Ucrania dio Femen al mundo y ahora está destruida. Hay un vínculo entre ambas cosas —y no me refiero a un castigo divino— que procederemos a desarrollar en las siguientes líneas puesto que, echando la vista atrás, aquellos sucesos aparentemente inconexos que fueron marcando la actualidad podemos percibir cómo van integrándose en algo mayor a medida que tomamos distancia, a la manera en que los agroglifos de los campos de cultivo solo pueden apreciarse desde el aire. Pero aquello que representan, lejos de ser armónicas figuras geométricas dignas de algún alienígena ocioso, nos muestra un desangelado mundo de nihilismo, iconoclastia, subversión, vandalismo y abandono de la herencia cultural, civilizacional, deliberada fealdad estética y perversas maniobras geopolíticas donde los países son piezas sacrificables en una jugada entre imperios.
Así que Femen era una organización ucraniana, decíamos, pero lejos de responder al ideal que uno podría tener de la belleza eslava siempre hubo algo intrínsecamente sórdido en aquellas mujerzuelas subordinadas a poderes foráneos. Sus ínfulas situacionistas, performativas, con los cuerpos convertidos en mensajes políticos siguiendo la estela teórica de Judith Buttler las volvían tediosamente pedantes; querían hacer de las tetas algo reivindicativo fuera de sí mismas, ¡volverlas aburridas! Imperdonable. Feminismo alucinado de campus estadounidense. Lejos de mostrar curvas acogedoras, voluptuosas, nutricias, estímulo de nuestro recuerdo e imaginación, eran las suyas formas más propias de criaturas asexuadas, capaces de ser simultáneamente anoréxicas y obesas; cuerpos entumecidos, hinchados y pálidos como de cadáver recién sacado de un pantano con sus tetitas asimétricas y tristes, cada una apuntando en una dirección, sin canalillo alguno que regocije el ánimo. Uno jamás podría fantasear con Sofía Vergara, Raquel Welch o Sydney Sweeney protagonizando un acto de Femen, pues eran seleccionadas y adiestradas con la finalidad de extirpar toda forma de sensualidad, buen gusto y feminidad. Se desnudaban ante el mundo adefesios contrahechos que mejor hubieran estado vestidas y su ofrecimiento no solicitado en cierta forma violaba nuestra mirada. Exhibicionistas que delante de nosotros abrían su gabardina no por vicio, algo en el fondo disculpable, sino por ideología. Ceñudas, malencaradas, con gestos previamente ensayados con los que exhibir hostilidad, puños en alto, gritos; todo ello profanando lugares sagrados, asaltando a líderes políticos o religiosos que sabían comedidos, sin peligro, lo que convertía esa audacia en impostura. Pese a lo anterior, sin embargo, centrar en ellas nuestra crítica sería gritar a las marionetas del espectáculo.
Para ser un colectivo de tanta proyección pública ha existido cierta opacidad respecto a sus orígenes y financiación. Aunque respecto a esto, además de recoger hebras de información de aquí y de allá también es de utilidad la pregunta más pertinente en estos casos: «Cui bono?». Remontémonos entonces a los años 90, cuando un empresario judío de Brooklyn llamado Jed Sunden llegó a Ucrania para fundar The Kiev Post, basado en principios liberales, pro-occidentales y en el nacionalismo ucraniano hostil al Kremlin (fue más adelante unos de los apoyos del Euromaidán). Eran los años en que el vacío de poder en el antiguo bloque del Este habría un mundo de oportunidades para inversores extranjeros, que veían además la ocasión para moldear una nueva sociedad, con unos valores en ruptura con lo anterior. Los tiempos en que Soros aleccionaba por entonces a un periodista: «tú simplemente escribe que el antiguo Imperio soviético es llamado ahora el Imperio Soros».
Pues bien, fue Sunden quien a partir de su fundación en 2008 comenzó no solo a financiar a Femen, sino a darles protagonismo en sus medios. Un año antes, la fundadora del movimiento según algunas fuentes, Anna Hutsol, fue invitada a Estados Unidos por el Open World Leadership Center, una organización vinculada al Congreso y en cuya junta directiva está, redoble de tambor, George Soros. Otra de las fundadoras fue Oksana Shachko, quien se suicidó ahorcándose en 2018, y de acuerdo con un documental sobre ellas de 2013, titulado Ucrania no es un burdel , Victor Svyatski era el mentor y líder del grupo, que se expresaba ante la cámara en estos términos: «Las activistas de Femen no tienen fuerza de carácter. Ni siquiera tienen el deseo de ser fuertes. En su lugar muestran sumisión, falta de carácter, falta de puntualidad y muchos otros factores que les impiden convertirse en activistas políticas. Estas son cualidades que era esencial enseñarles». También vemos gritar e insultar a sus acólitas, proclamarse «el padre del nuevo feminismo» y reconocer abiertamente que lidera ese grupo porque quería acostarse con mujeres. Viéndolo en este documental uno encuentra en él rasgos similares a los de Pablo Iglesias, entre ellos cierto cinismo que hace pasar por lucidez cuando admite con descaro sus contradicciones: «sí, soy un patriarca en una organización contra el patriarcado».
