De vez en cuando visito las Pinturas Murales de Alarcón. Supe de ellas apenas se publicó el ensayo que les dedicó Gustavo Bueno, allá por 1999. Tiempo después conocí a su autor, mi paisano Jesús Mateo, con el que me une una amistad hecha a base de conversaciones, mesa, mantel, viandas y vinos. Noctámbulos ambos, hubo un tiempo en el que, a tal hora, establecimos una suerte de tertulia telefónica acerca de un par de series de televisión de sesgo histórico y altas dosis de actualismo.
Visitar una obra como la de Alarcón -recordemos, 1.500 metros cuadrados de pinturas sobre los muros de la iglesia de san Juan Bautista- con su autor, exige contención. Y ello a pesar de que Mateo es expansivo, locuaz. Ante esa abrumadora acumulación de imágenes y texturas, sobran muchas preguntas que, de hacerse, resultarían impertinentes, pues como dijo hace un par de semanas el propio Mateo situado en el centro de la nave de la iglesia, él ya no es aquel.
En esta, como en otras ocasiones, entramos de incógnito por ese pasillo acodado tras el que se abre la caverna numinosa de Alarcón, el templo resacralizado si entendemos, con el filósofo calceatense, que el hombre hizo a los dioses a imagen y semejanza de los animales. Confundido entre el público, el pintor escucha a los visitantes hablar de él mismo y, por supuesto, de cómo interpreta el espectador ese tapiz pétreo repleto de morfologías de los tres reinos de la Naturaleza. Figuras abisales mezcladas con otras reconocibles. Corderos bautismales que se me hicieron más presentes que nunca durante este mes de agosto.
Por alguna razón, esta visita me hizo evocar una obra de Quevedo: Visita y Anatomía de la cabeza del Eminentísimo Cardenal Armando Richelieu, escrita hacia 1635, en el contexto de la guerra entre Francia y España, editada en 1932 por otro conquense Luis Astrana Marín. El libelo cuenta cómo un grupo de médicos, dirigidos por Andrés Vesalio, penetran, vestidos «de embeleco y de embuste», en la testa de Richelieu. El oído por el que entran es, en Alarcón, la sacristía que da acceso a la única nave del templo. Si Vesalio -¿y acaso Mateo no ha procedido a múltiples disecciones para hallar estructuras presentes en las paredes alarconenses?- halló dentro capelos y turbantes como símbolos de la connivencia del francés y el turco, el público que accede a san Juan Bautista encuentra una miscelánea de imágenes sobre fondos oscuros, rojizos, dorados. En ocasiones el fondo, la pared desnuda, apenas necesita de un contorno para dotarse de forma. Otras, aparece algo parecido a una hecatombe. En el antaño altar, un tótem o un moai. Aquí y allá, el sexo, omnipresente en la obra de Mateo. Sobreimpresionada, la trama renacentista de molduras y pilastras.
La visita y anatomía a las pinturas murales de Alarcón es siempre distinta. Y, en gran medida, lo es porque aunque la obra queda cerrada tras una puerta de acero corten, Mateo ha sabido mantener vivas sus pinturas. En efecto, los muros de Alarcón, transformados hace más de dos décadas, están arropados por una ingente cantidad de textos, poemas, fotografías, carteles, músicas, libros, filmaciones… Todo ello hace pensar en hasta qué punto las visitas que se producen después de acceder a alguno de esos productos culturales, están mediatizadas, condicionadas por lo que hemos leído, visto u oído previamente. Mi primer encuentro con las pinturas tenía como trasfondo el ensayo Más allá de lo Sagrado: un análisis del proyecto del mural de Jesús Mateo. Otra vez creí escuchar el sonido de los instrumentos zoomorfos manejados por Abraham Cupeiro. Evoqué el karnyx flotando entre imágenes hermanas. En algún momento de mi último viaje a Alarcón, asocié una figura que me pareció la cabeza de un gato negro a la novela El maestro y Margarita. Un instante después, recordé a mi hijo mayor, años atrás, dibujando siluetas mateas sobre un cuaderno que todavía conservo. Ya en casa, el salterio con forma de ala de mariposa, tañido por Begoña Olavide, me trajo un eco cristalino, subacuático.
Las pinturas murales de Jesús Mateo constituyen, en definitiva, un lugar al que regresar -¿al que peregrinar?- cada cierto tiempo para rodearse, bajo su firmamento, de un bestiario fantástico, remoto, seminal. Para, a diferencia de aquella incursión vesalia imaginada por Quevedo, encontrar verdades numinosas.