La democracia es sinónimo de “pluralismo”, de diversidad de ideas, de libertad de expresión, de sociedad civil “vibrante” y “dinámica” – eso dice el prospecto. La democracia es el sistema que mejor promueve la espontaneidad social, el espíritu crítico, la madurez de los ciudadanos, la independencia frente a dogmas e ideologías estatales – eso dice el Relato.
¿Cómo es posible entonces que la democracia haya derivado en un nuevo régimen – la posdemocracia– que promueve sin cesar una sociedad en la que sólo se puede pensar lo mismo?
Nunca antes, desde el fin de las teocracias y los sistemas totalitarios, las elites políticas y mediáticas habían destilado un discurso tan conformista, tan monocorde, tan idéntico en el fondo. Nunca antes se había dado tanta complacencia religiosa en dictaminar el Bien y el Mal, ni se habían implementado formas tan sutiles de muerte social para los discrepantes. La posdemocracia ha evacuado lo mejor que había traído la democracia: la posibilidad de expresar libremente las opiniones. En su lugar ha instalado una forma de totalitarismo posmoderno que reposa, en primer término, sobre delicados mecanismos de autocensura y omertá: todos somos libres para asentir con el dogma, todos estamos empoderados para pensar lo mismo. Una sociedad civil “vibrante” y “dinámica”, sí, pero que vibra con las consignas oficiales y se dinamiza al servicio de “agendas” trazadas desde el poder.
La pregunta es: ¿estaba inscrita esta deriva neo-totalitaria en el ADN de la democracia? ¿Estaba predestinada la democracia a transformarse en posdemocracia?
Es preciso tomar un poco de perspectiva.
Los límites del pluralismo
Suele considerarse al “pluralismo” como la virtud esencial de la democracia. Pero el pluralismo es uno de esos términos “fofos” a los que, en virtud de su amplitud, se les puede hacer decir lo que uno quiera. El pluralismo se manifiesta de diferentes maneras: pluralismo político, cultural, étnico, religioso, socio-económico. La pregunta es: ¿hasta qué punto debe una sociedad ser “plural” para ser verdaderamente democrática?
Surge aquí la cuestión de los límites. Porque la democracia no es un estado de beatitud exenta de los imperativos y las cortapisas que rigen toda sociedad humana. Todas las sociedades necesitan un mínimo de coherencia interna si quieren ser viables. Para lo cual es preciso limitar el pluralismo. La democracia reposa por tanto sobre la articulación de dos principios contradictorios: la división y la unidad.
El principio de unidad es lo que asegura la fortaleza del vínculo social. Puede tratarse de una historia común, de una identidad nacional, de una idea aglutinadora, de una voluntad de destino compartido. El principio de división es lo que asegura el pluralismo. Puede ser unas “reglas de juego” que garantizan las formas en las que el vínculo común se manifiesta. La articulación entre ambos principios es lo que hace posible esa “concurrencia pacífica por el ejercicio del poder” que constituye, según Raymond Aron, la esencia de la democracia.
Pero como cualquier otro sistema político, las democracias sólo son viables si el principio de unidad predomina sobre el principio de división. Es decir, las democracias sólo pueden existir sobre la base de un sentimiento comunitario particularmente intenso. Para entender esto es preciso hacer otra distinción: lo que llamaremos el “pluralismo real” y el “pluralismo formal”.
El pluralismo real se refiere a la composición interna de la sociedad, y mide el grado de homogeneidad de la misma desde el punto de vista social, económico, ideológico, cultural, religioso, étnico…
El pluralismo formal marca los límites legales de la diversidad. Es decir, marca el grado de división que la sociedad se permite a sí misma: libertad de expresión, de asociación, de participación política, de acceso a la nacionalidad y a la residencia…
Históricamente, las democracias más exitosas son las que se apoyan en sociedades homogéneas, es decir, en sociedades con un pluralismo real limitado. En esos casos la solidez del vínculo social permite un nivel elevado de pluralismo formal. Ello es así porque se asume que la sociedad – llevada por su instinto conservador – relegará las formas más contestatarias a eso que los anglosajones denominan la “franja de lunáticos” (the lunatic fringe). La “concurrencia pacífica por el poder” se reduce a dirimir contradicciones secundarias, nunca esenciales. Esta situación de pluralismo real limitado es a lo que se refieren – aunque sin decirlo así – quienes afirman que la democracia requiere de unas “condiciones” para realizarse: prosperidad económica y “madurez” política. Se aboga con ello por una homogeneidad esencial en términos económicos y culturales.
