Yo también he bajado la guardia

Yo también he bajado la guardia. Fernando Sánchez Dragó

No permitan que el título de esta columna los muevaN a error. No voy a hablar en ella del Covid (o de la Covid, porque los políticos, los epidemiólogos, los tertuliaSnos, con ese mayúscula intercalada, y los sedicentes periodistas  nos han armado tal lío con la pandemia y la podemia que ya ni los académicos saben lo que es femenino y masculino). Lo aviso porque eso de «bajar la guardia» se ha convertido en una muletilla ‒por algo rima con Illa‒ que no se les cae de la boca a quienes nos gobiernan, nos adoctrinan, nos ponen el tacataca y nos dan con la palmeta en los nudillos del libre albedrío.

«¿Libre albedrío? ¡Oiga! ¿Y eso qué es?», exclamarán con un respingo quienes nacieron después de que lo hiciera la Constitución todavía vigente, aunque ya por los pelos, y han sido víctimas de los sucesivos planes de estudios impuestos por quienes tanto saben de sopa boba, puertas giratorias o corrección política y tan poco de educación. Pues contengo el primer impulso, que es el de enviarlos a Salamanca, y les explico que libre albedrío es, entre otras cosas, el papel pautado en el que escribo todas mis columnas. Ésta también.

Fin del inciso (otro palabro cuya acepción literaria tampoco conocerán los millennials y quienes han llegado después). Ya lo decía mi madre: «¡céntrate, hijo, céntrate».

Voy al grano…

Lo de bajar la guardia no alude a la conveniencia de que no lo hagamos en lo concerniente a la prevención de la podemia, digo, pandemia, sino al brutal proceso de descerebración en el que están inmersos los niños y los adolescentes que a este paso nunca llegarán a ser adultos.

Yo, que tengo un hijo de ocho años (sí, sí, ya ven… ¡A mi edad! Pero es que en mi cama, por activa y por pasiva, siempre ha imperado el libre y recíproco albedrío) y que había jurado por todos los dioses de todos los Olimpos que ese hijo no dispondría de móviles, ni de consolas, ni de tabletas que no fuesen de chocolate hasta los catorce años, como poco, también he cedido, me he rendido, he hecho dejación de mis deberes de padre y he bajado la guardia exactamente igual que lo ha hecho la atribulada madre de otro crío que ha dado rienda suelta a su desesperación y a sus remordimientos en una entrega de su blog, que ayer reprodujo en la edición digital ‒ignoro si también en la impresa‒ El Mundo y que yo también voy a reproducir a continuación.

No sé si los amigos de Posmodernia me lo reprocharán, pues al fin y al cabo soy yo y no la madre en cuestión quien será retribuido por esta columna, pero no creo que se enfaden por tan poca cosa. Y si es preciso entregar parte de mis emolumentos a la autora, me resignaré, aunque eso armaría un buen lío en nuestras respectivas declaraciones de Hacienda. Sírvanme, en todo caso, de circunstancias atenuantes mi absoluto y puntilloso respaldo a todo lo que tan noble señora escribe y, last but not least, la abrumadora evidencia de que lo hace muy bien. ¡Pero si hasta parece, no es por nada, que lo he escrito mismamente yo! Perdonen la chulería… Los escritores somos vanidosillos.

Allá va…

BLOG DE UNA MADRE DESESPERADA

¿Trece años y sin móvil? Se acabó, me rindo

  • MAR MUÑIZ

@MarMunizRuiz

«Yo quería retrasar el ingreso de mi primogénito en el turbio mundo del móvil hasta los catorce años. Sí, ya sé que es un delirio, como cuando las misses quieren la paz en el mundo o los de Greenpeace que dejemos de conducir. Pese al poco colágeno que ya me queda, mi maternidad adolece todavía de ingenuidades como ésta.

«En contra de todas las recomendaciones de los expertos en educación (tremenda plaga, por cierto) argüía, muy acalorada, ante mi hijo que Satán vive ahí, entre datos y gigas, agazapado tras la cámara para selfis. Y le prometía, enloquecida perdida, que un día, el teléfono del demonio se comería crudos a todos los niños del mundo, menos a él, y que su salvación sería gracias a mí, clarividente y atinada, sagaz y avispada.

