No resulta fácil ni sencillo abordar un tema como éste que nos proponemos para nuestro ensayo de hoy, tanto por su amplitud como por su heterogeneidad. Y es que sobre la crisis de fin de siglo (XIX) que abordamos se ha dicho de todo, se han adoptado todas las posturas posibles, tanto teóricas como emocionales.
No cabe extrañeza ante esto si tenemos en cuenta que, a finales del siglo XIX y principios del XX, tiene lugar no un derrumbamiento, pero sí una ruptura con el mundo anterior. Para empezar, en el campo científico y tecnológico se produce una serie de descubrimientos y avances revolucionarios, rompedores con toda la tradición, que provoca una crisis de fundamentos[1] y un no menor miedo al acelerado y creciente progreso tecnológico[2]; las que, hasta ese momento, eran consideradas como las bases científicas más inamovibles, ahora, con los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos, quedan bastante maltrechas. Los científicos se ven obligados a reconstruir unas bases que, desde este instante, no serán tan inamovibles.
No menos importante es el «giro» que se produce dentro del pensamiento filosófico, que rompe con el positivismo comtiano y con el racionalismo. A partir de este momento, la fe en la razón, que se venía dando desde los tiempos ilustrados –Romanticismo mediante–, se marchita, y comienza a pensarse que aquélla no es capaz de explicar todas las cosas (el Mundo); como consecuencia, se buscará un nuevo enfoque que tendrá su arraigo en los llamados pensadores «irracionalistas»: los más destacados, entre ellos, serán Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard, aunque no sólo. Ahora, la filosofía va a tomar como objeto la vida humana, pero, en lugar de buscar la razón de ella, pasará a tener en cuenta el tan temido «lado oscuro» de la naturaleza humana; las pulsiones salen a primer término y se revelan como incontrolables. De aquí saldrán corrientes tan dispares como el existencialismo (dentro del cual cabría destacar las figuras de Martin Heidegger y Jean Paul Sartre), el psicoanálisis (con la figura central de Sigmund Freud) o el marxismo (cuyas figuras más destacadas son Karl Marx y Frederick Engels, así como los no menos importantes desarrollos teóricos y políticos de Lenin, Stalin, Trotski, Gramsci o Mao Tse Tung).
Respecto a la literatura y el arte, que son los que con mayor insistencia reflejarán el estado general y la importancia de todos estos acontecimientos, los cambios no se quedan atrás. En toda la intelectualidad europea se extiende un sentimiento de angustia insuperable, como consecuencia de lo que acabamos de decir: la incertidumbre científica, el miedo al progreso tecnológico, la barroca incidencia de la temporalidad humana, su irrefrenable carácter pulsional y la total injusticia y desbarajuste del sistema social; todo lo cual es un paralelo de los cambios institucionales y políticos que se estaban dando y que desembocarían en el estallido de la Gran Guerra.
A lo anterior hay que añadir otro derrumbe más que viene ya de largo: la existencia o no existencia de Dios y la pérdida del sentido de la vida. Y es que los conflictos religiosos y existenciales van a estar presentes en la mayor parte de la literatura de finales del XIX y principios del XX; destacan aquí figuras como las de Dostoievski (y su preocupación por el problema de la culpa) u otras como las de Kafka (donde la condena es ya insalvable). El tema social y político tampoco se queda aparte, y no podría ser menos si, además, tenemos en cuenta las dos grandes catástrofes mundiales que tuvieron lugar en el corto intervalo de tres décadas y sacudieron al mundo entero. Igualmente preocupante será, también, el tema de la débil dignidad –ese concepto tan teológico– que le queda ya al hombre, lo cual puede ejemplificarse en personalidades como Herman Hesse, Malraux o Albert Camus.
