Un cuadro sensacional

Un cuadro sensacional. José María Nieto Vigil

“Doña María Pacheco de Padilla después de Villalar”(1881). Éste es el título de la sensacional obra del pintor valenciano, Vicente Borrás y Mompó (Valencia 1835-Barcelona 1903). Para mi humilde entender, una hermosísima escena que bien hubiera sido la que tuvo lugar en Toledo, un triste y dramático jueves  24 de abril de 1521.

La estrepitosa derrota comunera, en la batalla de Villalar (23 de abril de 1521), ponía punto y final al levantamiento de las Comunidades contra el rey y emperador proclamado, Carlos I. A partir de ese momento se iniciaría un epílogo, protagonizado por María López de Mendoza y Pacheco, que se prolongaría hasta el 4 de febrero de 1522. La viuda de Padilla, de manera tenaz, casi heroica, mantendría vivo el sueño de su esposo en Toledo, resistiéndose a claudicar y traicionar la memoria de aquella causa a la que se había entregado en cuerpo y alma. Es el tributo de una mujer de principios, sabedora de su destino incierto, profundamente enamorada del bravo capitán general de las milicias comuneras, Juan de Padilla, al que amó hasta el final de sus días, cuando se vio en la obligación de huir a Portugal, donde moriría en Oporto en 1531, a la temprana edad de cuarenta y un años. Nunca podría hacerse realidad su sueño de ser enterrada junto a su amado esposo. Los últimos diez años de su vida fueron de penurias, necesidades y aquejada de un dolor incontestable. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos I de España, la había exceptuado del Perdón General de 1522, condenándola a muerte en 1524.

El cuadro, pintado a óleo sobre lienzo, tiene un formato de 3,31 metros de alto por 5,20 metros de ancho, de grandes dimensiones por tanto, lo que obliga a ser contemplado desde la distancia. Solamente así, desde lejos, uno es capaz de poder apreciar el dramatismo trágico que recoge la escena. Es el momento en el que, de manos de un servidor de Padilla, recibe la comunicación del ajusticiamiento sumario tras la derrota en Villalar. Esta fantástica obra se encuentra ubicada en el Museo del Prado de Madrid.

Su autor, Vicente Borrás, estupendo pintor y restaurador, discípulo de Francisco Martínez Yago, formado en la escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, obtuvo, por esta obra de espléndida factura, la segunda medalla de la exposición Nacional de Bellas Artes en 1881. Pese a que destacó en la llamada pintura histórica, corriente iniciada por Antonio Gisbert Pérez, también adquirió relieve por sus pinturas de paisajes y de escenas costumbristas.

Casi como una fotografía, la escena compuesta se desarrolla en un espacio interior, en una habitación –quizá la casa de Padilla, en Toledo-, puesto que todavía no se había trasladado su ahora viuda al alcázar. En ella aparecen catorce personajes, once hombres y tres mujeres. El detallismo es espectacular en el tratamiento de los colores, con una hábil pincelada suelta trabaja los ropajes, las telas y la alfombra. No menos impactante es la psicología que proyectan los rostros retratados. 

En primer término aparece María Pacheco, vestida de negro y con falda azul, con el tocado propio de la época. Abatida, destrozada y hundida, empalidecida por la terrible noticia recibida, con ojeras marcadas bajo sus ojos, apoya la mano izquierda sobre su rostro, mientras con la derecha coge la misiva entregada. Su expresión no precisa de explicación, con los ojos cerrados, manifiesta un sufrimiento y una aflicción imposible de contener. Una mujer, junto a ella, intenta tranquilizarla, mientras que otra, de espaldas al espectador, intenta consolarla desesperadamente, vestida exquisitamente con un traje celeste decorado con flores bordadas. Esta dama, llorando, se echa las manos a la cara sujetando un pañuelo con el que secar sus lágrimas.  

Fíjense en la mesa, primorosamente tratada. Un mantel verde, decorado con flores bordadas, es vestido con otro paño blanco de encaje, presentando los naturales pliegues de tan bellísima tela. No menos espectacular es el trabajo de la silla y de la alfombra. La silla sobre la que se sienta María Pacheco, con flecos, tiene bordados sobre fondo rojo. La alfombra es elegantísima, con vivos colores, muy propios de la artesanía textil de influencia árabe. La minuciosidad, la finura y el cuidado del detalle son, sencillamente, espectaculares.

A su derecha, izquierda del espectador, aparece quien debiera ser el mensajero de la terrible noticia, quizá un servidor, quizá un soldado. Sea como fuere, inclina la cabeza hacia abajo, profundamente conmovido y apenado, con gesto de respeto póstumo hacia su capitán fallecido y a su abatida esposa. “La leona de Castilla” está sumida en un dolor íntimo y profundo. El resto  de los diez hombres, retirados a un segundo plano de la escena, son los milicianos que han llegado derrotados del encuentro en Villalar. Todos inclinan la cabeza, con la desolación por tan trágica pérdida y el sufrimiento del momento.

Una obra conmovedora que invita al  silencio, al acompañamiento afectivo de tan digna y honorable señora. Lamentablemente y supongo que por una cuestión de espacio, esta hermosísima obra no ha sido expuesta en la sede regional de las Cortes de Castilla y León, en Valladolid, en donde tiene una magnífica muestra conmemorativa titulada: “Comuneros: 500 años”. De no ser por esta razón no alcanzaría a entender el por qué de su ausencia.

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