En uno de los bellos textos que forman parte de Las obras del amor, el danés Kierkegaard escribe:
“Ningún pensador domina la vida como la muerte, capaz no solamente de perforar toda ilusión sino además de disiparla por completo para hacerla entrar en la nada. Si encarando, pues, los numerosos caminos de la vida, tu vista se nubla, ve al encuentro de los muertos. […] cerca de ellos verás cómo se desvanece la diversidad de nuestras condiciones. En este parentesco del polvo, se borra toda diferencia”.[1]
Maresca se nos ha ido, y lo evoco con las palabras del filósofo que nos ha unido. Me ha pasado por la mente citar a Derrida, quien escribía sentidos textos responsoriales, pero inmediatamente imaginé la mueca irónica de Silvio, como diciéndome: “¿Se entenderá lo que escribe?”, y por ello apelo a Kierkegaard, porque encarna la voz de los solitarios, como de algún modo ha sido él.
Maresca se nos ha ido y queda un lugar vacío en el pensamiento argentino, y digo “vacío”, porque enseñar la historia de la filosofía no es lo mismo que pensar filosóficamente, y Silvio pensó. Detrás su verba nerviosa, de la gesticulación de sus dedos tensamente extendidos, de sus monólogos que recurrentemente imponían un bis, porque la idea siempre suele ser más grande que la palabra, detrás de cada insulto que en su boca sonaba redondo, moraba un hombre estudioso. Silvio estudió, literalmente, hasta el último día de su vida.
Maresca se nos ha ido y la filosofía cimarrona de la Argentina ha quedado rota en alguna parte. Nos queda Alberto Buela, su generoso ladero, mucho menos obsesivo que él, pero con la misma enjundia en el amor al saber y en el desvelo por la Patria. Disensosiempre será un mojón en el camino de estas nuevas formas de comunicar el saber, entre tantos sofistas mediáticos preocupados por la cantidad de “seguidores” o por creer que ser inclusivos es reescribir el Martín Fierro con la “e”.
Maresca se nos ha ido y su biblioteca ha quedado huérfana. Ese reducto atestado de papeles sobre un escritorio, de ambiente viciado de humo de tabaco y de algunos dolores inconfesables. Los tomos de Nietzsche se cubrirán de polvo y sus hojas comenzarán a extrañar las caricias de sus manos. Una copa será ahora el cuenco violáceo donde se evapore la última gota de vino que no llegó a su boca. Quizás se la beba Dionysos brindando por aquel que bien defendió su nombre.
Maresca se nos ha ido y la muerte pasa a nuestro lado una vez más, dejando la estela helada de su cercanía. Silvio ha sido un espíritu inquieto, un hombre que ha recorrido el itinerario natural de todo pensador de fuste (nunca me gustó la palabra “intelectual), que consiste en desandar el camino desde una juventud afecta a la praxis, hacia una madurez que comprende cuándo y cómo asestar la estocada. Algunos llaman a ello, ser un “viejo reaccionario”, no señores, se trata del inconformismo del auténtico rebelde que no acepta la mediocridad de las progresías de turno.
Maresca se nos ha ido y en su adiós, nos obliga a encarnar ahora aquello que decía el Gordo Chesterton refiriéndose a la defensa de la auténtica tradición: debemos transmitir el fuego, no venerar las cenizas.
A Silvio Juan Maresca, filósofo argentino, in memoriam.
[1]S. Kierkegaard. Las obras del amor. Ed. Leviatán, Buenos Aires, 2011: p. 224.