No tenemos que salvar la UE: ¡tenemos que salvarnos de ella!

No tenemos que salvar la UE: ¡tenemos que salvarnos de ella!. Diego Fusaro

La Unión Europea aparece como la negación de la historia del continente europeo, que a lo largo del tiempo ha sido siempre un archipiélago de particularidades y pluralidades culturales y lingüísticas; las mismas que, siguiendo un topos que tenazmente discurre desde Maquiavelo al Montesquieu de L´esprit des lois, constituyen la diferencia específica que distingue a la Europa de los múltiples Estados y las libertades en plural frente al “despotismo” asiático.

Desde esta perspectiva, la Unión Europea no es más que la implementación post-1989 del proyecto de mundialización basado en la primacía autocrática del mercado, en la homologación de la humanidad bajo la bandera de la forma mercancía y en el imperialismo moralista de tracción atlantista desplegado contra los gobiernos todavía no globalizados. Así entendida, la Unión Europea es la puesta en práctica en el viejo continente de la McDonaldization of society descrita por George Ritzer.

Este proyecto -que en el fondo se plantea como el «suicidio de Europa«- tiene como objetivo la americanización integral del espacio europeo mediante la imposición incondicional de la subcultura transoceánica del consumo ilimitado, de la deconstrucción del modelo social de economía con intervención estatal, de la privatización individualista de la sociedad, y de la erradicación de cualquier identidad que no sea el credo librecambista de la economía financiarizada.

La reiteradamente reivindicada posibilidad de una “Europa soberana” no puede hacerse realidad a través de la Unión Europea que, tal y como está diseñada, se rige por el doble fundamentum de la desoberanización de la economía y la americanización sociopolítica. Bajo esta luz revelan su auténtica naturaleza de espejismo las variadas tesis de cuantos –como Negri y Balibar, entre otros- han querido ver en la Unión Europea un medio apto para el desarrollo de una política democrática alternativa al neoliberalismo global estadounidense (precisamente para imitarlo e implementarlo tuvo lugar la denominada “integración europea” bajo la tutela del BCE).

Por su esencia, la Unión Europea como “revolución pasiva” (Gramsci), como “neutralización” (Schmitt) y como triunfo del capital tras la conflictualidad novecentesca, se presenta como la victoria del proyecto monocultural transatlántico de una Europa inserta en el mercado global sin fronteras, sin naciones, sin tradiciones, sin culturas, sin limitaciones, en la que la cosificación intrínseca del American way of life está destinada a replicarse también en un nuevo European way of life.

La despolitización, mediada por la aniquilación de los Estados soberanos democráticos, avanza en paralelo con la americanización del viejo continente, es decir, con la imposición a los pueblos de Europa del modelo atomizado de competitividad ilimitada propio de la talasocracia imperialista de stars and stripes del Leviatán atlántico.

Nada tiene de extraño, pues, que cada vez más esté ocurriendo en el viejo continente lo que Hegel, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, relacionaba con la realidad americana, donde el Estado, ya en esa época, actuaba como “una institución externa para la protección de la propiedad” y movida por el propósito de fomentar “una sociedad que tenga su origen en los individuos entendidos como átomos” similares y competitivos.

El secreto de la “dictadura europea” se esconde en la moneda privada y transnacional llamada Euro -verdadero y auténtico pilar del liberalismo como método de gobierno-, que imposibilita las devaluaciones y las inversiones públicas, con la consecuencia obvia de que el único camino para recuperar competitividad es la “devaluación interna”, es decir, la devaluación de los salarios (medida del todo coherente con la masacre de clases típica del escenario post-1989). Esta última, complementada por las persistentes políticas desarrolladas bajo el lema de los recortes en el gasto público y el “despilfarro” -así son despectivamente apostrofados los derechos sociales en la neolengua liberal-, provoca genocidios sociales en perjuicio de los pueblos, de los trabajadores y de las clases medias, y en beneficio de la expertocracia sin inteligencia y de los tecnócratas no electos procedentes de las brumas de Bruselas y del Fondo Monetario Internacional.

