Y nosotros nos iremos y no volveremos más

Y nosotros nos iremos y no volveremos más. José Vicente Pascual

Hay quienes felicitan el solsticio de invierno en vez de la navidad con el mismo convencimiento aunque no tanto fervor con que rogarían piedad al dios Thor bajo la tormenta en vez de advocarse a Santa Rita; son gente que se creen paganos, herederos culturales del paraíso odínico y el norte hiperbóreo que resistió a la civilización de Roma y por eso mismo me mantuvieron altos, rubios y, siglos por medio, protestantes o cosa parecida. Lutero contra Roma es la Germania de Teutoburgo contra las legiones de Varo, y los soslticianos de ahora contra el portal de Belén son como el espíritu inmortal de Ragnar Lodbrok mofándose de una religión de debiluchos, con un dios tan muelle que se dejó crucificar y cuyo mejor milagro fue resucitar a un judío sin que hiciera ninguna falta.

A bastantes de ellos se les puede encontrar en las juventudes hitlerianas y a todos los demás, a casi todos, en los áticos amueblados de los movimientos “identitarios” europeos. Algo legitimo, desde luego. No tengo nada en contra de lo que piense cada cual sobre la identidad europea y sus fundamentos culturales y políticos. Me limito a señalar que no todo el que felicita los solsticios en vez de la navidad o las sanjuanadas es progre intenso o memo atildado con lacito y pin. De todo hay.

Eso sí, los mas grimosos en este asunto siguen siendo los laicistas acérrimos, aquellos que siguen al pie de la letra el consejo de Chesterton, según el cual «se deja de creer en Dios y se empieza a creer en cualquier tontería». Hablo de esa gente que necesita retratarse en cada frase que pronuncia, afirmándose ante un mundo y una sociedad que ya de antemano, en legítima defensa, les guardan puesto de categoría en el cuadro de honor de los pelmazos, atorrantes y cenizos. Recuerdo que hace un montón de años, en la librería donde trabajaba de dependiente, entró una mujer robusta y de aspecto amartillado que se dirigió a mí en estos términos: «Quiero una novela para regalar que no sea machista». A esa tropa me refiero, los que no necesitan dos palabras para que enseguida sepamos con quién nos la jugamos.  Ah, sin duda: las felicitaciones navideñas son un gran detector de idénticos, casi más útiles que trabajar en una librería y escuchar las peticiones y subrayados de la clientela.

Felicitar la navidad no es un acto de fe, estoy convencido de que no se trata de creer o no creer sino de ser consecuentes con nuestra realidad histórica y asumir el legado cultural en el que hemos nacido, la civilización que nos acogió en cuanto salimos de nuestra madre y nos ha mantenido vivos y más o menos despiertos hasta hoy.

Particularmente no soy persona de mucha creencia en los dogmas religiosos. Me cuesta asimilar verdades que todo buen cristiano debería considerar axiomas: el nacimiento milagroso y divinidad de Cristo, la resurrección y no digamos la vida eterna, el paraíso y demás promesas de beatitud infinita. La idea de eternidad consciente me resulta pavorosa, incluso compartida en el cielo  con los santos y los ángeles —imaginen en el infierno—. El único lugar utópico ideado por la doctrina católica que me parece amable es el purgatorio, un sitio de pecadores arrepentidos que hacen lo que pueden por redimirse y tienen esperanza en un futuro mejor. Así se puede vivir. Como no se puede vivir es sin esperanza, y por muchas vueltas que le doy no encuentro  esa materia ni en el paraíso ni en la gehena. Bueno, no hagan caso, son manías propias que no mueven molino.

A lo que iba: desacralizar la navidad, convertirla en nostalgia neolítica ante el cambio de estaciones o en feria de luces, mercadillos y regalos, es un error antropológico de primer nivel y encima, para colmo, una memez tan mema que nos convence para renegar de lo que somos y nos transforma en el perfecto ciudadano-consumidor obediente. Resulta aterradora la cantidad de espacio que durante estos días se dedica en los informativos, especialmente en tv, a cuestiones tan fundamentales como el precio de las gambas, el besugo, el jamón y otras viandas propias de la época.

La cultura del langostino ha suplantado desde hace mucho a la ilusión por el pesebre y el «Deo gratias» de la misa del gallo, observación que viene a cuento porque hablaba de cultura y del legado de una civilización, en efecto: aquello que mantiene valores propios en un sistema moral anclado en la experiencia del bien y el repudio del mal. Se puede creer o no creer, pero el resumen del ideario cristiano es impecable, yo diría que irrefutable: amor, perdón, reconciliación, redención. Hay otras religiones, claro, pero no conozco ninguna fundada en principios tan elementales y, por eso mismo, tan verdaderos. Luego vienen todos los discursos que llevan a juicio la práctica de esta fe —de todas—, solo faltaría. Incluso la fe del ateo está sujeta al análisis de su propia responsabilidad, cómo no, pues los proclamados sin Dios y en nombre del ateísmo también han cometido sus fechorías a lo largo de la historia. Más de cuatro, seguro. De modo que me desdigo: lo importante no es creer, lo que importa de verdad es no joder al prójimo, que cada cual esté a sosiego en sus hogares y Dios en casa de todos. También importante: no hacer caso a la locaria dipsómana que predica el odio y el insulto a los cuñados porque son de extrema derecha. En navidad, noche de paz; y para el resto del año, noches de amor. Y el odio para los que viven sin gracia.

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