Para ver las consecuencias y desarrollos de todos estos procesos, vamos a comenzar, en una primera parte, a intentar perfilar lo que hemos llamado “una teoría del fin de siglo”, incluyendo en ella un repaso por los vericuetos que sigue y los cambios que se producen en el lenguaje artístico desde el siglo XIX, para pasar, enseguida, a situar geográficamente el epicentro de esta crisis, y finalizar el inicial epígrafe con un análisis del que consideramos, junto con muchos más, el mejor manifiesto literario de la crisis de que tratamos. En un momento posterior, pasaremos a analizar el ensayismo literario, la forma de respuesta de la cultura europea (pero no sólo europea) a esta crisis; para ello veremos, primero, qué es el ensayismo, y, seguidamente, lo ejemplificaremos con uno de los más importantes ensayistas y una de las más importantes obras ensayísticas de estos tiempos: Robert Musil y su monumental El hombre sin atributos.
TEORÍA DEL FIN DE SIGLO
Precedentes artístico-lingüísticos
Hasta hace no mucho, eran numerosos los que consideraban al s. XIX, en lo que a arte se refiere, un siglo fatal, excesivamente barroco, pobre, estéticamente estéril, triste, en definitiva; y, aunque algo de eso hay, no es, ni mucho menos, como se ha creído, ya que esta crisis, un fenómeno más bien europeo, no se dio de igual manera en todos los lugares ni en todos los momentos. Sin embargo, y para lo que a nosotros nos concierne, es interesante comenzar viendo cuánto de verdad hay en esta mala fama que el siglo XIX arrastra, así como sus repercusiones en la centuria posterior.
Me aventuraría a considerar, a riesgo de caer en un psicologismo, que ese decorativismo excesivo, ese «disfrazar estéticamente lo abominable»[3] es consecuencia de una clara y lúcida conciencia de la crisis en torno que inunda la época, y cuya única vía de escape es recubrir con (falsa) apariencia lo que no se quiere ver (aunque, repito, no siempre fuera así); esto dio como resultado la formación de un tipo de hombre nostálgico e individualista, pero no por ello menos racional, y, a la vez, romántico e historicista. El siglo XIX es un siglo tremendamente complejo y contradictorio, un siglo de imperios y descubrimientos y, por ello, riquísimo; sería un error considerarlo tan ligeramente y decir que es un siglo hipócrita y falso del que nada se puede sacar.
Suele decirse que, en este momento, el individuo toma plena conciencia de sí mismo, que se encuentra como centro del Universo; ha asimilado en sí el «giro copernicano», pero, a la vez, ha tomado conciencia (y aún la tomará más con la convulsión psicoanalítica y los efectos derivados de la Gran Guerra) de su irrisoria posición en ese centro, ha tomado conciencia de su fragilidad e historicidad, y, ni corto ni perezoso, se va a lazar a resolver todos los problemas de su época, que no son sino problemas del individuo, del átomo mismo.
Un escenario privilegiado para ver estos acontecimientos quizá sea el arte. Sostenía Broch que todo arte auténtico, si lo es, es realista, es decir, presenta y representa la imagen real de su tiempo con un lenguaje que ya, desde esta época, se irá diluyendo cada vez más, pero que es específico y propio. Evidentemente, como en todo lo demás, el arte está atado y determinado por su época; es un producto de ésta y, al ser una institución de la misma, no deja de ser un fulcro desde el que observarla. Y así, el estilo o «no-estilo» del siglo XIX muestra, a las claras, la realidad específica de este momento. Si, en siglos precedentes, el lenguaje artístico que reinaba era un lenguaje naturalista, a partir de este momento, la escena social (como consecuencia de la explosión individualista, por un lado, y de la marxista, por otro) cobra la mayor de las importancias. El «lenguaje» artístico que se venía utilizando no permite ya reflejar adecuadamente esa realidad social, y mucho menos cambiarla –la idea de transformación adquirirá en éste momento un lugar capital y estará presente en las más diversas formas, desde las más materialistas hasta las más espiritualistas–. El lenguaje artístico comienza a evolucionar, por ello, hacia una descomposición fragmentaria con pretensiones de totalidad; esto puede aparentar ser contradictorio, pero tan sólo lo aparenta, y es que, debido al tremendo escenario representativo que reclama para sí el arte, el escenario social, la utilización de un lenguaje «universal», «omniabarcante», se hace totalmente imposible. No queda otro recurso[4] que intentar mostrar el todo por la parte[5].