Una vez más, lejos de ser un mediador neutral del intercambio comercial, el Euro actúa como un método de gobierno liberal o, si se prefiere la imagen de Gallino, como una “camisa de fuerza” para impedir políticas sociales a favor de las clases que viven de su trabajo. En otras palabras, surge como un mecanismo deflacionario tramado ad hoc para impedir que los Estados-nación se financien acuñando moneda o emitiendo bonos garantizados por un Banco de Estado: lastrados por semejantes restricciones, los Estados se ven obligados a plegarse al mercado, reconociendo de facto su superioridad.

Como afirma Carlo Galli, “el Euro fue un objetivo abiertamente perseguido por las élites como un ‘soporte externo’ para limitar la soberanía económica del Parlamento, impidiendo la ‘deriva social’”. Su finalidad es, en todos los aspectos, la destrucción del viejo modelo europeo de capitalismo moderado por el Estado, sustituido por el de tipo americano de las privatizaciones salvajes y de la supresión de cualquier residuo del welfare state. En esto radica la esencia del Euro como “amenaza para el futuro de Europa” (threat to the future of Europe), según la icástica (e inequívoca) fórmula de Stiglitz.

A este respecto, no sorprende en absoluto que entre los más fervientes partidarios de la sustracción del monopolio de la moneda a los Estados nacionales aparezca von Hayek, el numen tutelar del liberalismo, el adalid de la clase dominante. Este, a la vista del triunfo del Mercado sobre el Estado, del Capital sobre el Trabajo y de la Economía sobre la Política, propone expresamente la desnacionalización de la moneda. Más concretamente, sugiere «retirar al Estado el monopolio sobre la moneda y reemplazarlo por una competencia entre bancos privados que suministren dinero exactamente igual que cualquier otra empresa suministra bienes o servicios».

La orientación teleológica de Hayek es conocida. Coincide con la neutralización del control democrático de la economía capitalista por parte del Estado. De modo rigurosamente silogístico, si se hace necesario anular el control democrático y este último se funda sobre la soberanía del Estado, que a su vez implica la soberanía nacional sobre la moneda como su momento esencial, la consecuencia es clarísima: es preciso desoberanizar la moneda para poder, de esta forma, proceder a la desdemocratización del control sobre la economía.

Paradigma en miniatura de la open society liberal, la Unión Europea ha convertido en realidad este silogismo desarrollado, además con encomiable claridad, por von Hayek. Y, para ocultar su propio estatuto íntimamente antidemocrático (marktkonforme Demokratie, según la expresión oximorónica utilizada por la canciller alemana Angela Merkel), debe idear continuamente, empleando para ello a la clase intelectual mediadora del consenso, fórmulas y narrativas que tranquilicen a los pueblos europeos y a las clases dominadas, para que éstos, more solito, acepten mansamente su propia subordinación.

En ello juega un papel protagónico –a modo de non plus ultra de la distracción de masas- la retórica de la sempiterna lucha contra los totalitarismos rojos y negros, elevados por el orden del discurso a amenazas siempre latentes para el “democrático” espacio de la Unión Europea como management totalitaire: con la no demasiado sutil consecuencia de la recurrente apelación a la falacia lógica, hegemónica en el discurso público (periodístico, académico, televisivo y radiofónico), según la cual cualquier crítico de la integración europea sería, por el mero hecho de serlo, un nazi in pectore. Aplicando la profecía de Orwell, “el pasado es lo que el Partido decide que sea” en aras de la santificación del orden vigente.

