“La guerra estaba siendo dirigida por un puñado de payasos de cuatro estrellas que iban a terminar regalando el circo”. Así se expresaba el protagonista del film Apocalypse Now, en una frase que parece pensada para las democracias actuales. La payasización de la política es una señal de identidad de la posmodernidad galopante, el signo inconfundible de una posdemocracia avanzada.
Democracia clown
La risa siempre ha tenido una función política. Suele atribuirse a la risa la virtud de actuar como un contrapoder, la de deslustrar el oropel de los grandes del mundo, la de relativizar las verdades solemnes, la de inducir al pensamiento crítico. Gran error. En realidad, la risa es conservadora y conformista por naturaleza. La risa amansa a las fieras. La risa desactiva el resentimiento y, guste o no guste, el resentimiento es una fuerza motriz de las revoluciones. Los grandes revolucionarios suelen ser más bien serios. Los grandes déspotas, por su parte, suelen ser dados al humor negro, a la chanza y al sarcasmo, especialmente al deshacerse de sus enemigos. Calígula nombraba senador a su caballo. Stalin hacía bailar a sus secuaces en las veladas del Kremlin. Los reyes y los emperadores medievales mantenían a un bufón cerca del trono. A un gracioso amaestrado.
¿Y si el emperador se acomoda detrás de las bambalinas? ¿Y si situamos al bufón en el trono?
Genial hallazgo de la política posmoderna: si ya es inútil disimular el engaño, si ya sabemos que quienes de verdad gobiernan no se presentan a las elecciones, si ya sabemos que no les vamos a votar nunca ¿por qué no situar en la cúspide a un payaso? ¿Por qué no depositar la púrpura en los bufones? Show must go on. Bienvenidos a la democracia-clown.
Un fenómeno transversal
Los autores antiguos – Platón y Polibio – veían la política como una sucesión de regímenes que degeneran según un esquema cíclico: la monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía, la democracia en demagogia y vuelta a empezar. Pasados dos mil años la política posmoderna introduce una nueva categoría: la clownocracia como punto más bajo del carrusel. Lo que responde al espíritu del tiempo. “Cuando lo político ya no tiene altura y se personaliza – escribe el sociólogo Gilles Lipovetski – no es extraño que un artista de variedades llegue a acaparar un alto porcentaje de intenciones de voto destinadas inicialmente a los líderes políticos: esos cómicos de segunda clase. Por lo menos nos reiremos “de verdad””.[1] El advenimiento del Rey-bufón puede así interpretarse como un corte de mangas colectivo, como una expresión de descontento nihilista que tira por lo grotesco y lo arbitrario. La irrupción de los payasos – escribe Francois Bousquet – “marca la irrupción del bajo vientre en política”: una especie de irreverencia intestinal en la que la fermentación de las reservas de cólera, a falta de salida legítima, se transforma en la flatulencia política que habla por la boca del clown.[2]
Esta es una interpretación posible, pero que se queda, a nuestro juicio, en la epidermis del fenómeno. Mucho nos tememos que la irrupción de los clowns, lejos de ser espontánea, responde a sutiles formas de tecnología política.
La payasización de la política se asocia normalmente con el auge del populismo. Esta es la interpretación favorita de los intelectuales y los periodistas de servicio, mentalmente programados para defender el status quo frente a políticos advenedizos y motherfuckers. Donald Trump ha sido desde hace años su mayor obsesión, junto a personajes como Matteo Salvini, Beppe Grillo, Nigel Farage, Pym Fortuyn y demás perturbadores políticos de la moral y buenas costumbres. El calificativo de payaso viene así a sustituir al calificativo de “fascista”, muy deslustrado por su sobreexplotación mediática. Los periodistas de servicio peroran contra el clown como peligro para la democracia y se sienten estupendos.
Evidentemente, esta es una explicación tan interesada (y remunerada) como lisonjera para esas elites virtuosas: las que salvan a los pueblos de su autodestrucción. Sin la benéfica gobernanza de esas elites ilustradas – nos dicen sus voceros mediáticos – la democracia sucumbiría, la sociedad se envilecería y el pueblo retrocedería hasta las fauces del absolutismo o del estado de naturaleza. En la mejor tradición del cine de horror, el clown-populista es así retratado como un payaso-siniestro, frente al que emerge, rutilante, la imagen posmoderna de un político centrista de piel tersa y dentadura resplandeciente (mejor además si ha sido ejecutivo de Goldman Sachs).
