La globalización era esto. Como los amos del invento no pudieron hacer un mundo más ancho, donde todos fueran a su modo y nadie incordiase a nadie, decidieron hacerlo muy pequeño, donde todos fuesen iguales, pensaran lo mismo, viviesen igual y, a falta de objetos bellos por amar e ideas altas que cultivar, todos odiasen las mismas cosas y a las mismas personas. Ese es el paraíso cocinado por las élites mundialistas, un lugar apretado de convencimientos aunque vacío de certezas; lo importante no es la realidad sino las categorías morales de lo fáctico. Ya no importa cómo es el mundo sino cómo lo percibimos: el famoso relato.
Un proverbio inuit —por supuesto muy antiguo, todos los proverbios merecen presunción de vetustez—, advierte que “el mundo es grande y ajeno”. Tiene muchísima lógica que los ancianos de aquella cultura ultranórdica previnieran a los más jóvenes sobre la amplitud y lejanía de todo lo demás, todo lo que no era “nosotros”, no fuesen a concebir la absurda, nefasta convicción de que las cosas y gentes y circunstancias de la vida se circunscribían al ámbito asible de sus reducidos clanes, con batacazo asegurado en cuanto apareciesen gentes extrañas por el terruño o a alguno de la tribu se le ocurriera ponerse a viajar. Nosotros, que somos mucho menos inteligentes que los inuit, estamos en lo opuesto, seguros de que el mundo es —debería ser, al menos—, pequeño y propio, un recreo en el patio escolar lleno de referentes inmediatos, reconocibles y sedantes: mi ciudad, mi comunidad autónoma, mi lengua vernácula, mi cultura, mi tierra… Lo demás será o no será, pero no tiene relevancia en el universo sentimental del ciudadano moderno mundializado, por una sencilla razón: “lo demás”, lo que no pertenece a su mundo, es territorio idealizado en el que vagan personas por millones y con el mismo afán de identidades suplantadas por la ideología de lo propio.
El plan, sin embargo, tiene un fallo enorme. No pequeño, por cierto. Nada propio y en absoluto bajo control, por cierto. Pues resulta que cuatro quintas partes de la humanidad viven perfectamente adaptadas en entornos culturales enfrentados a la ideología oficial obligatoria de occidente. No hay que hacer un gran esfuerzo de comprensión, sólo es necesaria una dosis discreta de realismo para entender —más bien reconocer—, que a los países islámicos, China y sus zonas de influencia con África incluida, India, a sus próximos y al mundo eslavo euroasiático, les traen al pairo los melindres egolátrico-morales de occidente. Vaya usted a contarle a los talibanes que su decisión de suprimir el afgano Ministerio de la Mujer y sustituirlo por el de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio es un acto deplorable y merecedor de todo nuestro rechazo. Hasta iniciativas de firmas contra esta medida he visto en internet, vaya por Dios. El pensamiento woke-tintín es así, no sólo se consideran la cereza del licor de cerezas sino que están convencidos de que los demás, los aún incrédulos, los no redimidos, son tan pueriles y cándidos como ellos. ¿Alguien les habrá explicado qué hacen los talibanes en Kabul con las firmas recogidas en internet contra el Ministerio para la Promoción de la Virtud? Cuéntenle ustedes al gobierno de China aquello de “trabajar menos para vivir mejor” que tanto ilusiona a la doctora Mónica García, lideresa antiAyuso en la asamblea de Madrid; o vayan a Irán a defender el derecho paritario de los homosexuales —ellas y ellos— en los repartos actorales de Netflix; o a la Rusia de Putin y Dugin a predicar el pacifismo vegano. A ver… ¿En qué mundo vive esta gente?
A lo mejor —sólo a lo mejor, no estoy muy convencido de esto que viene a continuación—, la compra de Twitter por Elon Musk tiene que ver con el proyecto a largo plazo de este magnate —la primera fortuna del mundo—, respecto a esa red social —la más influyente del mundo—. Quizás la alergia de Musk al “virus woke” que, según él, está deteriorando y mermando las expectativas de negocio de las plataformas digitales dedicadas a la ficción televisiva, le haya sugerido no sólo la compra de Twitter sino convertirse en director ejecutivo de la compañía durante un tiempo prudencial, hasta librarla de dicho “virus” y transformarla en un espacio abierto donde tengan cabida y expresión todas las ideas, las bendecidas por la corrección política y las aborrecidas por las élites mundialistas. Lo que parece claro es que si tres de cada cuatro o cuatro de cada cinco habitantes del planeta no comulgan con las ruedas de molino salidas de la factoría Alicia, el negocio se resiente mucho. Y que tampoco vamos a ser siempre adolescentes, dispuestos a condescender con la bondad aunque la bondad misma nos condene a vejez prematura, inmolados en el laberinto vertiginoso de un mundo pequeño, propio, que gira a velocidad de canica lanzada al juego del ser, entre el ruido y la furia, jugado por perfectísimos idiotas.