Por el contrario, otros elementos artísticos, como el teatro y, sobre todo, la ópera, hincharon hasta el paroxismo (y en esto hay que darles la razón a los que tan mala opinión tienen del siglo XIX) la pompa decorativista: llevaron hasta su extremo ese «no-estilo» puramente decorativista que no hacía sino recubrir la penuria, el vacío intelectual, social y política de la época con falsa riqueza. Pero, como hemos dicho al principio, este «vacío» no abarcaba la totalidad de la cultura ni la totalidad de la civilización; considerarlo así es una simplicidad inadmisible. En contra del «no-estilo» de la época, comenzó a gestarse un nuevo estilo –ya se sabe, la dialéctica y sus caprichos–que, como todo, está vinculado a la tradición, pues no se puede hacer desde la nada, pero que, sin embargo, intenta acabar con el lenguaje artístico anterior; es un estilo mucho menos naturalista que abandona por completo el simbolismo precedente. Hablamos de un arte nuevo, marcado por figuras como la de Baudelaire, que se enfrenta a la superficialidad naturalista y a todo romanticismo; con él, el lenguaje poético y literario deja de tener una función simplemente informativa para comenzar a ser origen de realidad. El lenguaje es, ahora, un medio para el conocimiento y para la construcción de la realidad misma. En Baudelaire, el lenguaje es «fuente del conocimiento literario de la realidad»[6], aunque no dejen de percibirse en él, todavía, ciertos rasgos «místicos».
El impresionismo, por su parte, es un lenguaje nuevo, también nacido en lucha con el vacío decorativista y sin influencias literarias. Y, si bien es heredero directo del naturalismo, se enfrenta con él de plano y de modo revolucionario. Sin olvidar, como es bien sabido, la ruptura que para la pintura supone la fotografía. Así, este nuevo arte y este nuevo lenguaje nacerán como consecuencia de desechar todo el lenguaje simbólico existente, de una crítica feroz. Se va a asistir, en este instante, a la búsqueda de unos símbolos primigenios con los que construir un nuevo lenguaje, una nueva realidad. Se pretende un lenguaje directo, capaz de alcanzar una mayor autenticidad artística (que es, al fin y al cabo, el objetivo del arte); para ello, primero, se realizarán cambios en el tratamiento de la luz, y, posteriormente, se hará lo propio con el color[7]. El impresionismo crea, de tal manera, una actitud ante la realidad y una conciencia sobre sí mismo como estilo pictórico que deja sentir sus efectos en otros muchos fenómenos artísticos e intelectuales; con su crudeza y su talante directo, el impresionismo consigue hacer del medio la realidad. No por nada a este estilo se le ha llamado impresionismo, pues, como hará la fotografía, no trata de juzgar la realidad, sino tan sólo de presentarla mediante impresiones, sin simbolismos vacuos y metafísicos que recubran de un falso velo lo que está frente a nosotros.
Todo lo anterior dio como resultado un fenómeno bien curioso que aún hoy puede apreciarse: el arte por el arte. En realidad, esta actitud siempre existió; sin embargo, es en el siglo XIX donde encuentra su máximo exponente y donde esta actitud cobra el significado de investigación y de lucha social. Y es que el artista, todos lo sabemos, no es indiferente al éxito; a pesar de todo, la actitud de muchos artistas con respecto al público cambia: estos nuevos artistas, conscientes de su arte, de su función y de sí mismos, no intentan llegar a un consenso con el público, no se preocupan de él. Las vanguardias van a rechazar su identificación con las masas; pretenden erigirse en élite y escapar de las instituciones tradicionales[8]; muy al contrario, lo fuerzan, lo obligan, en un intento de comprensión y adhesión, aun a sabiendas de que, seguramente, se trate de un afán estéril. Ahora, el artista (y esto es, quizá, lo que ha creado la fama de rebeldes y revolucionarios que hoy tienen los artistas) lucha con su público, un público que busca ser selecto, capaz de entender su elevado y rompedor arte, pero un público, a la vez, que es capaz de dejarlo morir de hambre tranquilamente.
