Para muchos indeseables que han sido, son y serán en el mundo, el objetivo de su vida no es otro que alcanzar las cimas del Poder, escalando, si fuera preciso, sobre un silencioso reguero de cadáveres. Las dos obras póstumas de Pier Paolo Pasolini, Saló y Petróleo, muestran de una forma antes alegórica que literal, si bien no menos precisa, en qué consiste el corazón del Poder, permiten atisbar en un pestañeo rápido los rituales de esa oligarquía que desde hace tiempo reina sobre las sucesivas, variadas formas de la burguesía. En esos salones del terror calmo, apunta Pasolini, los poderosos cuentan historias; y también el objeto de sus fábulas es el Poder, en todas sus formas; de hecho, podríamos decir que se reúnen a regodearse en la esencia de aquello que ejercen sobre los demás bajo una miríada incontable de posibilidades.
Escribe Pasolini, por boca de un personaje: «El poder es anarquía; el poder quiere abolir la historia y someter la naturaleza. Historia y naturaleza pueden ser abolidas y sometidas a través del sexo». En esta pocilga que es la sociedad moderna rara vez acontece la sorpresa, el milagro, un pequeño sobresalto que nos devuelva a la vida animal, sagrada, esa que nos fue arrebatada. Todos somos pastoreados por el Poder, en estos días, a excepción de dos o tres díscolos: aquellos que viven en amenaza de muerte, quizás hasta sin saberlo, en el peligro de saber demasiado y de decir demasiado. No es tanto su amor al prójimo lo que les impulsa a ponerse una diana en la espalda, como uno podría pensar en un primer momento, puesto que lo que les lleva a cruzar dicho extremo resulta mucho más envolvente: es la rabia.
Esa hambre animal que de vez en cuando convierte al captor en presa: cuando la piara devora al señorito hasta borrar el último hueso del suelo. Esto no parte de una meditación, tampoco surge a partir de una determinada ideología o credo religioso, simple y llanamente una rabia extraña y de origen animal: esa que motiva la obra de August Strindberg o de Antonin Artaud, que se quiere viva y teatral incluso cuando yace exangüe y lejana del escenario y su pálpito, presa en celuloide: es el daimon misterioso que habita en cada plano concebido por Ingmar Bergman o Pier Paolo Pasolini. El italiano hace reflexionar a Dios sobre el Diablo en una fábula incluida dentro de su novela Petróleo: «El Mal no es más que una experiencia transitoria: no está ni en el principio ni en el final. Hay que pasar por él, eso es todo». En otras palabras, Dios usa al peor, al Maligno, para convertir a alguien en mejor, una lección profundamente esotérica que, a su vez, revela el corazón de la obra de Pasolini.
Y es a ese daimon, a la rabia llameante que desborda el cuerpo de Pasolini hasta llegar a sus lectores y espectadores, al que debemos un poco de aliento naturalmente concebido, en ese mundo de artificios. El ditirambo del espíritu, que es el ditirambo del cuerpo, danza alrededor del falo y su ritual numinoso, así en Eleusis como en Roma. Bajo su magnífica dirección se mueve la orquesta de la perversidad y del escándalo, lo mismo que una sinfonía vitalista y jovial que canta solarmente a esta existencia dañada a la que hemos sido arrojados. Ya no es posible el amor sin rabia, nos grita el cadáver de Pasolini incluso antes de su asesinato, cuando la decadencia sexual estalló en una riada borboteante de películas, novelas, poemas y artículos cargados de Arte y de Ideas, de ardor y de pasión, sin dejar lugar a los tibios e indiferentes por cuya desidia el mundo ha devenido vertedero inexpugnable.
Los hay que afirman que la muerte de Pasolini no fue un asesinato, sino un suicidio, y que él eligió ser un chivio expiatorio, como si todo el mundo formara parte de una película escrita y dirigida por él. Yo, por el contrario, no lo creo: el sacrificio final de Pasolini fue, quizás, lo único que se escapó a su obsesivo afán de control artístico. Cierto es que hay una vocación suicida en la res que, siendo cordero y sabiéndose cordero, no teme a la hora de señalar las prácticas más secretas de los lobos: esas que tienen lugar en el bosque cuando ya no queda ninguna luz para mantener la esperanza del rebaño. Pero exagerar esto, la vocación sacrificial de cualquier defensor de la Verdad, me parece inmoral de todo punto; incluso, siento decir, una postura abiertamente cómplice para con aquellos que mutilaron el cuerpo de Pasolini. Hemos convertido a Pasolini en un objeto de consumo, pero sólo tras su muerte, únicamente a costa de su cadáver, hubo que matarlo para que el Capital, indiferente del Poder, pudiera apropiarse de él.
¿Y no fue Jesús un suicida, si se quiere ver desde esta perspectiva, como lo ha sido y aún lo será todo mártir pasado, presente o futuro? Más que profeta o santo, como suele decirse, Pasolini fue un mártir, asesinado no por atreverse a mirar en el interior de un círculo donde muchos pierden la vista, sino que, como Orfeo, su cabeza fue cercenada por atreverse a contar aquello que los guardianes del umbral, que se jactan de manejar con pericia el velo que tapa o descubre la verdadera faz de lo acontecido, prefieren que permanezca escondido ante los ojos profanos.