Pero lo que este argumento calla es que la payasización de la política es, en realidad, un fenómeno transversal. Lo que no dice es que las susodichas elites expelen sus propias genealogías de clowns. Claro que aquí habría que expandir la categoría de payaso, hacerla más inclusiva. “Artista ambulante enmascarado que debuta en las mojigangas”, dícese en español de Costa Rica. Una fórmula como otra cualquiera para designar hoy a los políticos.
El clown posmoderno ya no se confina a ese personaje de tirantes chillones, zapatones lustrosos y sonrisa imposible que pedalea por la pista de un circo. Hoy es preciso englobar en esta categoría a los showmen y a los entertainers, a los monologuistas polivalentes y a los comediantes de sitcom. Asistimos a una original simbiosis: el clown profesional se politiza y el político profesional se clownifica. La atmósfera clown lo permea todo. El clown liberal-centrista, progresista y sistémico es más peligroso que el clown populista, porque al primero no se le ve venir. El clown-marioneta de la oligarquía liberal representa la bastardización suprema de la democracia, en cuanto está diseñado para implementar programas que nunca habrían ganado unas elecciones. Se le confía la reforma de las pensiones y, entre sonrisas, selfis y sesiones de twerking, pone el rumbo hacia la tercera guerra mundial.
La enseñanza de la ignorancia
Podemos preguntarnos de dónde han salido estas generaciones de políticos todo a cien, jóvenes aparatchik tan vacíos de sustancia como ahítos de fe globalista. Podemos maravillarnos ante esos recitadores de frases hechas y de fórmulas inclusivas, multiculturales, empáticas, lacrimógenas – Justin Trudeau es quizá el arquetipo – que aúnan la audacia del ignorante con la solemnidad del tonto. Pero no hay nada de casual en ello: la estupidez es el motor vertebral del capitalismo festivo.
¿Capitalismo festivo? Este es el reino de Homo Festivus (Philippe Muray), avatar posmoderno del Último hombre. Es la cultura del “entetanimiento” (tittytainment) que permea a las masas y a sus dirigentes. Según Zbigniew Brzezinski – fecundo ideólogo de maldades – el entetanimiento consiste en un “cóctel de divertimentos embrutecedores, de bazofia intelectual, de propaganda y de elementos psicológicamente nutritivos para mantener de buen humor a la población frustrada del planeta”.[3] Las cosas encajan. No tiene nada de extraño que la enseñanza de la ignorancia sea un objetivo consciente de la pedagogía posmoderna. Se eliminan así todos los obstáculos culturales al poder sin réplica de la Economía. La instrucción cívica da paso a la educación para la ciudadanía: un “caldo conceptual que no hace más que redoblar el discurso dominante de los medios y del show-business”.[4] Como si ello no bastara, hoy tenemos la cultura de la cancelación: bajo la bandera de la reparación de agravios se embiste contra la cultura clásica, contra el “elitismo” de la filosofía, contra la ambigüedad constitutiva de la literatura, contra las herramientas del pensamiento crítico…
¿Qué dice el pedagogo-clown?
