Pavana por una izquierda difunta

Pavana por una izquierda difunta. José Javier Esparza

Hubo una vez una izquierda inteligente, aguda, crítica. Os lo juro. Yo la conocí.

Aquella izquierda, por ejemplo, nunca habría jaleado a un candidato a la Casa Blanca apoyado por todas las oligarquías transnacionales. Porque aquella izquierda, por principio, pensaba que nada bueno puede salir de la convergencia de los poderosos del mundo.

Aquella izquierda, os lo aseguro, miraba con enorme suspicacia cualquier despliegue arbitrario de autoridad. Nunca habría transigido, por ejemplo, con una política de estados de alarma ininterrumpidos, limitación de movimientos, suspensión de derechos y gobierno por decreto con un parlamento cerrado y una prensa comprada con subvención oficial. 

Aquella izquierda, yo lo vi, recelaba profundamente de los tejemanejes de la industria, incluida la farmacéutica, y cuando el ensayo del Sars-Cov-1 (hará de eso diez años, ¿no os acordáis?) frunció el ceño ante los oscuros enjuagues de quienes querían hacer dinero con el miedo de la población. Aquella izquierda, cómo decíroslo, habría cubierto de sarcasmo la figura de cualquier mandamás que compareciera ante el pueblo, jeringa en mano, mostrándose como el redentor de las masas por la vía de la vacunación.

Aquella izquierda también desconfiaba de los ricachones que, so capa de filantropía, invierten inmensas fortunas en redimir a la humanidad de sí misma. Porque sospechaba que los filántropos sólo buscan su propio interés con la coartada del sentimentalismo de las masas.

Aquella izquierda despreciaba hasta la náusea la venta de basura al por mayor en las cadenas de televisión: pensaba que el frivoleo era una forma de adormecer la conciencia política del pueblo y escudriñaba hasta la última moneda que el poder empleaba en pagar conciencias.

Aquella izquierda tenía entre ceja y ceja lo colectivo, lo público, lo comunitario, y cualquier cosa que sonara a reivindicación de derechos meramente individuales le sonaba a vicio pequeño burgués. 

Aquella izquierda, hacedme caso, pensaba que todos los ciudadanos debían tener los mismos derechos en cualquier parte, y no habría transigido con el reparto de privilegios (por ejemplo, lingüísticos) a costa de las libertades civiles.

Aquella izquierda sabía, y lo dijo, que la inmigración masiva es un atentado contra la clase obrera, porque globalizar la mano de obra significa precarizar el empleo y, por tanto, depauperar al proletariado.

Aquella izquierda existió. Os lo juro. Era dogmática, era cansina, con frecuencia era pedante, pero se podía hablar con ella y, sobre todo, era intelectualmente honesta. Estaba equivocada en muchas cosas, pero obraba de buena fe. Yo, ya os digo, la conocí. Pero aquella izquierda ha muerto. Ya no está. No se la ve por ninguna parte. Es una izquierda difunta.

Entonces, ¿qué es lo que hoy tenemos delante? ¿Qué es esta izquierda que se alinea con la plutocracia transnacional, que confraterniza con el Islam, que predica la sumisión al orden establecido por la finanza global, que se entusiasma con un oligarca de Pensilvania, que se inclina ante Soros, que abre las fronteras a la mano de obra extranjera y se desentiende de los trabajadores de aquí, que esgrime una vacuna en vez de una bandera roja, que eleva la voluntad individual por encima de cualquier interés colectivo, que lleva casi cuarenta años sin plantear una reivindicación de clase, que predica desde platós de televisión donde se embrutece al pueblo, que sacrifica la vida del campesino a los derechos de los animales, que…?Esto no es exactamente una izquierda. Es otra cosa. Es el progresismo, o sea, la enfermedad ya no infantil, sino terminal de la izquierda. Lo que nos queda es una izquierda zombi, un  muerto que no sabe que ha muerto, bailando una pavana macabra sobre las tumbas de una guerra que ni siquiera libró. A lo mejor no es casualidad que el género zombi se haya vuelto tan popular de unos años a esta parte. En el fondo, es el espíritu de nuestro tiempo. 

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