Esta era la situación en occidente hasta bien entrados los años 1970: la homogeneidad económica y cultural – con una clase media en expansión – hacía posible altos niveles de permisividad, así como más libertad intelectual que en nuestros días. En el fondo se sabía que las discrepancias eran inofensivas. El consenso social espontáneo aseguraba la estabilidad del sistema, sin perjuicio de que – en los casos dudosos– se ejecutasen entre bambalinas los “ajustes” necesarios (caso de la desactivación de los movimientos comunistas en el sur de Europa por las redes atlantistas).
Pero a lo que hoy nos enfrentamos es a la situación inversa: a un proceso de des-homogeneización social; lo cual redunda, a su vez, en la fragilidad del sistema. Consecuentemente, el sistema reacciona mediante la restricción del pluralismo formal: menor libertad de expresión e imposición de un pensamiento único. En resumen: a mayor pluralismo real menor pluralismo formal (y viceversa). La erosión del vínculo social favorece un giro autoritario.[1]
¿Cómo justifican las elites políticas y mediáticas ese giro autoritario? En general, rechazando la concepción formalista de la democracia como “reglas del juego” y abogando por una “democracia militante” (concepto tomado de la jurisprudencia constitucional alemana); es decir, abogando por un sistema centrado en la defensa activa de los “valores democráticos” – incluso si ello supone contradecir la voluntad de la mayoría.
¿En qué consisten esos “valores”? Aguarden nuestras instrucciones, dice el Poder.
Un nuevo feudalismo
Si una sociedad realmente plural es un progreso, no hay duda de que, tras la revolución neoliberal de los años 1980, hemos dado un paso de gigante. Frente a la relativa homogeneidad de ayer, nos encontramos hoy ante una sociedad cada vez más desigual, más estratificada, más dividida en “comunidades”. La clase trabajadora de antaño – que era una clase media aspiracional – se transforma en precariado: en ese sector que vive de trabajos esporádicos (“gig economy”) y que difícilmente podrá formar familias como las de sus padres. La clase media occidental – cada vez más irrelevante para la división internacional del trabajo – se encuentra en proceso de desguace. Con un factor añadido: la llegada de la inmigración masiva como mano de obra barata desemboca en la ruptura del vínculo social que resultaba de la historia y la cultura compartidas. Los lazos comunitarios son sustituidos por la desconfianza y se produce un retorno a la violencia física. La segregación entre barrios fortificados, áreas gentrificadas y zonas más allá de la ley diseña la cartografía del pluralismo real. ¿Cómo designar este proceso en dos palabras?
Para el politólogo americano Joel Kotkin asistimos a un “nuevo feudalismo”. La brecha tecnológica y la economía numérica cristalizan en clases sociales inamovibles y cada vez más alejadas entre sí – dos características básicas de la sociedad feudal. “En vez de caballeros en armadura, de castillos y catedrales con cantos litúrgicos, tenemos nuevas tecnologías deslumbrantes envueltas en el credo del globalismo y la devoción medioambiental”. Se instaura entonces “una ortodoxia que prima el mantenimiento del orden establecido y acepta la jerarquía social como el orden natural de las cosas”.[2]
No se trata de una idea original de Kotkin. El pensamiento neoliberal fantasea desde hace años con un retorno del feudalismo, con un patchwork de soberanías fragmentadas y fronteras diluidas. En este mundo “complejo” algunos individuos emergen como los auténticos “soberanos”. Estos “individuos soberanos” – de alto coeficiente intelectual y que afirman no deber nada a nadie – podrán coordinar remotamente las fuerzas laborales a su servicio, a la vez que acumulan sus riquezas lejos de la avidez recaudatoria de los gobiernos. Este modelo de capitalismo sin democracia, ventajista y depredador – de gran predicamento en Silicon Valley – está muy abierto a la idea de países-franquicia sin regulaciones molestas (una de sus utopías fue hace años ¡Somalia!).[3]
Lo que nos lleva al meollo del problema: ¿cómo debe ser esa masa laboral obediente y de bajo nivel intelectual? ¿Cómo debe ser ese súbdito ideal del orden posdemocrático?