Así, el arte por el arte comienza, aparentemente, a desligarse de lo social, pero no hay nada más lejos de la realidad: el arte vanguardista no se aleja de lo social, sino que se introduce de lleno en la sociedad (burguesa), luchando contra ella. El arte del s. XIX, sobre todo a finales de siglo, intenta luchar contra la sociedad burguesa, intenta sacudirla y espabilarla, pero ésta reacciona con indiferencia y crueldad. De esta manera, se va a instaurar una constante lucha, propia de la época y de la crisis de la que venimos hablando, entre el arte, que va a mostrar a la burguesía lo que no quiere ver, y la sociedad burguesa, que no hace sino languidecer en su crueldad impasible e indiferente.
Podemos comprobar, perfectamente, cómo, ya a finales de siglo, se han creado nuevos símbolos, nuevos estilos y nuevos individuos que no son sino producto y síntoma premonitorios de una irracional «anarquía de átomos», de una conmoción mundial sin precedentes.
Aproximación histórico-política
Si hay un lugar donde esta crisis histórica, intelectual, política, social, económica, artística y humana, al fin y al cabo, que atraviesa todo el siglo XX y finales del XIX; si hay un lugar donde esto tiene una marca específica, ese lugar es el Imperio Austrohúngaro, y más concretamente su epicentro, la ciudad de Viena. La venida del nihilismo que tanto había anunciado Nietzsche, y otros antes que él, adquiere en este lugar una materialización cruda y sin precedentes que se extiende por todo el continente instaurando un reino vacuo, un reino donde todo valor, toda creencia y todo lo que hasta el momento era entendido como humano se desmorona y se rompe estallando en pedazos cada vez más pequeños –que deberán reconstruirse por nuevos caminos, pues, como decía Tennyson, el viejo orden cambia y da lugar a uno nuevo–. Y este desmoronamiento y descomposición tiene como modelo indiscutible el proceso de hundimiento del Imperio Austrohúngaro.
El Imperio Austrohúngaro era un territorio amplísimo y de gran heterogeneidad que había sido conducido aristocráticamente y con una unidad cultural. Sin embargo a finales del siglo XIX, entre los años 1870 y 1890 es un imperio que está viviendo sus últimos momentos, que está en proceso de vaciamiento y de decadencia. Pero, como dice con razón Hermann Broch, no hay vacío de valores completo. Sólo un cambio de estos. La vida cotidiana tiene la fuerza y la capacidad para seguir siempre adelante. Y si bien aquí el arte, la literatura, el pensamiento, etc., se encontraban en un momento de relativo estancamiento y vacío, podemos encontrar excepciones en el ámbito de la ciencia. Aunque científicamente Alemania aventajaba a Austria, ésta tampoco se quedaba demasiado atrás. Y esto se refleja en su capital, en la cual se anunciaron siempre importantes avances tecnológicos como, por ejemplo, la construcción de la primera hélice de barco. Sin embargo, si hay una ciencia en la que destaca Viena es la Medicina, de la cual se había erigido en la élite mundial.
Estos logros en los campos científicos y tecnológicos llevaron al Imperio y a su capital a un imprudente y no menos deseado olvido de esta ausencia de ciertos valores. Así, Viena se erigió, o pretendió hacerlo, como la ciudad del arte por excelencia, pero, sin embargo, tan sólo consiguió transformarse en una ciudad en la que imperaba el kitsch. Viena se transformó en la ciudad de la (falsa) decoración. Este olvido y este afán de apariencia permitió a la ciudad, por decirlo en estos términos, convertirse en un lugar de lujo y muy jubiloso, pero con muy poco humor. Esto se muestra también en su actividad artística y literaria, que se redujo apenas a unos pocos folletines, mientras que la poesía pasó a ser algo meramente decorativo. Otro ejemplo de este afán de decorativismo, de este «no-estilo» del que habla Broch[9], se manifiesta también en sus arquitecturas, totalmente fastuosas y profusamente decoradas que tan sólo pretenden aparentar. Así Viena, y el Imperio con ella, confundió la apariencia con la realidad que envolvía, casi reduciendo la cultura a la conservación museística, convirtiéndose la ciudad misma en un museo. Si bien, y con todo, hay un campo cultural en el que no se puede discutir que Viena destacase: la música.
