Si yo fuese cristiano, católico, apostólico y romano, estaría deseando que tras el consabido «Habemus Papa» saliera al ventanal —ese mismo por el que asoman los pontífices recién nombrados—, un tío pletórico y rollizo, con cara de santas pascuas y como de haber nacido en Uganda o en Nápoles; el cual compadre, olvidándose de rollos cenizos y herencias lastimeras, clamase embargado de jolgorio, eufórico incluso: «¡Buongiorno, umanità! ¡Buongiorno, Italia! ¡Buongiorno, María! ¡Buongiorno, Dio!».
Como sagrada locura.
Y que la multitud allí abajo congregada se alegrase como novia en la boda y al fin salieran todos de la plaza de San Pedro satisfechos y entusiasmados, con rabiosa esperanza en el mundo y en el más allá del mundo, convencidos de que en verdad hemos venido a este lado de la existencia para amarnos unos a otros —y unos a otras, a ser posible—, para alabar a Dios y no temer a la muerte porque tras esta alegría de la vida llega la eterna dicha bajo la presencia de nuestro Creador. Esa era la idea a fin de cuentas, ¿o no era así?
De verdad, qué hartazgo de papas melancólicos, taciturnos, siempre con gesto compungido, abatidos en honda y lacerante preocupación por los males que asolan al planeta y las gentes que lo habitan. Siempre ateridos en una tristeza como metafísica, como si ser católico implicara estar todo el día sollozando porque los hombres son malos y las mujeres más malas todavía, como todo el mundo sabe.
¡Alegría, joder! ¿No era el mensaje de Cristo el de la salvación, el de la redención, el de la fraternidad y el perdón y el triunfo de la vida sobre la muerte? Qué hay ganas de un papa dispuesto a vivir esas ideas como lo que deberían ser: verdaderos sentimientos y felices emociones. Eso es lo que nos vendría bien, un hombre desbordado en la salud de su alma y lleno de optimismo, dispuesto a gozar hasta el ensueño por la exquisita potencia liberadora de la revelación. Porque somos humanos, estamos aquí y no nos trajeron para plañir sino para gozar los frutos de la tierra y el néctar de la vida, hasta que el mismo Dios nos lleve. No quiero ser pesado, pero esa era la idea, ese el mensaje de Cristo: «Amaos los unos a los otros, gozaos y alegraos porque vuestro galardón es grande en los cielos».
No estaría mal un Papa de Roma que tuviese la tosquedad mundana de Simón el pescador, también la jovialidad exultante y la fe roqueña, a prueba de guerras de Ucrania, de Pedro el pescador de almas. ¡Qué aburrimiento de papas deprimidos! ¡Qué pesadez de padres de la Iglesia tan ocupados en agradar a todos, y suplicar que todos los perdonen por vestir sotanas, que sólo dejan a sus seguidores el carrito de la compra en el supermercado de las excusas y las disculpas! En serio, qué bien nos vendría un Papa con sandalias de esparto y carcajada de arriero que proclamase en su primera encíclica: «Nosotros a lo nuestro y a quien no crea en Dios que le den por saco, que no estamos aquí para discutir con todos y justificarnos mañana y noche ante úrsulas y macrones, y los que quieran saber ahí tienen los evangelios, y si no quieren saber, por lo menos que no molesten».
Sería estupendo un Papa que no confundiera la pobreza de espíritu con ser acomplejado y de espíritu pobre, y que no se hiciese un lío al mezclar ecumenismo con multiculturalidad, ni envenenara el regocijo de la libertad con el examen autopercibido de conciencia. Cómo me gustaría que explicara, en plan paisano y sin bajarse del balcón, que el Gran Jefe nos encomendó crecer y multiplicarnos, no teñirnos el chichi de morado y matar a nuestros hijos en el seno materno. Así de claro, así de brutote y feliz debería ser ese papa cristiano. Un tipo afable y glotón que zampase las horas del día como si fuesen buñuelos, tan jubiloso en el banquete de la vida y tan agradecido a Dios por habernos invitado a su mesa; animoso incombustible ante toda dificultad porque si los problemas del mundo son muchos también sabría él, como lo sabemos todos, que no hay mal que cien años dure, y que cien años no son nada comparados con la promesa de eternidad para los justos.
Tal padrino grande nos vendría de perlas, así parecido; uno que, por ejemplo, cuando algún repelente de móvil y sofá le dijera que Jesucristo fue el primer comunista, supiera responderle que el Hijo de Dios vino a este mundo para convertir el agua en vino y multiplicar los panes y los peces, no para convertir los países en cárceles y multiplicar los pobres y los miserables.
De verdad, no es por insistir, pero qué bien nos vendría un Vaticano regido por un Papa que no padeciese depresión crónica, complejo paranoide de culpa y delirios climáticos. Un Papa que no gimiese abatido y medio oculto entre las ruinas, sino otro muy distinto: alzado con orgullo, en pie sobre las ruinas. Y lo más importante de todo: qué bien nos vendría un papa con esperanza en la humanidad. Con muchísima infinita esperanza. O sea, una Papa que creyese en Dios.