Inteligencia vegetal

Inteligencia vegetal. José Vicente Pascual

Decía José Saramago en su novela Alzado del suelo que lo más abundante en el mundo es el paisaje. Enorme verdad que encierra otra más grande todavía: el ser humano es tan minoritario entre las especies animales y vegetales que prácticamente se le puede considerar una excepción improbable en el decurso apabullante de la vida. Sin embargo, sin que se sepa muy bien por qué, nos consideramos dueños, guardianes y beneficiarios de cuanto existe y tiene nombre. Cierto que los grandes discursos creacionistas otorgan un principio de sentido humano al laberinto, señalando al bípedo implume como receptor de lo creado, para que prospere y se multiplique en esos entornos bíblicos que le fueron dados en usufructo por benevolencia del Gran Autor. Eso también es verdad. Y también es verdad que la explicación para creyentes lleva tres o cuatro mil años sin convencer al científico, al estudioso, al filósofo, al curioso o simplemente al escéptico por naturaleza. Quien se interroga sobre la índole profunda de lo humano siempre acaba ante el muro impenetrable del sentido de la conciencia, un atributo que nos distingue del resto de seres y que sirve para hacernos preguntas que no tienen respuesta. Si el divino ingeniero de este enredo tanto nos quería, bien pudo hacernos menos espabilados, o mejor informados, y ahorrarnos la desazón de no entender el universo y la eternidad pero ser capaces de tenerlos en nuestras cabezas y hablar sobre ellos con la propiedad de un abuelo que se queja de achaques, sin saber la causa del dolor pero conociéndolo mejor que a sus hijos.

El pintoresco Teilhard de Chardin, jesuita progre por antonomasia y desde luego muy buen tipo, siempre mantuvo la teoría de que la especie humana es depositaria de la conciencia universal, algo así como el cerebro del universo y el “lugar” en el que la materia, viva o inerte, toma cognición de sí misma, se explica y se interpreta; y ese habría sido el papel otorgado por el Hacedor a quienes hizo a su imagen y semejanza: una especie de jardineros de su obra con las luces justas para describir perfectamente el huerto pero no tantas como para saber de dónde salieron tantas flores y tantas plantas. Es una explicación loable, no lo niego. Respecto a la materia y el universo alcanzamos la sabiduría del hortelano, el que conoce todas las pericias para que los plantíos den su fruto pero lo ignora todo sobre botánica, bilogía y genética. Ni falta que le hace. Lo malo ocurre cuando la fe del granjero resulta inoperante y empieza el ruralita a preguntarse por la mano que mueve los vientos, el aliento que trae la lluvia y la voluntad que mueve la noria de las estaciones. Lo malo de verdad es cuando el paisano se pregunta por qué existe su huerto y existen tantísimos huertos en el mundo, por qué existe todo y no es al revés y no existe nada. Vuelta al principio.

Hay otras teorías sobre el sentido de nuestra ignorancia, algunas muy ocurrentes. De entre ellas rescato la del matemático y novelista Gustav Brouwe (Amsterdam, 1918 – Nueva York, 2009). En su obra —divertidísima— De slang van de nacht (La noche y la serpiente) propone que los seres verdaderamente inteligentes de la creación son los vegetales, una especie dividida y jerarquizada hasta niveles superiores que ni siquiera imaginamos, inmune a catástrofes y exentos del peligro de extinción; una “gente” que lleva desarrollándose sobre el planeta desde miles de millones años antes que los humanos, que siempre ha sabido adaptarse y que nos habría utilizado para que pensásemos por ellos. En realidad todos los seres vivos, los hongos, procariotas y eucariotas y por supuesto el reino animal, estarían a su servicio. Un pájaro picotea, come una semilla, defeca a cien kilómetros y con acción tan sencilla reproduce por billonésima vez el mecanismo de avance mediante el que prosperan los vegetales. Una abeja liba de una flor y lo mismo. Los campos florecen y con ellos nos alimentan, nos construyen, determinan en qué medida aumentamos de número, marcan las fechas de nuestro calendario y nos ponen a dieta para que no seamos más de la cuenta. Son muchos y desde luego muchísimos más que nosotros, viven más tiempo —siendo rigurosos, nunca mueren—, con el tiempo y paciencia van donde quieren y ocupan el espacio que les conviene; y como la conciencia no les sirve de nada, delegan en nosotros y nos invaden en silencio, como en la famosa película, para que también seamos nosotros quienes ocupen sus vidas en vanos rompecabezas teológicos y filosóficos mientras ellos se dedican a lo que verdaderamente importa: vivir y perpetuarse.

La explicación de Brouwe —humorística, pseudocientíca—, con ser ingeniosa no aborda el fondo completo de la cuestión porque afecta sólo a la supuesta organización de los seres vivos. Queda todo lo demás, la materia, una inmensidad de seres —entes— empeñados en comportarse con tanta inteligencia o incluso más que los humanos, los animales y los vegetales. La bacteria que nos infecta y se encapsula en creatina para defenderse de los antibióticos es un misterio biológico, pero por qué la creatina es capaz de reconstruirse en estructuras invulnerables, en nuestro cuerpo y asociada a un patógeno, alcanza lo incomprensible hasta límites de desazón. Quién enseñó a los átomos de hidrógeno a juntarse de dos en dos con los de oxígeno para componer agua, es pregunta de un examen en el que siempre sacamos mala nota. A lo mejor los océanos, tal como los conocemos, son invento vegetal, útil para traer el maíz a Europa y llevar la caña de azúcar a América. Reconocer que todo es inteligente y que nosotros además de inteligentes somos conscientes y, encima, no sabemos nada de nada, es para tomarse un valium o dos. Para respirar despacio. Justamente lo que pienso hacer en cuanto acabe de escribir este artículo: respirar hondo y echar mano al pastillero, a ver qué secretos de la química rondan por ahí. Ya lo dicen los psicólogos, con mucha razón: el síntoma es el que sabe. Y los médicos, que no se quedan atrás: si le duele, por algo será.

Tengan ustedes buena semana.

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