¿Y dónde ubicaban ese patriarcado contra el que querían luchar? Preferentemente en el cristianismo en general y en la iglesia católica en particular. Así, en noviembre de 2011 se desnudaron en la Plaza de San Pedro tras la alocución del papa; en abril de 2012 desplegaron un cartel a favor del aborto en el campanario de la Catedral de Santa Sofía de Kiev; en julio de ese año una de ellas se abalanzó desnuda contra el Patriarca de Moscú; en agosto, cortaron con una motosierra la cruz erigida junto al monumento a los católicos que sufrieron la represión comunista y a continuación posaron parodiando la imagen de Jesús crucificado; en febrero de 2013 asaltaron la iglesia de Notre Dame; en diciembre fueron de nuevo a la Plaza de San Pedro para proclamar que Jesús había sido abortado y al día siguiente en la iglesia parisina de la Madeleine enseñaron las tetas clamando ser la Virgen María; en abril de 2014 lanzaron agua bendita contra el arzobispo y presidente de la Conferencia Episcopal belga, mientras que el 25 de diciembre, una vez más, estaban en la Plaza de San Pedro de Roma, donde vandalizaron la figura del niño Jesús en el belén.
También pasaron a realizar algunas acciones contrarías al islam, particularmente contra un enemigo geopolítico de Israel como es Irán. Donde nunca hicieron nada es frente a una sinagoga, lo que llevó a una exintegrante tunecina, Amina Sboui, a lanzar esta pregunta al aire: «No sé cómo se financia el movimiento. Le pregunté varias veces a (la líder de Femen, Inna Shevchenko), pero no obtuve una respuesta clara. No quiero estar en un movimiento respaldado por dinero sospechoso. ¿Y si lo financia Israel? Quiero saberlo». Putin fue también objetivo frecuente de su activismo liberal por todo lo que representaba, hasta el punto de que una de las integrantes de Femen, Yevgeniya Kraizman, participó en la matanza de Odesa de 2014, cuando facciones nacionalistas ucranianas hostigaron a manifestantes prorrusos opuestos al Euromaidán, que terminaron refugiándose en la Casa de los Sindicatos y dentro de ella resultaron calcinados por un incendio provocado desde el exterior. En total entre las agresiones callejeras y el fuego murieron 48 personas, mientras que más de 250 resultaron heridas. Fue el comienzo de la Guerra del Dombás en el Este de Ucrania, que terminaría desembocado en la invasión rusa de 2022.
Podemos concluir de lo esbozado que la trayectoria de Femen no es precisamente algo digno de admiración, aunque sí es representativa del zeitgeist de nuestra época. Pero el retrato sería incompleto si no señaláramos que ha habido también nobleza y dignidad en las mujeres de Femen: concretamente en aquellas que abandonaron el grupo y tuvieron el coraje de disculparse. Es el caso de Marguerite Stern, que hace unos meses demostró en esta publicación una conciencia moral y criterio autónomo como antes no tuvo: «Al atacar la religión católica, me pregunto si yo también estaba en una lógica de destrucción y odio hacia mí misma. Aunque no soy creyente, estoy bautizada, hice mi primera comunión y, sobre todo, crecí en un país cuya historia, arquitectura y costumbres han sido moldeadas por la Iglesia. Rechazar eso, entrar en Notre-Dame de París gritando, fue una manera de dañar una parte de Francia, es decir, una parte de mí misma. A los 22 años, no me daba cuenta de ello. Sin embargo, amaba esa catedral; recuerdo que, al día siguiente de su incendio, fui a llorar a una iglesia. Pero a veces se ama mal».
A continuación, Stern habla de su reciente asistencia a un funeral con unas palabras hermosas y llenas de significado: «Ante la belleza de la catedral, los cantos, la ceremonia, me sentí parte de una gran civilización. (…) Pero cuidar el reino de los vivos era realizar este último rito en torno a quien acababa de unirse al de los muertos (…) Los ritos nos reúnen, apaciguan, a veces reparan y regulan nuestras emociones; nos anclan en el presente al recordarnos lo que nos ha precedido. El ‘vivir juntos’ es una noción teórica; los ritos son una de sus aplicaciones en la realidad. Muchos de nuestros ritos dependen de la Iglesia Católica, e incluso los incrédulos deberían luchar por preservarlos. Y hay algo más: está aquello que nos trasciende. Los campanarios que se elevan sobre nosotros y que visten nuestros paisajes sonoros. La grandeza de los edificios. El asombro al entrar en una iglesia. La belleza. Y la fe de los creyentes. Lamento haber pisoteado todo eso».
Qué inhabitable sería el mundo sin el arrepentimiento y el perdón.