Se supone que los parlamentos tienen la función de albergar a los representantes del pueblo y encarnar la soberanía nacional. Naturalmente también se supone que aquellos representantes no son otra cosa que el resultado del sistema democrático. Así la mayoría parlamentaria es la encarnación de la expresión de la voluntad popular y soberana expresada a través del sufragio, una voluntad que se ha delegado a través de una libre elección entre una pluralidad de partidos. Como consecuencia de ello, a la mayoría le toca jugar un papel singular en el funcionamiento del parlamento. Olvidar que esa mayoría es, precisamente, la expresión de la voluntad popular supone desconocer la lógica misma del sistema parlamentario.
Pues bien, con la moción de censura de Pedro Sánchez no sólo hemos podido comprobar el grado de inmundicia que podemos encontrar en los partidos políticos que tienen representación parlamentaria. El parlamento, que debería ser sede de la soberanía nacional, se ha convertido en un maloliente mercado donde se trafica con votos sin ningún rubor ni escrúpulo. Lo que hoy era pernicioso mañana se convierte recomendable y da lo mismo uno o lo contrario con tal de que sirva para aupar o mantener en el poder al partido de turno. El bien común es una chaqueta que lo mismo se pone del derecho como del revés, según convenga a los intereses particulares del, llámese Rajoy o Pedro Sánchez, que toque. Sin duda lo más grave es que con el mayor de los descaros se ponga en venta la unidad nacional, se prescinda de la solidaridad e igualdad entre los ciudadanos españoles y se esté dispuesto a dejar despedazar la Nación poniendo en manos de partidos separatistas el gobierno de España.
Pero además acabamos de recibir una lección de lo engañosa que resulta esta premisa sobre la que se basa el sistema parlamentario. La mayoría parlamentaria puede no representar la voluntad popular. Cuando la voluntad parlamentaria se forma a partir de unos representantes elegidos a través de un sistema electoral que no respeta el tan cacareado “un hombre un voto” puesto que otorga 5 representantes a apenas 200.000 electores, que han podido poner o quitar un gobierno, mientras deja sin representación a otras formaciones que obtienen el mismo número de votos, difícilmente se puede sostener que el parlamento representa la voluntad popular. Pero si además un nutrido grupos de tales representantes no aceptan la soberanía nacional y repudian a la Nación en cuyo nombre supuestamente ocupan el escaño, la mayoría parlamentaria que se pueda configurar con su concurso carece de cualquier legitimidad, porque entra en frontal contradicción con el acto fundacional de la delegación sobre la que se basa la democracia representativa, que no es otro que una sociedad, una comunidad, constituida en Nación. Si se rechaza la Nación, la mayoría parlamentaria obtenida con el concurso de semejantes representantes obviamente no es fruto del ejercicio de la soberanía nacional, y consecuentemente no representa la voluntad popular, simplemente convierte en soberano al parlamento en detrimento del pueblo español. Por tanto sus decisiones revestidas de formalidad legal se impondrán por la fuerza y la coacción gracias al monopolio de la violencia que detenta el Estado, pero carecen de cualquier legitimidad que obligue a los ciudadanos españoles cuya soberanía ha sido usurpada.