Las imágenes espeluznantes de cinco policías apaleando con saña al detenido Tyre Nichols en Menphis (EEUU), paliza que veinticuatro horas más tarde causaría la muerte de la infeliz víctima, nos han hablado con elocuencia de sobra acerca de dos fenómenos conexos: la brutalidad policial endémica en aquel país y la sectaria desfachatez de sus élites “progresistas” a la hora de caracterizar estos incidentes.
Un hombre negro ha muerto a manos de la policía, pero echamos de menos los tumularios incidentes organizados por el oblicuo movimiento Black Lives Matter, las concentraciones en las grandes ciudades norteamericanas, la organización de actos de repudio en los campus universitarios y, por supuesto, los desórdenes públicos, desfiles insurreccionales de gente armada, robos, rapiñas, vandalismo, saqueos y destrozos que causó aquel aluvión de protesta subsiguiente al homicidio de George Floyd, también a manos de la policía. No se va a organizar una campaña masiva de acoso y desprestigio del actual presidente como se hizo contra Donald Trump, los futbolistas no se arrodillarán antes de cada partido y, en resumen, el pobre Tyre Nichols se ha convertido en un sacrificado más, uno de tantos y del montón. En la historia de la lucha contra los abusos policiales, el negro Nichols nunca será un símbolo. ¿Por qué? Porque sus verdugos, los cinco, también eran negros.
“No se han producido disturbios graves porque el racismo está excluido como causa de la agresión”, informó Televisión Española el pasado 28 de enero. Lo han oído bien: como los policías violentos son negros, no pueden ser racistas. No se puede argumentar con más simpleza ni con más obcecación idolátrica hacia el mito del bon sauvage. ¿En serio alguien cree que el racismo es una actitud ante la vida y una conducta en lo cotidiano determinadas o excluidas por la raza de cada cual? ¿Personas negras no pueden tener comportamientos racistas con otras personas también negras o de cualquier otra etnia? ¿Si los policías agresores hubiesen sido, pongamos por caso, chinos —que los hay—, o hispanos —qué también los hay—, la agresión habría sido o no racista? ¿Es el racismo, en Estados Unidos, un proceder exclusivo de los blancos de ascendencia anglosajona? ¿Acaso los informativos de televisión y el público en general, en USA, en España y en todas partes, creen de verdad que vivimos en Netflix, ese oasis de diversidad racial donde los negros son matemáticamente buenos y los blancos —los hombres blancos, las mujeres son otra cosa— son malos por naturaleza? Yo creo que por ahí anda, a ese nivel, la capacidad de análisis y entendimiento de nuestros medios informativos.
Lo malo del asunto llega hasta peor dimensión, como siempre. Lo malo no es que los poderes mediáticos hayan asumido por completo y como cosa natural, prácticamente obligatoria, el discurso totalitario y majadero del Imperio del Bien; eso se veía venir desde hace mucho y no vamos a rasgarnos las vestiduras: quien paga manda y no hay más discusión, y los gobiernos de occidente y sus élites globalistas allegadas llevan lustros regando el huerto informativo con impresionantes millonadas. O sea, que ellos mandan. Y tampoco es eso lo peor si echamos la vista sobre el campo de batalla con un poco de perspectiva. Lo malo de verdad, lo nefasto de toda esta comedia, es que el discurso pseudo democrático sobre la bondad congénita de las minorías raciales y la veneración del estereotipo racializado como compendio de virtudes cívicas ha calado tan hondo y con tanta fuerza entre el común que nadie se extraña de estos disparates y tergiversaciones de la realidad, de estas descaradas mentiras que escuecen sobre el más elemental sentido de la decencia intelectual y de la ética personal.
Sí, la acción de los cinco policías que apalizaron hasta la muerte al desgraciado Tyre Nichols fue perfectamente racista, de un racismo calculado, ajustado a la situación y perpetrado por agentes de ley organizados y entrenados para poner en práctica tal discriminación racial en las calles. Más claro: si Tyre Nichol hubiese sido blanco, hoy no estaría muerto; que los policías protagonistas de la fechoría fuesen blancos o negros es del todo irrelevante. Todavía más claro: a diferencia de los delitos, que penalizan la conducta, la calificación de las lacras sociales —terrorismo, racismo, trata de personas, pedofilia, violencia sexual—, no se establece por las características individuales del infractor sino por la naturaleza de las víctimas; hay racismo porque existen víctimas del racismo, y terrorismo porque la gente muere, sacrificadas por las ideas de otros; así funciona esto. Así ha funcionado siempre. Bueno, así ha funcionado hasta hoy, hasta el grimoso presente en el que acabamos de descubrir que las personas negras no pueden ser racistas ni comportarse como auténticos racistas.
Como dicen en Sevilla: ¡No ni ná!