Respecto a lo político, hay que tener en cuenta que en estos momentos las ciudades hegemónicas europeas eran Viena y París, y la rivalidad entre las casas reales de Borbón y Habsburgo era el eje en torno al cual giraba la política exterior. Esta lucha entre ambas ciudades las llevó a un esfuerzo de constante modernización y ostentación, lo cual ayuda a comprender el afán decorativista de la ciudad austríaca. Otro efecto que también produjo esta lucha fue la hipertrofia de la corte. Esta hipertrofia permitió ir progresivamente apartando a las grandes familias aristocráticas y dar un mayor papel a las líneas secundarias y a los pequeños señores, lo cual supuso a su vez una progresiva secularización, partiendo del protestantismo, de los espacios intelectuales y científicos, hasta el momento en manos del clero[10], y que se hizo muy de notar especialmente en el arte. A su vez, todos estos cambios produjeron un cambio en la conciencia del pueblo austríaco, en la concepción de qué significaba ser austríaco. Si hasta el momento éste había ocupado un agradable y cómodo papel de mero espectador, ahora el pueblo austríaco, y también el parisino, empieza a darse cuenta de su fuerza política, comienza a cobrar conciencia de su capacidad para desempeñar un gran papel en el destino de la nación, de su poder y de su esplendor. No en vano eran un imperio.
En toda esta situación de disgregaciones y desmoronamientos políticos e intelectuales el papel unificador de la corona era esencial. De entre las grandes potencias europeas, Francia fue la única que a inicios de la década de 1870 se había convertido en república, por contraste con países como España o Rusia que mantenían sus modelos monárquicos centralistas. Otro aspecto muy diferente puede verse en países como Inglaterra o Austria, aunque los procesos fueron diferentes y por diferentes causas en ambos países. Ambas, la monarquía austríaca y la inglesa, habían conseguido mantenerse y adaptarse mediante cambios más o menos periódicos, gracias a los cuales revoluciones como las del marzo de 1848 en Viena apenas si produjeron cambios en la estructura política.
Estos cambios facilitaron que en Austria, igual que en Inglaterra, se instaurase una monarquía constitucional de forma totalmente gradual, casi de forma natural. Pero ese proceso «casi natural» pronto se torció pues, a diferencia de Inglaterra, que había conseguido encontrar en su depredador colonialismo imperialista una vía adecuada para la constitucionalización, en Austria no se encontró dicha vía. Inglaterra tenía el mar, Austria estaba encerrada en el continente. Además, las reformas intentadas por José II casi un siglo antes llevaban un sello jesuita y eran de marcada escuela maquiavélica, lo cual no ayudó excesivamente en el proceso constitucional. Reformas que por otra parte quedaron interrumpidas por el comienzo de las guerras napoleónicas. El carácter de estas reformas, y su efecto, no fue mucho mejor con sus sucesores, Leopoldo II y Francisco I, sólo que ahora el peligro había dejado de ser Francia y lo era Alemania. Esta amenaza de la Gran Alemania junto con el surgimiento de los nacionalismos de los polacos y de territorios como Venecia y Lombardía, llevó a un intento bajo el régimen de Francisco I de fortalecimiento de las tendencias democratizantes dentro de Austria.
