Título: “El infiltrado”
Autor: Marta Querol
Editorial: Editorial Sargantana, Paterna (Valencia) 2001, 320 págs.
La caverna de los libros
Por consejo y también por amabilidad de mi amigo Francisco J. Portela, alma y cuerpo del blog literario Un lector indiscreto, llega a mis manos la última novela de la autora valenciana Marta Querol: El infiltrado. Encuentro una obra interesante, escrita con agilidad y soltura, amena —muy amena, divertida en el mejor sentido del término—, y sobre todo original, con un argumento atractivo y nada visto en el actual panorama literario, dominado por hechuras de género y tochos neorrealistas, muy comprometidos con los mil y un motivos de lamento y reivindicación que afligen a nuestras clases medias biempensantes, pre-ofendidos en general y charócratas en particular.
Encuentro amables, estimulantes ecos en esta novela de autores por los que guardo veneración, como Dino Buzzati en Los siete mensajeros, o Mújica Laínez en El viaje de los siete demonios. A ver, entendámonos, no tengo intenciones de hacer un ditirambo sobre esta lectura, ni mucho menos. No es la maravilla de la década pero sí es, seguro, una obra notable que sobresale con voz propia en el anodino panorama contemporáneo. Lo de “voz propia” no es frase hecha, no es escribir por poner algo: encontrar singularidad en la prosa de repetición, doméstica y domesticada de tantísimos autores/as considerados de mérito, es un valor añadido e infrecuente. En suma, hablo de una obra con más que sobradas cualidades para merecer lugar destacado en la actualidad de la narrativa en lengua española.
Sin embargo, de no haber sido por Sargantana, una pequeña editorial afincada en Valencia —en estos casos se suele utilizar el calificativo “heroica”, con bastante razón—, El infiltrado habría pasado sin remedio del manuscrito a la simbólica papelera del olvido. De entre muchas editoriales de mucho nombre, ninguna consideró procedente la publicación de la novela de Querol. No encontraron virtudes literarias en la misma, sencillamente porque no la leyeron. Fue rechazada porque la temática “no era propia” de la autora. Hablamos de una novela con poderoso componente fantástico, cuando de nuestra novelista, como de tantas otras, se espera que escriban “contemporánea”; o sea, sobre lo difícil e ingrato que resulta ser mujer en estos tiempos de igualdad y sororidad. Un sindiós y un sin pies ni cabeza. Ser novelista con registros narrativos precisamente de novelista, ser capaz de escribir sobre todo lo visible y lo invisible, parece “versatilidad” inadmisible para quienes aspiran a vender novelas de género y a manejar una “cuadra” de autores encasillados, igual que los entrenadores de fútbol cuentan con defensas, delanteros y mediocampistas. Una solemne bobada y, sobre todo, una fechoría cultural.
No me excedo en el calificativo, creo. Y si me excedo, me da igual porque muchos y demasiados editores españoles llevan muchos años excediéndose en su filtrado del mercado, ese embudo por el que sólo pasan los libros que ellos consideran adecuados a la idea que tienen sobre la idoneidad de títulos, contenidos, firmas… en aras siempre, faltaría más, de la supuesta comercialidad de las obras sacadas de imprenta.
La fechoría cultural, por tanto, es manifiesta. Los lectores españoles, cuando acuden a una librería en busca de novedades, lo hacen bajo la primorosa ilusión de conocer la actualidad del panorama literario, lo que escriben nuestros autores en fecha reciente. Como en el mito de la caverna de Platón, lo que en verdad encuentran es un reflejo oscuro de la realidad creativa, una proyección en la pared —el escaparate, la mesa de novedades—, del magma rumoroso al fondo del inmenso recinto, donde palpitan cientos y puede que miles de títulos que nunca verán la luz porque la industria editorial no los considera aptos para competir por el bolsillo del lector.
Me dirán más de doce, puede que razonablemente, que la función de las editoriales no es descubrir obras y autores sino comercializar proyectos con buenos visos de éxito. Cierto. Pero, en tal caso, harían muy bien las mismas editoriales en no atribuirse los logros literarios de ninguno, puesto que el valor de lo literario, a secas, no parece suficiente argumento para la mayoría de ellos. Siéntanse orgullosos de su buena vista comercial, en todo caso, y de nada más. Aunque, claro, tal como se encuentra la salud del negocio, tampoco está el campo para echar cohetes. Muy pocos, puede que ninguno, encontrarán motivos para el alarde. Y una circunstancia tengan bien clara: los responsables del declive de la industria editorial no son los lectores, ni mucho menos los autores; y habrá que señalar a alguien, alguna “culpa” habrá en alguna parte, digo yo, dejando a un lado la costumbre patria de ver Tele5 y perder tardes enteras con el fútbol.
¿Lo digo más claro, a ver si se me comprende del todo? Pues lo digo más claro: la industria editorial española, en su abrumadora mayoría y salvo honrosas excepciones, lleva muchas y muchísimas décadas fomentando la concurrencia de un público de comodidad y oportunidad, a la moda, alentando el gusto zascandil por lecturas “accesibles”, de premio comercial con mucha bambolla, libro-regalo y novelas vacacionales; títulos y autores que justamente responden a eso, la moda. Y las modas, además de dejar de estar de moda muy pronto, propenden a cambios bruscos. La moda en la ficción ya no es el best-seller sobre misterios góticos, zombis o mujeres empoderadas. La moda, hoy, son las series de Netflix, mucho más atractivas y más fáciles de trato. ¡Ah, lo fácil! No se lamenten los lumbreras de la cultura. Si durante toda la vida han premiado el acceso rápido y simple a la satisfacción literaria, la simplicidad del novelón barato, ¿extraña a alguien que esa sencillez haya alcanzado su paradigma en las plataformas televisivas? Es lo que hay, lo que se ha sembrado. Y todos contentos. O mejor dicho: todos a disgusto menos los editores de cuatro o cinco autores, casi todos autoras, que han roto la pana en Amazon y en Movistar.
Muy cierto, queridos, sufridos lectores: es lo que hay.
Ahora que no vengan con el llanto y el rechinar de dientes. Aunque, por otra parte, ¿qué digo? Ellos, los que han gestionado durante épocas inmemoriales la pulsión de sombras en la caverna de los libros, nunca van a rectificar ni admitir que se han equivocado, aunque sea un poco. Lo que equivale a estar convencidos de que en esa misma y sobredicha caverna, nadie se equivoca nunca. A sufrirla.