“Ya no hay Saber, sino saberes en plural; ya no hay saber único, sino fragmentación epistémica: una miríada de conocimientos. ¿El objeto-libro? eso es algo que hay que manejar con prudencia, no ponerlo en un pedestal, no caer en el elitismo… ese es el riesgo de nuestra disciplina: creer que la literatura es más importante que otras formas de expresión artísticas, como el rap, los eslóganes publicitarios, los tweets, el slam, los tracts, los tags, el hip-hop, la improvisación teatral, el mimo, los escupefuegos, la peluquería, la moda, el piercing, todo lo que enriquece la existencia; ¡la vida es una fiesta! Me gusta cuando los alumnos se divierten, no me gusta cuando se aburren sobre esos textos cocinados, en su mayor parte, por hombres blancos del viejo mundo”.[5]
La pedagogía posmoderna apuesta por la diversión y no por el esfuerzo. No podía ser de otra manera, en una época en la que los valores hedonistas y narcisistas sustituyen a los valores de antaño (sacrificio, autoridad, formalidad, etcétera). “El proceso humorístico – escribe Gilles Lipovetsky – recubre la esfera del sentido social, los valores superiores se vuelven paródicos, incapaces de dejar ninguna huella emocional”. La saturación humorística es el estadio final del igualitarismo. Continúa Lipovetski: “la erradicación progresiva de todas las formas de jerarquía substancial aspira a producir una sociedad sin desemejanza de esencia, sin altura ni profundidad. El proceso humorístico – que hace perder su majestad a las instituciones, grupos e individuos – prolonga el objetivo secular de la modernidad democrática, aunque sea con instrumentos diferentes de la ideología igualitaria”.[6] Bajo una forma desenfadada e irreverente, la saturación humorística es una empresa de uniformización social.
¿Qué tiene que ver todo esto con la posdemocracia?
Clownificación total
En una de sus críticas al liberalismo, decía George Orwell que en una sociedad donde (en teoría) reina la tolerancia, es la opinión pública la que dicta los comportamientos. “La tendencia al conformismo de los animales gregarios – escribía – es tan fuerte que hace a la opinión pública mucho menos tolerante que cualquier código legal. Cuando los seres humanos están gobernados por prohibiciones, el individuo conserva cierto margen de excentricidad; cuando son gobernados por “el amor” o “la razón”, están continuamente sometidos a las presiones dirigidas a hacerle actuar y pensar exactamente como todos los demás”.[7] Dicho de otro modo: si en los regímenes represivos no se tenía el derecho de pensar libremente, en los regímenes “tolerantes” se tiene ese derecho, pero casi nadie se atreve. Sólo se quiere pensar aquello que se debe pensar, y el hecho de pensar así se percibe como “libertad”.
En esta operación de aborregamiento colectivo, el clown es un maestro de ceremonias.
¿En qué consiste el “pluralismo” posdemocrático? En que la censura es sustituida por la autocensura, el pensamiento por el moralismo, el periodismo por las “narrativas” (story-telling), la información por el infoentretenimiento (infotainment). En manos de periodistas-clown y de informadores-enternainers las noticias se asemejan a un relato, la distinción entre ficción y realidad se torna difusa. “En su obra Divertirse hasta morir, Neil Postman – teórico estadounidense de los medios de comunicación – muestra de qué manera el infoentretenimiento conduce al declive del juicio humano y sume a la democracia en una crisis (…) El esfuerzo del conocimiento y la percepción se sustituye por el negocio de la distracción. La consecuencia es una rápida decadencia del juicio humano: hace al público inmaduro o lo mantiene en la inmadurez. Nos divertimos hasta morir”. La democracia – concluye a este respecto el filósofo Byung-Chul Han – se convierte en telecracia.[8]
El clown es un profesor de tolerancia, un doctor de buen rollito. La risa del clown es diferente de la risa del Joker, inquietante y subversiva. La risa del clown es positiva y balsámica. Entre gracia y gracia el clown disemina la moralina del sistema.
La clownificación no se reduce a la política, sino que atraviesa de parte a parte las sociedades post-democráticas. Las pautas vienen casi siempre marcadas ¡sorpresa! por los Estados Unidos de América, el lugar clásico de la producción capitalista. Sólo hay que mirar allí para saber lo que nos espera.
Todo es espectáculo
Quien dice capitalismo dice espectáculo y quien dice espectáculo dice capitalismo. El clown es un oficiante central de las liturgias neoliberales.
Quien mejor lo vio fue el teórico y agitador situacionista Guy Debord. “El espectáculo es el capital a tal grado de acumulación que deviene imagen”, escribió en fórmula sintética.[9] Debord complementa y corrige a Marx. Allí donde Marx habla de “mercancía”, Debord habla de “espectáculo”. Lo que a Debord le interesa no son tanto los engranajes económicos del capitalismo como las formas de vida que éste genera. “El espectáculo – dice Debord – no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por las imágenes”. Es espectáculo no es un suplemento que se le da al mundo real – a modo de decoración sobreañadida – sino que es “el corazón del irrealismo de la sociedad real”. ¿Qué quiere decir? ¿Cuál es sentido profundo del espectáculo?