Los oligarcas de la nueva economía no esperan que sus empleados compren una casa y tengan hijos, todo lo contrario. Como señala Kotkin, la nueva economía prefiere empleados adictos al trabajo que adopten una especie de monasticismo posmoderno. Es el hombre diseñado por Davos, ése que “no tiene nada y es feliz”. Para lo cual es preciso hacer de la necesidad virtud: hay que vender a millones de incautos la idea de que no tener casa ni ahorros ni familia constituye lo más cool. Hay que dar a su miseria un sentido de misión. Hay que hacer que la mierda les resulte glamurosa. Vienen aquí al pelo la ideología de género y la religión del cambio climático. Los enfoques maltusianos – tales como reducir el nivel de vida y desincentivar la creación de familias – tienen como efecto reforzar la jerarquía social existente. Se trata de una ingeniería social de proporciones bíblicas, a la altura de la hubris de sus promotores.
Aunque parezca increíble, todavía hay quienes le echan la culpa de todo esto ¡al comunismo! Pero este lavado de cerebro tiene más que ver con Edward Bernays (pionero de la publicidad), con Walter Lippman (teórico de la propaganda) y con Zbigniew Brzezinski (inventor del Tittytainment) que con Gramsci y con Che Guevara. Los métodos son parecidos a los de la doma de perros: mecanismos interiorizados de castigo y recompensa. Hay que imponer un corpus para-religioso que falsee el debate y que funcione, a su vez, como principio de unidad para unas sociedades cada vez más desestructuradas. La sociedad será económicamente dispar y racialmente diversa, pero ideológicamente homogénea.
Entran aquí en escena las prostitutas de la inteligencia: toda esa galaxia que recibe diversos nombres – la “nueva clerecía” (Joel Kotkin), la “Catedral” (Mencius Moldbug), la “izquierda Brahman” (Thomas Piketty) – y que se compone de profesores de universidad, periodistas, instituciones culturales, “artistas e intelectuales”, oenegés, “expertos” …
Guerra contra la mayoría
Lo que más llama la atención del discurso oficialista es que parece estar en guerra contra su propia población. El objetivo es contradecir las tendencias naturales de la mayoría: sentirse atraído por el sexo contrario, fundar una familia, socializar con quienes comparten cultura y tradiciones, tener un trabajo estable, comprar un vehículo propio, comer lo que a uno le venga en gana. El empeño es desmentir la percepción instintiva que lleva a ver razas (no “racializados”); a ver sexos (no “géneros”); a ver padres y madres (no progenitores “A” y “B”); a ver mujeres y hombres (no “hombres con vagina” y “mujeres con pene”). Para conseguir ese efecto, el discurso mediático ya no es informativo sino formativo. La manipulación sistemática es su rutina: narrativas (story-telling) edificantes y sensibleras, argumentos pseudocientíficos, pronósticos catastrofistas, monsergas clasistas y prepotentes. Si lo observamos bien – señala el escritor francés David L´Épée – “todo este pensamiento dominante es en realidad ultra-minoritario entre la población, y sólo se expresa por los canales oficiales, institucionales y subvencionados. Todo este pensamiento (raramente presente en las conversaciones cotidianas) está apoyado hasta el fondo por todos los soportes mediáticos (de los que las redes sociales forman parte), y es promovido, privilegiado y colocado artificialmente en primera fila”. Lo cual se presenta como una cruzada por la tolerancia. Pero son los “tolerantes” los que cuentan con las ventajas institucionales, económicas y legislativas, mientras que los discrepantes se expresan, casi siempre, por su cuenta y riesgo.[4]
Tiene poco de extraño que cada vez más gente, movida por una repugnancia instintiva, haya dejado de seguir la prensa mainstream. No en vano se habla ya de la “muerte del periodismo”. ¿Cómo se ha llegado a esta situación?
