya requiere otro esfuerzo y, sobre todo, otra inversión, cosa que nunca ha estado al alcance de los primeros propagandistas de esta doctrina. Cambiar el paradigma cultural de una civilización no es tarea para universitarios metidos a revolucionarios sino para universidades decididamente inclinadas hacia los medios e influencia —el dinero— de los dueños del mundo. Entre otras cosas.

Por muy de cerca o muy de lejos que se contemple la cuestión, no puede evitarse la sospecha, tal vez la intuición de que hay algo funestamente reaccionario, trasnochado, como antañón empercudido en las ideologías colectivistas adoptadas por el progresismo de última ola. No me refiero a su vindicación de sistemas políticos y dinámicas sociales desautorizados por la historia, hundidos bajo el propio peso de la ineficacia, la miseria y la tiranía; aquellos regímenes que la actual izquierda woke intenta justificar porque, supuestamente, “tuvieron cosas buenas”, han quedado tan desprestigiados, tan al margen y tan lejos de las aspiraciones reales de las masas que intentar postularse como nuevos y por supuesto escarmentados gestores de la tramoya reeditada es ridiculez de grotescas dimensiones. No se trata de eso, me refiero a la sensación de agotamiento y hastío, de saturación estomagante que nos sacude cuando escuchamos una y otra vez, y de nuevo otra vez, a los mismos de siempre repitiendo el discurso de siempre, como un disco rayado que insiste enfermizamente en la misma nota sin que la música avance y sin que jamás se produzca el prodigio de que, gracias a la reiteración, algo cambie en el panorama próximo, ese escenario torturado por la obstinación rechinante de las notas desafinadas. Pongámoslo en claro: la dirigencia izquierdista lleva doscientos años pregonando el mismo discurso, aplicando las mismas fórmulas en cuanto les ha sido posible y en todos los lugares donde consiguieron el mínimo poder necesario para hacerlo. Y en doscientos años, desde la contracorriente o siendo dueños del Estado, no han alcanzado ni uno de sus objetivos, no han conseguido y no han dado un solo paso adelante. Nadie puede hoy citar un ejemplo —uno siquiera— de algún país que gracias a las doctrinas igualitaristas y colectivistas se haya transcendido en la historia para convertirse en una sociedad más próspera, más igualitaria, más libre y más feliz. Ni uno. Ese es el saldo de la izquierda tras dos siglos de persistencia en el error. Naturalmente, la cuestión no pasaría de anécdota si no fuese porque ese error en el que ellos porfían contumaces ha costado millones —muchos millones— de vidas arrancadas directamente por la represión y unas cifras pornográficas de pobreza, abandono y crueldad institucional que en determinados momentos de la historia afectaban a prácticamente media humanidad.

Los jerarcas, visionarios, fanatizados y vividores que han comido su pan bajo el ala de esa izquierda, sin embargo, no acaban de desanimarse. Al contrario, desde hace un par de décadas cuentan con las élites globalistas como poderosos aliados. Unos y otros comparten objetivo: la normalización y estabilización de sociedades precarias, amalgamas de individuos sin historia ni tradición, colectivizados y sin identidad en el presente ni más aspiraciones de futuro que durar. Contra ese ideal de no-ideales, de vivir el día a día conforme a épicas marginalistas y de ingeniería sexual y poco más, es difícil luchar porque los seres humanos, por lo común, tienden al conformismo casi tanto como a maximizar su experiencia y convertirla en leyenda de lo cotidiano. Esos dos factores multiplican su eficacia con el potenciador de la virtualidad, ese mundo apartado de la realidad y casi siempre de la verdad en el que no hay cabida para grandezas del espíritu pero es lecho confortable para la mente humana, tan fácil de engañar. Cierto: aunque sea a base de artificios virtuales, el discurso colectivista no cesa. Al final, erre que erre, conseguirán su propósito: todos iguales en la pobreza y la muerte que a todos nos hace idénticos. Y eso no es progreso, es el afán más reaccionario, más viejuno y ruinoso y más casposo que puede imaginarse. A menos que alguien haga algo, es lo que corresponde a nuestro incierto futuro.

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