Para comprenderlo hay que remitirse a la terminología de Marx. El espectáculo es el momento en el que el valor de cambio (el valor mercantil de un bien) se impone definitivamente sobre el valor de uso (la utilidad real de un bien) y organiza su dominación sobre toda la realidad social. De esta forma el valor de cambio, emancipado de su vínculo con el valor de uso, recompone el mundo como mera aglomeración de mercancías. En consecuencia, la realidad solo puede manifestarse de manera invertida, íntegramente fetichizada a través de su imagen como mercancía. La mercancía es la imagen del mundo que se manifiesta bajo la forma del espectáculo. Al devenir pura mercancía, el mundo ya sólo puede ser aprehendido a través de la abstracción y la falsificación espectacular. Llegamos así a la situación en la que el espectáculo lo absorbe todo, anula todo lo que es exterior a él, imposibilita la dialéctica. Como una matrix, el espectáculo sólo se remite a sí mismo. Él mismo deviene su propia contestación y su propia alternativa.
La posmodernidad es la apoteosis del panorama descrito por Debord. Lo real es suplantado por los signos de lo real, el territorio por el mapa, lo vivo por lo pintado. Es la “sociedad del simulacro” de la que hablaba Baudrillard: “desaparecen las fronteras entre lo real y lo simulado en un proceso esquizofrénico de pérdida de realidad”.[10] Triunfo del collage, de la mezcla de estilos, de la estética del todo vale. Aquello que no es representado y visibilizado no existe. Hay que complacer al público, lisonjearlo, soliviantarlo, obtener los aplausos. El paraíso del clown.
La esencia del espectáculo es autoritaria: al sustituir la realidad por una realidad postiza, el espectador se instala en una adhesión pasiva e impotente ante lo que de verdad es. A través del espectáculo las elites dominan el discurso sobre lo real (las “narrativas”) y controlan férreamente su representación espectacular. Es un poder supremo, casi absoluto, en cuanto la propiedad se concentra en pocas manos – show business, agencias de noticias, medios de comunicación– e impone un mensaje uniforme. El periodismo de indagación, de documentación y de análisis crítico ha sido sustituido por la repetición de narrativas oficiales. Una labor que muy pronto podrá hacer la Inteligencia Artificial. Un público cada vez más embotado no notará la diferencia.[11]
Así como lo importante del periodista-clown no es la veracidad sino su grado de servilismo, lo importante del político-clown no es su programa, sus conocimientos o experiencia, sino sus dotes histriónicas y la imagen que proyecta ante una sociedad hambrienta de espectáculo. La política-clown es un show político, una soap opera financiada por una oligarquía exenta de rendir cuentas.
Es preciso no subestimar al clown; éste puede ser cooptado para tareas hercúleas. Ronald Reagan – primer Presidente salido del espectáculo – fue el encargado de dar el finiquito al bloque soviético. El afamado clown BoJo (Boris Johnson) fue el encargado de pilotar el catastrófico aterrizaje del Brexit.[12] Pero el caso más extremo es, sin ninguna duda, el del presidente ucraniano Volodímir Zelenski. Es también el más arquetípicamente posmoderno, en cuanto encarna mejor que nadie la metarrealidad de la que hablaba Debord.
Apadrinado por el oligarca que financiaba su serie de televisión, el comediante profesional Zelenski trasladó su personaje de ficción (el “servidor del pueblo”) a la vida política real. En su campaña electoral en 2019 Zelenski sustituyó los mítines por actuaciones con su troupe. A través de Facebook e Instagram se convirtió en un influencer más que en un candidato político. Zelenski – escribe el profesor Francisco Veiga – tiró de modernas técnicas del neuromarketing político: trasladó a la vida real los contenidos de su serie de televisión y recurrió a fondo al “efecto halo”: lo bello, lo joven, lo divertido no puede ser malo. Una vez en el poder, Zelenski “organizó los primeros tiempos de su presidencia como si fueran un reality show. Invitó a Tom Cruise al despacho presidencial (…). Para elegir a su portavoz, organizó un concurso ante las cámaras en el que sus candidatos fueran evaluados por su gestión del estrés y su sentido del humor”. ¿Populismo?