Una explicación miope consiste en situar las piezas en el desgastado tablero “derecha-izquierda”. “La derecha – dice esta explicación – se ha dejado avasallar en la batalla cultural. La izquierda es la que fija el marco mental cultural y político, y quien se salga del marco es expulsado del espacio público”. Cierto, pero esto es una verdad a medias. Quienes así hablan parecen considerar a “la izquierda” como una entidad metafísica empeñada en una lucha cósmica. Pero no hay nada de esto. Para decirlo en anglicismo a la moda: la izquierda no tiene agencia.
La pregunta que hay que hacer es ¿de dónde surge la susodicha “izquierda? ¿a qué obedece? Una pregunta a contestar desde enfoques materialistas, no metafísicos ni cósmicos.
Una izquierda de barras y estrellas
Es preciso deshacerse de los análisis fosilizados en el siglo XX. La alianza de más de 150 años entre los trabajadores industriales y lo que podríamos llamar “izquierda intelectual-cultural” hace ya tiempo que pertenece al pasado. Lo que tenemos ahora es “una alianza entre la izquierda intelectual y la nueva economía empresarial, que ha reemplazado el viejo modelo de la lucha de clases y suministra una forma de organizar los servicios públicos de forma más democrática”. Quien así se expresa – el politólogo sueco Bo Rothstein – no dice nada original. Eso es algo que ya se viene diciendo desde hace mucho tiempo, siendo quizá Jean-Claude Michéa y Christophe Guilluy quienes mejor lo expresan. Escribe Joel Kotkin: “la agenda promovida por la clerecía izquierdista y por la elite corporativa – sobre inmigración, globalización, transición verde – no amenaza sus intereses particulares, pero sí amenaza muy a menudo los intereses de las clases trabajadoras, especialmente en las industrias consumidoras de energía, las manufacturas, la agricultura y la construcción”.[5] Nada nuevo bajo el sol. Recordemos la vieja premisa: la ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante. La llamada “izquierda” es una correa de transmisión.
¿Cuándo fue fagocitada la izquierda por las clases dominantes? El dominio cultural de la izquierda no se gestó en la Escuela de Frankfurt, ni es cosa de Gramsci, ni de Willi Münzenberg. Tampoco surgió en el Paris de 1968, ni es consecuencia del posmodernismo. Todos esos son vectores, ciertamente, pero no son el hilo conductor. En realidad, todo se adecúa a pautas geopolíticas. A la lucha ideológica de la guerra fría. Para las redes atlantistas no tenía interés invertir en el apoyo de la derecha: éste ya estaba ganado por la configuración de los intereses de clase. Lo verdaderamente interesante era la izquierda. Los servicios secretos – la CIA en primer término – apostaron por manipular a una izquierda que fuera compatible con el capitalismo. Y lo hicieron con un método básico de la guerra psicológica: empujar a un sujeto a actuar por motivos que él piensa que son los suyos propios. Por eso la CIA invirtió en las vanguardias artísticas; por eso infló el éxito mundano de corrientes y autores (la French Theory y los “nuevos filósofos”, por ejemplo); por eso impulsó una izquierda posmarxista, posmoderna, libertaria, liberasta: todo eso que hoy conforma la ideología orgánica del capitalismo woke. ¿Podemos decir, por tanto, que todo es el resultado de una “conspiración”?
