“Suma, no restes”. Con esta sentencia concluyó mi amigo Alfonso Caride, activista por la regularización de la inmigración en Canarias entre otras causas, todas de mérito, el debate surgido en torno a las opiniones de una señora sobre el delicado asunto de las pateras y los cayucos. La buena mujer, en un alarde de celo patriótico, había manifestado en un grupo de discusión que la inmigración ilegal supone un grave trastorno porque “tantos negros y moros sin papeles dan muy mala imagen en un lugar eminentemente turístico como las islas”. Suma, no restes. No des munición al enemigo, hijaputa.
A veces sucede, con más frecuencia de la esperada. Todos sabemos que en todas partes hay tarambanas y descerebrados, pero eso no tiene porqué resignarnos a que cada dos por tres aparezca un lumbreras estropeando el discurso, comportándose como un energúmeno —energúmena—, y generando problemas en vez de aportar avance. Decía un viejo teórico del marxismo español, allá por finales de los años setenta del siglo pasado, que “el problema de la extrema izquierda no es su escasez de militantes sino su exceso de gilipollez”. Aunque el diagnóstico tuvo su inquina no cabe duda de que el hombre acertaba de pleno; y peor aún: lo funesto de aquella tremenda frase fue que describía a la perfección las dinámicas internas de los grupos sectarizados, un vicio que se extiende hacia la ultraperiferia de los partidos y organizaciones “grandes”, mayoritarios, y que cuarenta y tantos años después es de plena aplicación a los movimientos de la derecha que intentan posicionarse frente a la oleada chavista-neowoke que está cayendo en España. No pueden evitarlo: si no meten la pata tres o cuatro veces por semana no se quedan a gusto. La última y lamentablemente no la única ha sido la del presidente del parlamento balear, arrebatado ante provocación tan simple como poner sobre la mesa una foto de cierta ajusticiada en tiempos de quiénseacuerda. Suma, no restes, pedazo de mendrugo.
No hay manera. La obsesión de la derecha es tener razón, al menos eso parece. Convencer a la gente y ser capaces de aglutinar voluntades desde la fineza táctica no va con ellos —con muchos de ellos, seamos justos: no va con muchos de ellos—. Auguran: “Esto se está convirtiendo en Venezuela”, pero son incapaces de generar un marco de acuerdo amplio, sólido y estable en el tiempo, y sobre todo argumentalmente atractivo, que pueda postularse como alternativa real y capaz a la miseria bananera que aguarda a la vuelta de la esquina. Política, poquita; exabruptos, los que hagan falta. Hay una tendencia suicida del derechismo español hacia la autoinmolación, a morir de pie sobre las ruinas y clamando: “¡Teníamos razón!”. Eso sí, no les hables de maniobrar con algo de perspicacia y otro poco de astucia. Sus principios son tan irrenunciables y estirados que se vuelven de cristal: duros como herméticos aunque a la primera salida de tono se rompen en mil pedazos, estropiciados del todo ante el panorama de la historia. Y otra propensión que particularmente me irrita lo más grande: el catastrofismo. Será por resabio histórico, pero la derecha española vive conforme a la idea de que la izquierda y el progrerío en general, tarde o temprano, llevarán a la patria hasta una situación tan apocalíptica que por pura emanación de la lógica humana surgirá un redentor providencial que nos salvará a todos del desastre. Ya pueden esperar sentados: si algo ha demostrado la izquierda populista en el ámbito hispano es su capacidad para resistir en medio de la mugre, acostumbrar a la población al pauperismo, degradar la libertad a niveles guevaristas y seguir ahí, sine díe, con la emigración masiva de la población como única alternativa real a la podredumbre de cada día. Si están esperando un Franco blanco, al Supremo se encomienden.
Maximalismo, otro de los pecados mortales de la derecha. Maximalismo y pereza. Para el grueso del pensamiento derechista el poder político implica automáticamente la supremacía cultural-ideológica, y al revés. Ganar unas elecciones significa imponer un discurso y encima para siempre. Bobada tan grande no se ha visto ni oído desde que el inefable megafranquista García Carrés pronunció aquella arenga de “Caudillo, todos somos contingentes pero tú eres necesario”. Confundir información con teoría, activismo con manifestaciones y gobierno con mayoría social, es el gran desenfoque. Natural por otra parte: la derecha no es activista y sólo se moviliza cuando le tocan los bajos mucho y muy de cerca; de diario, que lo haga el gobierno. “¡Quita el aborto, quita el aborto!”, gritaba un grupo de monjitas en Génova, en el año 2010, cuando Rajoy apareció tras haber ganado las elecciones por mayoría absoluta. No tenía otra cosa en la que pensar, en aquellos momentos, el bueno de Mariano. “¡Meloni nos ha traicionado!”, claman los puristas de la derecha nacional, tan pulcra, ante las supuestas cesiones de la gran Giorgia a la Unión Europea en materia de inmigración, fiscalidad y algunos otros asuntos menores. De suyo le viene a esa derecha no entender que Meloni tiene que gobernar para 60 millones de italianos, no para “los suyos” y en contra de los demás. “¡Liberalismo!”, execran los puros partidarios del Estado Protector las políticas sostenidas en Italia y a las que anuncia Le Pen para Francia. Pecado. Todo revierte hacia la gran depuración de los valores y los principios, donde no caben más que los convencidos. Y eso, en política, vale lo mismo que un defensa de madera en un España-Alemania. Eso sí, cuando la última empresa española haya sido expropiada por el Estado y la última estantería del último supermercado abierto esté tan vacía como las demás, se plantarán tan orgullosos en medio del ágora de las redes sociales para exhibir su talento: “¡¡Teníamos razón!!”. No pudieron hacer nada para evitarlo porque, claro, tenían tanta razón que no podían ponerse de acuerdo con nadie para sumar —no restar—, y lo más llamativo a lo que se atrevieron fue a romper la fotografía de una señora fusilada en tiempos de Franco… Fue una lástima, bien cierto, pero en fin, lo importante es lo importante: tenían razón.