Pero, muy al contrario a esta intención, la revuelta de 1848 puso en evidencia la inutilidad de esta tentativa. Y es que cuando Francisco I abdicó tras la revolución dejando el poder en manos de su sobrino de 18 años de edad, Francisco José I, lo que le entregaba a su sobrino era el poder de un Imperio que ya no lo era. Era un Imperio disgregado, deshecho, maltrecho y rechazado por su propia población, aun cuando la revolución fuese una revolución burguesa y, por ello, cercana a la monarquía. Y es que los burgueses vieneses, aun en revolución, se levantaron por su patria, en post de un levantamiento del país, pero fue algo inútil. Si en Viena tuvo alguna relevancia, en las ciudades provincianas esta revolución burguesa tuvo pocos ecos, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta que dichos burgueses provincianos «estaban imbuidos de forma irreductible en los ideales de la Gran Alemania»[11]. Por tanto, por parte de estos burgueses y de la población restante, dicha revolución no fue hecha en pos de una reafirmación del Imperio, sino más bien alentados en su desintegración. Una desintegración que ya era una realidad pues, aunque el emperador tenía intenciones democratizadoras, el pueblo al que el emperador quería dar una constitución era totalmente ajeno a su país, no tenía interés alguno en formar parte de su Estado, a lo sumo estaba dispuesto a vivir pacífica y apaciblemente en él sin responsabilidad ninguna y con una disposición constante en deshacerlo. Así pues, Austria, esto es, la monarquía austríaca, se encontró con un Imperio vacío al que gobernar, los poderes ascendentes habían optado por la pasividad, por la renuncia. Austria era la corona y la corona era Austria. Sin su corona el Imperio se quedaba sin substancia, por tanto no le quedó más remedio que contener en ella todo el poder del Estado, es decir, de sí misma. Lo cual exigía un absolutismo si se quería tener un poder, si es que había algo que poseer.
De este modo, la corona austríaca y el Imperio entero, que acabaría deshaciéndose ya físicamente tras la Gran Guerra, se convirtió en una institución tan abstracta como el Estado que encarnaba. Por decirlo así, una superestructura. Lo cual no dejó de reflejarse en el mismo Francisco José I, que conforme pasaban los años iba encerrándose en un aislamiento cada vez mayor y, a la vez, identificándose cada vez más con el Estado, con sus restos y con su inminente muerte. Y es que la muerte de uno era la muerte del otro. Ya nadie contaba con él, todos los que le rodeaban, incluso su propio hijo, le habían abandonado y traicionado. Y del mismo modo que él era rechazado por todos, él rechazaba a todos, pues «tanto el pueblo como la nobleza y los príncipes de la Augusta Casa de Austria habían provocado la ruina del imperio, llevados en su afán de innovaciones; todos sin excepción eran masa, un mundo nuevo del que él, monarca y defensor de la perpetuación del imperio, se consideraba obligado a apartarse manteniéndose fiel a los principios inamovibles»[12]. Una falta de movilidad ésta que, claramente, no podía ser más que una infructuosa lucha contra la frenética, desgajada y disgregante época en la que se encontraba.
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[1] Como, por ejemplo, la teoría del átomo nuclear de Rutherford, el descubrimiento del Radio y el Polonio y de sus propiedades radioactivas, las matemáticas no euclidianas, el darwinismo, la genética mendeliana o la teoría de la relatividad de Einstein.
[2] Lo cual puede verse en la literatura, con autores como Aldous Huxley, George Orwell o Ray Bradbury.
[3] Hermann Broch, Poesía e investigación, Barral Editores, 1974, pág. 68.
[4] Recurso que la novela explotará como ningún otro arte. A pesar incluso de que sea el teatro la especialidad artística preferida por el público (burgués) del siglo XIX.
[5] Esto podemos verlo también en otros elementos no considerados tan artísticos como son las historietas y las caricaturas y sátiras sociales.
[6] Hermann Broch, Poesía e investigación, Barral Editores, 1974, pág. 80.
[7] Elemento del que los fovistas sacarán impresionantes efectos e independizarán del todo.
[8] Para esto que estamos comentando recomendamos al lector que consulte los artículos que Raúl Angulo Díaz dedicó al tema en la revista digital El Catoblepas.
[9] Como notará el lector, Broch es un autor que consideramos muy importante para el tratamiento de todos estos temas.
[10] Un ejemplo de esto que decimos fue la creación de academias científicas.
[11] Hermann Broch, Poesía e investigación, Barral Editores, 1974, pág. 121.
[12] Ibíd., pág. 127.