Puede haber conspiraciones, sí, pero no una “gran conspiración”. Más allá de los manejos de los servicios, lo decisivo es la evolución sistémica que hoy alcanza su punto culminante. El turbo-capitalismo y la izquierda posmoderna estaban hechos para encontrarse. Ambos confluyen en la psicología infantil del progre: en su afán de sumarse a las causas de moda, en su pensamiento mágico, en sus chantajes emocionales, en su confusión de los deseos con la realidad (“soy un cowboy”, “soy una princesa”, “soy una mujer con pene”, etcétera). Purgada de resabios marxistas, la izquierda sustituyó al trabajador por el activista de tracción trasera y hoy se pone firme al silbato del tío Sam. No en vano, las izquierdas más carcomidas por el posmodernismo son las que muestran una fe atlantista más beligerante (los “Verdes” alemanes son un buen ejemplo). La izquierda liberasta funciona, hoy por hoy, como “joven guardia roja” de los neocon americanos, de la Casa Blanca y del Pentágono.[6]
California Über Alles
“California über Alles”, cantaban los Dead Kennedys. Y tenían más razón de la que pensaban. Existen conexiones directas entre California, la posdemocracia y las guerras del Imperio. La nueva religión totalitaria viene de Silicon Valley. El “principio de unidad” es el segregado por oligarquías que apuestan por el fanatismo y por el pensamiento mágico. Credo quia absurdum.
¿Cómo prevenir un estallido social? ¿Cómo vertebrar unas sociedades cada vez más escindidas, heteróclitas, erosionadas por la desigualdad? Los medios de comunicación inculcan la ideología progresista de los oligarcas (sobre género, raza, cambio climático) como forma de legitimar la concentración de poder en sus manos. Todo sea por la construcción de un mundo mejor. ¿Quién podría oponerse a ello? El discurso de odio, indudablemente. ¿Quién decide lo que es “discurso de odio”? Los oligarcas.
Estamos en manos de una plutocracia benigna. Tal vez el ascensor social haya dejado de funcionar, pero la cosmovisión tecnocrática está llena de buenos deseos para quienes quedan en la cuneta. Los oligarcas favorecen una renta mínima universal, a cargo – eso sí – de las clases medias. Es lo que Joel Kotkin denomina “socialismo oligárquico”: un futuro de subsistencia “hecho de pisos alquilados y perspectivas congeladas”.[7] La receta para el conformismo social se despliega en la ideología de la resiliencia. Hay que salvar el futuro del planeta y permanecer en el campo del Bien. El conformismo se asegurará mañana mediante la “computerización inmersiva” prevista por Google: el mundo real y el virtual se fusionarán definitivamente. El futuro post-humano es el futuro de la especie. Nos convertiremos en las prótesis de nuestras terminales digitales.
Hay aquí un complejo puzzle entre tecnofeudalismo, ideología hegemónica, capitalismo de la vigilancia y posdemocracia. Las plataformas digitales son los nuevos feudos organizados por los Big data. Según el economista Cédric Durand, “así como el ser humano socializado no escapa del dominio de las instituciones, el ser humano “aumentado” de la era digital no escapa al dominio de los algoritmos”. [8] Los algoritmos producen un sentimiento de omnipotencia que es un espejismo. La captura de datos alimenta los algoritmos, que son a su vez los que guían las conductas. El resultado es un “pluralismo” de nuevo cuño, hecho de cámaras de eco y cacofonías. Lo que tenemos son “cómodas burbujas de disputa – escribe el filósofo italiano Andrea Zhok – con el certificado de bondad progresista proporcionado por fuentes acreditadas (…) lugares donde es posible hacer revoluciones fingidas con espadas de cartón, en islas sin comunicación con ese continente donde el poder real juega sus juegos”.[9]
El militante deja paso al “activista” y el moralismo histérico se consagra como la revolución de los tontos.
Las bodas de la guerra y la virtud
Los procesos arriba descritos serían imposibles sin un férreo control del relato. Así se explica la unidad de discurso entre los medios, las grandes empresas y las instituciones. La misión de la enseñanza ya no es tanto “enseñar” como promover un conjunto de creencias. Las Iglesias del Cambio Climático y de la Justicia Social (wokismo) crean las “buenas personas”. Es la hora de las prácticas auto-flagelantes (“deconstruir” la propia masculinidad, comer insectos, etcétera). Así como la democracia celebraba la diversidad de opiniones, la posdemocracia celebra la fuerza de “nuestros valores”. La libertad de expresión da paso a la “tolerancia represiva” (teorizada en su día Marcuse).[10] ¿Donde está la torre de control?