Pasolini prefirió vivir libremente, sabiendo demasiado, y aún se propuso hacerlo con alegría, haciendo alegres a los demás, empleando como técnica ese asunto peligroso, a la par que lúdico, que es el arte que eternamente se reproduce imitando a la vida, como ese ángel de Teorema que reparte amor bajo su forma más pura: el placer. Sin mostrar excesiva pompa o temblor ante ese limes en el que placer y dolor se abrazan, confundiéndose así dolor y placer en el cuerpo cautivo de amor, un instante sublime abordado teóricamente por autores como Georges Bataille o Pierre Klossowski, y, antes que ellos, afrontado vitalmente por el divino Marqués de Sade, al que Pasolini superó en ambición y maestría, si cabe, solapando en la práctica conceptos que en el pensamiento siempre terminan por estancarse.
Bajo ropajes de éxtasis humano, demasiado humano, se destaca el arte de transmutar el dolor en placer, señalando así las carencias y contradicciones que soportan los pilares de la fea burguesía y su Capital del tedio, bajo cuyo imperio apenas si hay cabida para la imaginación o la espontaneidad. Contra los fieles cerdos biempensantes y pequeñoburgueses que a diario gruñen mansamente, sin rastro de otro placer que el de reconocer el artificio, por despertar en el cubículo que la socialdemocracia ha diseñado para exterminarlos por medio de la anestesia, la rabia de Pasolini que impugna toda falsedad y toda hipocresía, toda impostura y todo gesto vano, con un genuino grito de autenticidad, con un severo acto de pasión, encarnación prístina de esa violencia sagrada que, retomada por René Girard, marca con firmeza el camino hacia la creación artística.
¿Cómo es la iniciación, ese segundo nacimiento de tipo puramente cultural, en una cultura de consumo? Es a cuestión parece ser el eje central del testamento legado por Pasolini en forma de su novela Petróleo y de su película Saló. La sociedad aglutinada sobre una autoridad religiosa y, sobre todo, en torno a una experiencia común de lo sacro, fue sustituida en los últimos años de vida de Pasolini por una sociedad consumista donde todo, empezando por los hombres y sus cada vez más infrecuentes teofanías, es reducido a la categoría de mercancía intercambiable. La propia religión, por lo tanto, despojada de su valor intrínseco, adquiere interés como moneda de circulación y nada más que eso. Cuando el Mercado reina sobre los hombres, Dios queda inevitablemente desplazado.
Es por eso que Pasolini, poeta y dramaturgo antes que novelista y cineasta, quiso devenir chamán, un oficiante capaz de representar una obra o de encarnar un poema que tienen el valor del único instante de rapto poético, de acción violenta motivada por la lírica, para así mejor sacudir a ese demonio interior secretamente alentado por Dios. Frente a una Cristiandad secular y profanada, de uso, vuelta inmanente por el Capital, Pasolini opone una experiencia de lo sagrado inasible para el liberalismo burgués, un acto chamánico cuya genealogía se remonta hasta los Ritos de Eleusis y la tragedia ática, que no logrará perfeccionar hasta que su obra tardía, sobre todo en Petróleo y Pocilga, en sus artículos recogidos en Escritos Corsarios o su rabia quintaesenciada en Saló, pongan el broche final a la transformación alquímica del hombre hecho Obra, inmortalizado en el eterno retorno de su Arte.
Los tolerantes, siervos mansos del Poder, por eso mismo toleran cualquier tipo de ignominia, incluso aquellas que atañen a los todavía inocentes, a los niños, permiten la extracción de su alma en nombre de grandes causas abstractas, pero escamotean el mayor placer concreto que el hombre inteligente puede concederse a sí mismo: padecer dolor ante las imágenes lacerantes de Pasolini. Y, sobre todo, ofrecer placer, cifrado en el hermético código que se encripta en forma de celuloide, cómo sólo lo puede hacer la carne filmada por Pasolini. No molesta el exterminio infantil televisado, tampoco nuestro estilo de vida cimentado sobre los mataderos de cerdos y la guerra que trafica con carne en otros continentes menos afortunados, pero sí resulta abrumadora la crueldad del más amoroso de los cineastas, aquel que lanza imágenes como correazos a ese espectador que quiere libre de su adormecimiento espiritual. Así de minúsculos somos, en el espíritu y en su vida: la hez de los poderosos.
Hasta ese punto somos miserables por naturaleza, abyectos por educación, y nos preferimos encadenados a la mierda por fidelidad a la más antigua costumbre. El Arte, cuando es practicado por artesanos de lo sutil como Pasolini, se convierte en un arma de destrucción masiva que no tiene igual en la guerra de las mentes. Nosotros, los cerdos de la socialdemocracia y su cultura del consumo, hace tiempo, ya medio siglo desde que muriera Pasolini, que lo hemos olvidado sin remedio; más lo importante, aquello que de verdad debería tenernos inquietos, es esto: el enemigo no lo ha olvidado en absoluto. El Poder nos quiere dóciles, mansos, para poder satisfacer su hambre sin complicaciones, ya que tales son las normas que imperan en la pocilga; y mientras el artista, en la poética de Pasolini, nos ama tanto como para satisfacer nuestra hambre con su creatividad, mostrando al prójimo los frutos de su viaje interior.