Aunque técnicamente era un populista, el perfil de Zelenski – subraya Veiga – “era decididamente más neoliberal”. En esa línea, el presidente ucraniano “impulsó en modo “turbo” (sic) toda una serie de leyes y medidas claramente neoliberales, entre ellas la de privatizar la educación superior o facilitar los despidos, lo que le valió la animadversión de los sindicatos. Y en cambio consiguió que la firma de calificación de riesgos Fitch rating, de Nueva York, muy bien considerada en Wall Street, subiera la nota de Ucrania de –B a B”.[13] Un par de años más tarde, lastrado por decepcionantes resultados y por una atmósfera de corrupción crónica, el “servidor del pueblo” había perdido su halo de líder ilusionante. Lo que siguió después es conocido…
El caso de Zelenski, aún excepcional, no es anécdota sino categoría. Porque frente a lo que suelen afirmar los periodistas de servicio, donde más abundan los clowns – en su sentido más amplio, recordemos – no es en las filas del populismo, sino en las filas de la política sistémica, centrista, progresista, neoliberal y mainstream. Lo del populismo es otra cosa. Más que a la figura del clown, el genuino líder populista se aproxima a la iconoclasta figura del Joker. “Clowns a mi izquierda, jokers a mi derecha” cantaban en los años 1970 los Stealers Wheels.[14]
Un fenómeno inquietante
Más allá de sus usos estratégicos, cabe preguntarse si la payasización de la política responde a otra razón de fondo. A un fenómeno de contornos culturales, educativos, sociológicos y – a decir de las (muy) malas lenguas – también genéticos.
Dicho en breve: el nivel medio de inteligencia desciende. O al menos eso es lo que indican las mediciones de cociente intelectual (CI) efectuadas en occidente durante los últimos años. Ante esta bomba de incorrección política hay que andar con pies de plomo. Es preciso evitar sesgos que pudieran conducirnos, de forma torticera, a conclusiones inquietantes.[15]
Lo cierto es que, desde hace al menos dos décadas, se registra una baja sostenida de CI en Europa y Estados Unidos. Este es el fenómeno que se conoce como “inversión del efecto Flynn”, así llamado por el investigador neozelandés que, en los años 1990, había constatado el aumento sostenido de los test de inteligencia durante la segunda mitad del siglo XX (en torno a 3/7 puntos por década). Este aumento había sido atribuido, generalmente, a la mejora de la nutrición y de las condiciones sanitarias y sociales. Pero en 2004, por primera vez en un país europeo (Noruega), se constató que a mediados de los años 1990 el coeficiente había comenzado a bajar. Estos datos se corroboraron en Suiza, Dinamarca, Gran Bretaña, Suecia, Australia, Portugal, Estados Unidos y otros países. Por ejemplo, se calcula que entre 1999-2009 el CI medio de la población francesa ha descendido 3.8 puntos (desde un 101,1 a un 97,3).
¿Cómo explicar este fenómeno? La rapidez del descenso hace descartar, de entrada, una evolución genética que exigiría varios milenios de años. Se aducen entonces causas sociales, tales como la degradación educativa o la invasión de las pantallas numéricas. A lo cual cabe objetar que el mismo descenso se registra en países con sistemas escolares muy diferentes, y por el contrario no se registra en países asiáticos donde la informatización es omnipresente…
Cabe entonces pensar en el impacto de la inmigración. El profesor de la universidad de Ulster Richard Lynn (controvertido por sus posiciones sobre el eugenismo) no duda en afirmar que la inmigración procedente de países con índices más bajos de CI tiene un impacto en los países de acogida.[16] No obstante, también es cierto que la tendencia a la baja es observable en períodos previos a la inmigración masiva, así como en países (Finlandia es un caso) donde la inmigración no ha tenido hasta ahora un peso relevante.