No es que seamos “conspiracionistas”, es que nos lo hacen ser. Si asomamos la mirada a “la primera democracia del mundo” podemos observar que entre los ejecutivos y los periodistas-estrella de los principales medios abundan los miembros del “Consejo de Relaciones Exteriores” (Council of Foreign Relations), establecido en 1921 como organización privada, bipartidista y orientada a “concienciar a América sobre sus responsabilidades mundiales”. Este organismo tiene dos organizaciones afiliadas: el Grupo Bilderberg y la Comisión Trilateral.[11] De forma convergente, seis grandes corporaciones (las “seis grandes”) controlan en Estados Unidos el 90% de los medios de comunicación.[12] Pero este fenómeno está lejos de ser una excepción americana. Por ejemplo, en Francia siete familias controlan la práctica totalidad del panorama mediático según datos de 2022.[13] A nivel mundial un puñado de agencias de noticias deciden lo que es noticia y lo que no. En este panorama informativo, la “verdad” es una idea al lado de otras; una mercancía más, no necesariamente la más rentable. Asistimos no a la lucha por la verdad, sino a la batalla por el relato. El uso de los llamados “verificadores” (fact cheking) es un instrumento más de esa batalla. Entendámonos: la idea de que puede haber un “periodismo objetivo” es básicamente ingenua, pero no lo es el aspirar a un periodismo más plural y más independiente. Eso es precisamente lo que se está extinguiendo.
La imposición liberticida del “Gran relato” tiene su manifestación más sangrante (literalmente) en la geopolítica. “La guerra del Golfo no ha tenido lugar”, decía Jean Baudrillard en 1991, ironizando sobre la manipulación mediática de aquella incursión americana. Nos encontramos ahora en una fase más obscena. “La vieja retórica de los derechos del hombre – que ha servido de cobertura a tantas guerras americanas por recursos y territorios – está siendo destronada por otro discurso de legitimación, tan hipócrita como el precedente, que es el de los valores woke (…) Desde hace algunos años, Washington privilegia un registro inédito, el de la “justicia social”, a través del reciclaje de los combates societales de moda en occidente para legitimar sus intervenciones: lucha contra la opresión de las mujeres, defensa de las minorías étnicas, derechos LGTBIQ. Objetivo estratégico para justificar injerencias: el formateo cultural (culture framing) sobre la base de las normas y las costumbres occidentales”. Son las bodas de la guerra y la Virtud: un equivalente para el siglo XXI del antiguo derecho de evangelización sobre los “pueblos bárbaros”.[14]
Lo que la izquierda liberasta vehicula – en el fondo – es un pensamiento militarizado, un instrumento de dominio. La bandera del arco iris en mástiles e instituciones marca el territorio culturalmente sometido.
Extremo centro
En 2022 Klaus Schwab, en su Doctor Maligno-freak show anual en Davos, presentó la idea del “gran reseteo”: la humanidad debe unirse en un Gran Relato como preludio para su unificación política. Los medios occidentales, calentados en los ejercicios covidianos, recogieron el guante. Hay que reestructurar la vida al ritmo las agendas globales; hay que asegurar un orden internacional basado en “normas y reglas”.
Sí, pero ¿quién dicta las normas y las reglas? ¿de dónde salen? ¿Dónde está la democracia? ¿Dónde queda la concurrencia pacífica entre opciones diferentes?