El público precisa de un amo que lo pastoree; de ahí la lógica del ritual. Solo que Pasolini dice: sé tu propio amo, aprende a jugar como siervo y como señor de tu carne, para poder acceder a la cámara oculta donde yace postrado tu espíritu, que te ha sido negado desde la cuna bajo constante amenaza de sepultura. A tanto no nos hemos atrevido, al menos no desde su muerte, que no sólo nos arrebató el placer para traernos algo tan rancio como el libertinaje, puesto que sobre todo nos arrancó el último atisbo de inteligencia que nos restaba en tanto que europeos.
Como en un macabro cuento que se ha mimetizado con la Historia, la represión nos ha dejado cautivos en una extraña forma de infantilismo, sin posibilidad de ardor o de pasión, de rabia o de búsqueda de algo superior, donde hasta la protesta ha caído presa de la normatividad, y en las voces de los disidentes, como en la de los académicos, late un aburguesado apolillamiento de muertos en vida. Quizás todavía no hemos entendido, tan entumecidos como estamos en nuestro cuerpo de gimnasio, en nuestro espíritu de supermercado, que han sido el telediario y su pausa publicitaria lo que han terminado de arrancarnos cualquier ansia de la tragedia y el teatro.
En un mundo sin Pasolini, posterior a la realidad de un Pasolini asesinado, la vida tiene escaso valor si uno no vive amenazado, si uno renuncia a habitar en esa brecha abierta por el arte para vivir la vida a un tiempo dentro y fuera del establo. Sólo tenemos una cosa que celebrar, con Pasolini muerto y enterrado, y es la imposibilidad de un Pasolini mediocre, carente de su vigorosa fuerza de aniquilación, despojado en el arte de lo que, una vez pasado el medio siglo de vida, se vio despojado en la sexualidad: una plena potencia.
La eternidad recordará a Pasolini con sus atributos creativos plenamente activos, en un caudal inagotable de ese vitalismo que el daimon impone, para mayor gloria de la Musa, a sus hijos mejor dotados: aquellos que serán sacrificados por tener la audacia de viajar a Oriente y más allá, al corazón mismo del Infierno. Es precisamente en la parte de Petróleo donde Pasolini retoma con más claridad, a través de unos apuntes que nunca llegaría a desarrollar, el tema mítico de Jasón y los Argonautas, de esa búsqueda mística en pos del Vellocino de Oro, empresa en la que con más claridad se puede observar que el fin de sus propias exploraciones existenciales no era otro que Zulmat, un limes donde «es todo tenebroso y arbitrario», un lugar que describe como «el País de la Oscuridad».
Pasolini, un hombre del Renacimiento en el más pleno sentido de la expresión, encarna como pocos la paradoja de ser un artista que, a la manera de Dante, contiene dentro de su obra todo el imaginario del medioevo, al punto de llegar a afirmar que: «La cultura de todo gran escritor es medieval», en tanto que el medievo es el último aliento de la cultura popular occidental.
La novela póstuma Petróleo, una de las grandes obras inconclusas de finales de siglo XX, como la inolvidable Saló, es una composición de ambición infinita que encontró su final interrumpida por la muerte, igual que ocurre con la obra original de Sade en la que se basa, o con el Réquiem de Mozart (otro autor predilecto de Pasolini), proyectos inacabados que incluso en sus más mínimos apuntes resultan inconmensurables, ofreciendo a los aún no nacidos la dádiva del fragmento, que a pesar de su condición embrionaria a perpetuidad resultan superiores a esas obras sin alma con las que el mercado y sus premios nos abruman a cada semana.
Acabada esa época que muere con Pasolini, un mundo de cinéfagos tan desobedientes como a la postre inteligentes, sólo quedan los intérpretes y demás profesionales de la habladuría, publicistas y académicos que no tienen otra sabiduría que la moneda gastada de la información, y que por su miedo a la muerte y a la mirada del abismo no se atreven a alargar la grieta antes hallada por sus supuestos maestros, ni mucho menos a mirar o a adentrarse en las profundidades que habitan dentro de ella. Sin escarceos en el País de la Oscuridad difícilmente se puede alcanzar alguna forma humana de iluminación. Quizás estos profesionales de petrificar el espíritu conocen algo, siempre de oídas, de los riesgos que acechan al valiente que atreve a aproximarse a los bordes del ser donde lo sacro encarna; y es justo por eso huyen despavoridos en la dirección opuesta: deben ir a impartir la clase de primera hora, a enviar otro trabajo sin alma para regocijo de los cerdos que lo consumirán, a alimentar la máquina que se alimenta de ellos, y que los quiere más cuanto menor es el tamaño de su alma.