Otra hipótesis es seguir la pista de los llamados “perturbadores endocrinos” (pesticidas, cosméticos, jabones, textiles) que interfieren con el sistema hormonal, más en concreto con el yodo, elemento químico importante en el desarrollo del cerebro. Pero entre todas las causas aducidas, la de mayor relevancia podría ser la fertilidad disgénica; es decir, el retraso de la edad de maternidad, unida al hecho de que las mujeres con nivel más elevado de CI tienen menos hijos que las mujeres con un nivel bajo de CI. Esto se reflejaría, a la larga, en variantes genéticas de menor calidad. De confirmarse, nos encontraríamos entonces ante una evolución de larga data: el descenso de la inteligencia genotípica habría empezado a lo largo del siglo XX, y habría sido enmascarada por un aumento de la inteligencia fenotípica, correspondiente a la mejora de las condiciones sanitarias y sociales. El “efecto Flynn” habría disimulado un fenómeno disgénico que afecta, desde hace ya tiempo, a los países industrializados de occidente.
Ante estos datos desagradables, no faltan quienes niegan la mayor y descalifican la validez de los test de inteligencia. O quienes deconstruyen la noción de inteligencia o la relativizan: más allá de la inteligencia cognitiva estaría la “inteligencia emocional”, la inteligencia práctica y creativa, la visual, la musical, etcétera. Lo que no deja de ser una forma (típicamente posmoderna) de jugar con las palabras.
De confirmarse todos estos datos ¿podemos sospechar que guardan relación con el auge de la política-clown? ¿Trabaja la genética en el sentido de la posdemocracia?
Cuando los tontos mandan
Suele debatirse qué es peor: un malo o un tonto. También hay quien dice que ser malo es, en el fondo, una de las múltiples formas de ser tonto.
Cuando observamos a los dirigentes occidentales de los últimos treinta años – con sus chapuzas geopolíticas saldadas en millones de víctimas – cabe pensar, de entrada, en un cúmulo de intenciones malignas. Pero se trata también de un problema de mediocridad, de lagunas de formación, de falta de perspectiva histórica – lastres todos ellos impensables en sus predecesores. Tras décadas de sumisión geopolítica muchos ya han olvidado lo que es pensar por su cuenta. Nos encontramos ante un cierre epistémico: el rechazo a estudiar y aceptar la realidad. Es mucho más cómodo atenerse a las narrativas de encargo. Encerrados en una cámara de eco, embelesados por su propia imagen, los líderes cultivan una visión megalómana sobre sus propias capacidades. Síntomas inequívocos de debilidad mental. Que el macho alfa sea un país que se proclama excepcional y dice representar el Bien en la tierra (idea infantil con la que exige pleitesía al mundo) explica, entre otras cosas, por qué el mundo está dejando de girar (si no ha dejado de girar ya) en torno a dicho país y sus satélites. Pero de puertas adentro, el Imperio del Bien ha instalado la democracia-clown.
La democracia-clown es la metamorfosis de la política en la época de la degeneración de las elites.
La democracia-clown es a la democracia lo que la lata de sopa Campbell a la historia del arte: una pitanza mental para tontos. En la democracia-clown el tonto es un bien cotizado, un oscuro objeto del deseo. La globalización nos ha traído la metástasis del tonto, una pandemia mundial cuyo bacilo portador son las redes sociales. Antaño ignorado u objeto de ridículo, el tonto es hoy escuchado, cortejado, su audiencia se cuenta por millones. Personajes que antaño estarían en su casa, clavando chinchetas con la cabeza o cascando nueces con el culo, hoy son prescriptores de opinión, anfitriones de talk-show, educadores sexuales, activistas medio-ambientales, artistas interdisciplinares, justicieros en twitter, todólogos televisivos, gurús de autoayuda, youtubers millonarios y celebrities con las nalgas inyectadas de silicona. Incluso algun@s ya se sientan en consejos de ministros.
¿Y por qué no? ¿Acaso no es misión de la política abrirse a la sociedad, ser un reflejo de la realidad, estar a la escucha? ¿Acaso no es misión de los políticos hablar a la gente sobre lo que de verdad importa? ¿Acaso ser inclusivo no es una obligación moral? ¿Para cuándo una persona con capacidades mentales alternativas en la más alta magistratura?