Lo que ocurre con las opciones es que estas son, en realidad, cada vez menos diferentes. De la misma manera en la que el discurso mediático confluye en un Mensaje Único, la política “respetable” confluye en una marcha hacia el Centro. El “consenso” (más impuesto que espontáneo) es la idea clave. El consenso es hoy el “principio de unidad” de la democracia, es aquello de lo que no se puede hablar porque es materia ya zanjada. La democracia es un ejercicio de buenas maneras, es un no salirse del guion, es un estar todos de acuerdo. Se amplía el campo de lo indecible y de lo innombrable: “nuestros valores” son indiscutibles. Frente a las fuerzas del Mal (la “ultraderecha”, el populismo, el conspiracionismo) se forman cordones sanitarios. ¡No pasarán! Lo ideal es que el teatrillo “derecha-izquierda” parezca un film de Monty Phyton: “centro-derecha” y “centro-izquierda”, “liberal-demócratas” y “demócratas-liberales”, “social-liberales” y “liberales-sociales”. ¡Confluyamos todos en el centro, en el “extremo centro”!
¿No funciona de facto como un partido único? Eso es algo que planteó en América un locutor de Fox News, días después de ser purgado.[15] Cosas de la “primera de las democracias”, de su bipartidismo bicentenario, de esos gobernantes que – como escribía Gore Vidal – “tan bien sirven a quienes de verdad los eligen: Lockheed Martin, Northrop Grummann, Boeing, McDonnell Douglas, General Electric, Mickey Mouse, and so on”.[16] Son los portavoces de los contratistas de defensa, los proxenetas de la guerra que – como escribe el reportero y premio Pulitzer Chris Hedges – transitan de una administración a otra y se asemejan a una bacteria mutante e impermeable a los antibióticos que no puede ser eliminada.[17]
Alguien dirá: ¿qué tiene eso de malo, si es lo que la gente quiere, si es lo que la gente vota?
En primer lugar, no estamos seguros de qué es lo que la gente quiere, habida cuenta de que el acceso a la parrilla no es transparente, las alternativas son boicoteadas y la igualdad de condiciones brilla por su ausencia. La cosa se asemeja, más bien, a la rotación interna de una casta dentro de un escenario inamovible. No en vano, el partido de la abstención es casi siempre el más votado. Lo que plantea una crisis de legitimidad que erosiona a todo el sistema.
En segundo lugar, no se entiende por qué los entusiastas del sistema se creen con el derecho divino de exportarlo y de bombardear a otras poblaciones que, tal vez, están más felices de lo que pensamos con sus “autócratas” (porque les dan seguridad, porque no se meten en su vida privada, porque les dejan criar a sus hijos según sus creencias, porque ya han robado todo lo que tenían que robar, y son por lo tanto más fiables …)
En tercer lugar, si la libertad de expresión ya no existe, si se nos impone una visión única de las cosas, si el poder de las mayorías cede ante el de las minorías, si el “pueblo” y la “soberanía” son ideas sospechosas (de “extrema derecha”), si el futuro es una gobernanza supranacional tecnocrática, si a los que de verdad deciden no los votamos ni los vamos a votar nunca … ¿qué clase de democracia es esta? ¿no será más bien una posdemocracia?
Las cosas pueden cambiarse, dicen los optimistas. ¡Sí podemos! El poder de “la gente” podrá al final imponer sus razones.
Las cosas son muy complejas, dicen los politólogos. Complejísimas. “Ya no hay un “punto de Arquímides” para mover el mundo”, dicen.[18] Los revolucionarios y las revoluciones son cosa de otro tiempo. En cambio, la gobernanza…
Eso es algo que descubrió en su día el ministro griego Yanis Varoufakis – el impetuoso economista de Syriza – cuando en una reunión de la Unión Europea le soltaron aquello de que hay “adultos en la habitación”. Pues sí queridos niños ¿acaso os habíais creído eso del “gobierno del pueblo, por el pueblo”? ¿Acaso pensabais que teníais agencia, que alguien os había dado vela en este entierro? Pues sabed que las cosas serias hay que dejarlas a los mayores y que los Reyes Magos son los padres y que colorín colorado, la democracia era un cuento y este cuento se ha acabado. [19]
[1] La diversidad étnico-racial – el llamado “multiculturalismo” – no tiene porqué resultar (al menos no necesariamente) en un vínculo social frágil, si está bien compensada por otros factores. Es el caso, por ejemplo, de los Estados Unidos, donde el factor ideológico – el “sueño americano” y la promesa de prosperidad para todos – había supuesto hasta ahora un robusto factor de cohesión (si bien es cierto que sostenido una “mayoría rectora” blanca). La fortaleza del sistema explica la pervivencia en ese país de mayor libertad de expresión que en Europa, y ello a pesar de ser los Estados Unidos el epicentro de la intolerancia que hoy se extiende por occidente (corrección política, wokismo, etcétera).