«Mi criatura, con casi trece años, me miraba desolado, creyendo definitivamente que a su madre le faltaba un hervor, o benzodiacepinas, o vitamina C. El pobre daba por hecho que en vez de tocarle una familia normal, había caído en un grupúsculo amish o algo peor.

«Nosotros, cónyuge y servidora, pretendíamos que el heredero charlase con sus amigos con dos yogures y una hebra de lana antes que comprarle un móvil, no fuese a tragárselo la internet profunda, donde se venden riñones y kalashnikov al mejor postor. No fuese a enamorarse de un trapecista napolitano. No fuese a alistarse en el Dáesh. No fuese a escapar a Singapur.

«El niño, al que pondremos de sobrenombre El Incomunicado, andaba unos ratos lánguido y otros, colérico. Vaticinaba que era el único sujeto del instituto sin móvil y que aterrizar en 1º de la ESO sin el cacharro de marras lo sumiría en el ostracismo. Que sería un raro para siempre. Que acabaría con jerséis de ochos. Que no tendríamos nietos. Que dejaría de ducharse. Que se casaría con un gato. A veces, incluso, amenazaba con dejar de respirar. Y todo así.

«Recurrió, por supuesto, a la extorsión emocional: nos asustaba con los muchísimos peligros que le acechan por la calle cuando va solo y cualquiera, decía, parece del Cartel de Medellín. «¡Sin poder llamaros!», musitaba lloroso. Nos arredraba por si se lo tragaba el comisario Villarejo. Nos amedrentaba por si se lo tragaba un perro. Nos acojonaba por si se lo tragaba Miguel Bosé.

«Se empeñó en tunelarnos el cerebro con sus lamentos y, en efecto, se consumó la trepanación. Agotados, con la extenuación propia de un plusmarquista, la semana pasada le compramos un móvil. Más bajo no pudimos caer.

«Este hijo mío, seco de carácter como un bacalao en salazón, nos abrazó. Puede que durante varios segundos, incluso. Nos quiso fuerte hasta cuando le dijimos que seríamos peor que el Gran Hermano (gracias, Google), que estaría geolocalizado y que le caparíamos Youtube…

«Todo le dio igual. Miraba el teléfono como otros a Jesús del Gran Poder. Pura devoción. Esa misma tarde ya, por fin, dentro de todos los grupos de Whatsapp que en el mundo han sido, recibió 354 mensajes. Menudo frenopático.

 «Esto va a acabar fatal.

«YO TAMBIÉN ME HE RENDIDO».

Y yo, mi estimada Mar. Así va el mundo, y la Asnalfabética con ese minúscula intercalada que ha olvidado su latinidad, ni te cuento. No hay nada que hacer. El pozo negro de La Araña (Internet), que rima con España, todo lo absorbe. ¡Y encima quieren dedicar un grueso pedazo de la tarta de los fondos de rescate, pues rescate son mal que les pese a sus depositarios, a la perniciosa tarea de fomentar la digitalización del país! Mi hijo Akela ya tiene una tableta que no es de chocolate, un esmarfón que gracias a Dios funciona fatal y una consola que no es una mesa arrimada a la pared con fines decorativos, como aún la define la Academia, aunque hace cuatro años bajase, ella también, la guardia, dando cabida en su Diccionario el horrendo neologismo «jugabilidad». 

Deberíamos, Mar, ir a confesarnos cualquier día de éstos… «Padre, me acuso de consentir que mi hijo practique juegos peligrosos». La penitencia va a ser de aúpa.

Nota bene – Las negritas y la frase en mayúsculas son responsabilidad de El mundo. Yo, como no soy ni nunca quise ser Umbral, detesto las negritas. Las mayúsculas, según, pero sólo en iniciales. ¡Ah! Y en la ese de tertuliaSnos y de ASnalfabéticos.

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