Para poner en práctica todo este proceso resulta primordial el nuevo orden mental, manejado por los administradores del consenso y los amos del discurso: con la extravagante «higiene verbal» que imponen, se vuelve imposible hasta incluso nombrar las contradicciones que afloran por todas partes. Siguiendo las enseñanzas de la Histoire de la propagande de Jacques Ellul, «la propaganda debe ser total» y debe emplear todos los medios a su alcance, asumiendo también el cínico aserto, difícil de refutar, de que siempre es más fácil engañar al hombre que hacerle comprender que ha sido engañado.

Como ya había demostrado Gustave Le Bon en su Psicología de las masas (1895) -iniciando una línea de pensamiento destinada a ser desarrollada por el Freud de la Psicología de las masas y análisis del yo (1921)-, el poder de las palabras no depende de su significado, sino de las imágenes que son capaces de suscitar. Dispensan al que las usa de la fatiga de la reflexión y, con una limitada reserva de fórmulas, prefiguran el orden del pensamiento, del discurso y de la imaginación.

Le Bon se aventura a argumentar que los hombres del poder rebautizan con nombres populares, o en todo caso inofensivos, realidades que con sus denominaciones originales eran detestadas por las multitudes. E insiste sobre las premisas de la repetición y el contagio. Por un lado, repetida infinitamente la falsedad pasa por verdad y se infiltra en la mente de las masas, remodelándola. Por otro lado, las ideas ejercen un poder de contagio sobre las masas análogo al de los “microbios” –la imagen es de Le Bon-. Estas consideraciones pueden, por extensión, aplicarse al nuevo orden mental del pensamiento único políticamente correcto y éticamente corrupto, que ha convertido a la Unión Europea en religión monoteísta: el cosmopolitismo europeísta que, con su específica “antirreligión de la moneda única”, considera un “pecado capital” todo posible retorno a la dimensión estatal. Con la sintaxis de Nietzsche, a través de la mediatización integral de lo real manejada por el polo hegemónico, “el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula” (die wahre Welt endlich zur Fabel wurde).

Por esta vía, transformada gracias al clero intelectual en un automatismo irreflexivo del pensamiento, no sólo se omite irresponsablemente, una vez más, la función welfarística desarrollada durante el segundo Novecento por el Estado nacional soberano y democrático, que era la arena concreta en la que tenía lugar el conflicto de clases y el instrumento a través del cual fueron posibles las políticas sociales en beneficio de las clases trabajadoras. También se olvida el hecho de que, por paradójico que pueda parecer a primera vista, la intuición de una integración de las naciones europeas en el marco de una unión supranacional de tracción alemana fue concebida, en una de sus primeras y más rotundas formulaciones, por los propios nacionalsocialistas, es decir, por los fautores del totalitarismo del que, por ironía de la historia, los eurócratas de Bruselas pretenden proteger al viejo continente.

En 1943, por ejemplo, el mismo Hitler aspiraba a superar el desorden de las pequeñas naciones divididas, o sea, aquello que expresamente definía como “la anacrónica división de Europa en Estados individuales”, para alumbrar la creación del Großraum de una Europa unida con hegemonía alemana. Y ya Hermann Göring, presidente del Reichstag, había presentado, en 1940, un plan para “la unificación económica a gran escala de Europa”, y esto “de cara a la creación de una unión monetaria europea” (¡sic!).

Naturalmente, lo expuesto no pretende sostener la tesis absurda e infundada de que los burócratas de Bruselas sean hoy los directos continuadores del proyecto nazi. Ellos son, sic et simpliciter, los dirigentes del nuevo totalitarismo glamour de los mercados, concentrado sobre la figura de la violencia económica. Sencillamente se trata de impugnar el locus communis conforme al que automáticamente se considera nazi a todo aquel que no se adhiera, de forma irreflexiva e inmediata, al ideal de la integración europea bajo el signo de la moneda única.

Como ya hemos subrayado en otras ocasiones, el rechazo del modelo de la Unión Europea parte, al menos en nuestro caso, desde la perspectiva marxiana de la emancipación de lo universal humano de las contradicciones capitalistas, de las cuales la propia Unión Europea constituye una de sus máximas expresiones.

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