[2] Joel Kotkin, The coming of neo-feudalismo. A warning to the global middle class. Encounter Books 2023, p. 24.
[3] Ideas expuestas en el libro The sovereign Individual: How to Survive and Thrive During the Collapse of the Welfare State (1997), del empresario americano James Dale Davidson y el periodista británico William Rees-Mogg. Fuente: Quinn Slobodian, Crack-up capitalism. Market radicals and the Dream of a World Without Democracy, Allen Lane 2023.
[4] Davie L ´Épée, “Résister au wokisme”. Krisis nº 55, abril 2023, p. 40.
No hay en español como asomarse al diario El País – el Pravda del pensamiento oficialista – para encontrar este tono anti-popular y lúgubre: deconstrucción de la familia, resentimiento entre mujeres y hombres, apología de la esterilidad, defensa de la eutanasia, promoción del aborto, denigración de cualquier idea de trascendencia, posmodernismo freak. Titular mientras escribimos estas líneas: “Lo peor que ha aportado la medicina es que somos demasiados humanos, somos una plaga para la tierra”. El País, ¡qué triste es ser progre!
[5] Joel Kotkin, The coming of neo-feudalismo. A warning to the global middle class. Encounter Books 2023, p. 114.
[6] Sobre la política cultural de la CIA y la promoción de la izquierda intelectual europea: Frances Stonor Saunders, La CIA y la guerra fría cultural. Editorial Debate 2001.
[7] Joel Kotkin, The coming of neo-feudalismo. A warning to the global middle class. Encounter Books 2023, p. 35.
[8] Cédric Durand, Tecnofeudalismo. Crítica de la economía digital. Editorial Kaxilda 2021, pp. 148-149-146. Se trata de un doble movimiento: “el individuo es simultáneamente aumentado de la potencia social restituida por los algoritmos y disminuida en su autonomía por los modos de restitución. Ese doble movimiento es una dominación, porque la captura institucional está organizada por firmas que persiguen fines que les son propios”.
[9] Andrea Zhok, “Historia de una involución: de la política estructural al moralismo histérico”.
[10] Joel Kotkin, The coming of neo-feudalismo. A warning to the global middle class. Encounter Books 2023, p. 63.
[11] https://swprs.org/the-american-empire-and-its-media/
[12] https://www.webfx.com/blog/internet/the-6-companies-that-own-almost-all-media-infographic/
[13] “Le Jeu des sept familles”. Front Populaire nº 8. Primavera 2022.
[14] David L´Épée, “Résister au wokisme”. Krisis nº 55, abril 2023, pp.44-45.
Christopher Mott “Les noces de la guerre et la vertu”. Le Monde Diplomatique, enero 2923
Las expresiones como “opinión pública internacional” o “conciencia internacional” tienen un carácter no científico y son, en la mayoría de los casos, ficciones estadísticas o representaciones mediatizadas al servicio de intereses concretos (Aymeric Chauprade, Géopolitique. Constantes et changements dans l´histoire, Ellipses 2003, pp. 764-765).
[15]Tucker Carlson: “US looks very much like a one-party State”
[16] Gore Vidal, “The last Empire”
https://archive.vanityfair.com/article/1997/11/the-last-empire
[17] Chris Hedges,“The Pimps of War”, en The greatest evil is war. Seven Stories Press 2022, p. 42.
[18] Daniel Innerarity. Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI. Galaxia Gutenberg 2020, p. 132.
[19] Yanis Varoufakis, Adults in The Room: My Battle With Europe´s Deep Establishment. Ramdom House 2018 (2º edición). Traducción española: Comportarse como adultos. Mi batalla contra el establishment europeo. Deusto 2017.
Video: “California Über Alles” The Dead Kennedys