La marea sube, todo llegará. Por de pronto, la democracia-clown nos augura tardes de gloria.[17]
La educación clásica es una rémora elitista, la formalidad es una virtud anacrónica. No cabe duda de que al estadista del futuro se le juzgará por otras cosas. Hoy es esencial que los líderes tengan empatía, que comuniquen y conecten, que se sitúen en el Lado Bueno de la Historia. Muy pronto bastará con que crean en el amor, en la felicidad, en la transición verde, en los desplazamientos en patinete. Lo más importante será que hayan sido víctimas de abusos infantiles, que tengan dos madres lesbianas, que se pinten el pelo de verde, que practiquen el poliamor, que se extirpen los testículos, que sean inflexibles en la defensa de “nuestros valores”. Mejor si los pre-seleccionamos en Gran Hermano o en la Isla de Las Tentaciones. Qué más da, si a los que de verdad deciden no les votamos ni les vamos a votar nunca.[18]
[1] Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Editorial Anagrama 1996, p. 163.
[2] Francois Bousquet, “Circus Politicus. Quand les clowns font de la politique”. Éléments pour la civilisation européenne nº 193, diciembre 2021-enero 2022, pp. 32-35.
[3] Gabriel Sala, Panfleto contra la estupidez contemporánea, Editorial Laetoli, 2007. La definición de “Tittytainment” fue acuñado por Zbigniew Brzezinski en una reunión de líderes políticos y económicos mantenida en San Francisco en 1995.
[4] Jean-Claude Michéa, L´enseignement de l´ignorance et ses contitions modernes, Climats 2006, pp. 42 y 48-49.
[5] Patrice Jean, Réeducation Nationale (novela). Rue Fromentin 2022, p. 72.
[6] Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Editorial Anagrama 1996, pp. 162 y 166.
[7] Citado por Gilbert Merlio en: Le Début de la Fin? Penser la décadence avec Oswald Spengler, Puf 2019, p. 108.
[8] Byung-Chul Han, Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia. Taurus 2022, p. 28.
[9] Guy Debord, La Societé du Spectacle, Gallimard 2005, Tesis 34, p. 32.
[10] Jose Luis Pinillos, El Corazón del laberinto. Crónica del Fin de una Época. Espasa 1997, p. 205.
[11] https://www.theguardian.com/technology/2023/mar/01/german-publisher-axel-springer-says-journalists-could-be-replaced-by-ai
[12] En honor a la verdad, hay que señalar que BoJo es un payaso “fake”. Dotado de un alto intelecto y una sólida educación clásica, cabe sospechar que sus habilidades payasiles responden a un carisma político sabiamente controlado.
[13] Francisco Veiga, Ucrania 22. La guerra programada. Alianza Editorial 2022, pp. 189-190.
[14] Remitimos al lector interesado en este tema a nuestro libro Pensar lo que más del duele, Homo Legens 2020, pp. 223-284.
[15] Los datos recogidos a continuación proceden del dosier: “Demain, tous con-ne-s?”, publicado en la revista Éléments pour la civilisatión européenne nº 170, febrero-marzo 2019, pp. 69-85, con textos de Bastien O´Danieli, Richard Lynn, Francois Bousquet, Marie David, Cédric Sauviat y Pierre Fouques.
[16] “Entretien avec Richard Lynn, L´homme qui a mesuré la baisse du QI des francais”, en Éléments pour la civilisation européenne nº 170, febrero-marzo 2018, pp. 75-76.
[17] Que el líder del “mundo libre” sea un senil lector de teleprompters, que una Premier británica confunda el Báltico con el Mar Negro, que una Ministra de Asuntos Exteriores alemana no sepa lo que mide una circunferencia, que una Premier finlandesa se comporte como una party-girl en celo (machista soit qui mal y pense), son sólo anécdotas insignificantes que, en el fondo, humanizan a los líderes. En cualquier caso, nada comparado con lo que nos espera.
[18]Stealers Wheels: “Stuck In The Middle With You”. Video oficial.
https://www.youtube.com/watch?v=8StG4fFWHqg&list=RD8StG4fFWHqg&start_radio=1