El triunfo de Campoamor

El triunfo de Campoamor. José Vicente Pascual

 

Si la yegua pasta en el jardín
ensuciará los vidrios de babas.
¡Pero es que el sol calienta!
Podríamos hacer muchas cosas:
subir al tejado,
papá tiene una escopeta,
la yegua tiene el pelo suave.
¡Si nieva nos volveremos locos!
¡Bésame en la boca, caballo!

Irene Solá

Poetisa


No falla: la mala poesía escrita para quienes no les gusta la poesía, triunfa. Lo insulso, estrafalario y mal dicho, triunfa. Sucede con todas las artes y casi desde siempre, no crean. Hay una tendencia muy humana y muy natural que atribuye estos adefesios a lo insoportable de los tiempos, la grosería y cerrilidad que nos acompañan desde que nos acostamos hasta que nos levantamos, en todo momento y en todo lugar, pero no es así —no del todo—. El mal poema es histórico, igual que los poetas deplorables; persisten a lo largo de los siglos, opulentamente instalados a beneficio de la necesidad que tienen los prosaicos de médula por sentir de vez en cuando el rumor gratificante de la poesía, cuanto más cerca mejor, cuanto más fácil y accesible, más éxito. Acordémonos de Campoamor y sus ripios, sin ahondar en más reciclables; aquellas rimas impagables: “ya recobrados la quietud y el seso/volvía de París en tren expreso”, versos que, a mayor delito, dedicó a don José de Echegaray, el premio Nobel más pintoresco de la historia. De Echegaray se cuenta —y debe de ser verdad—, que don Ramón María del Valle Inclán y otros modernistas irredentos organizaron un pateo en el estreno de su obra Malas herencias (Madrid, 1905). En el fragor del escándalo, Echegaray, recién laureado por la Academia Sueca, se dirigió a la claque: “¡Ustedes no saben con quién se la juegan”; alguno entre los revoltosos le gritó: “¿Pues, usted quién es?”; a lo que replicó el dramaturgo: “¡José de Echegaray”; explicación a la que Valle Inclán contestó de inmediato: “¿Está usted seguro?”. Cierto, los malos escritores, los poetastros y demás gentes perjudicadas por el desamor literario, siempre han servido para algo bueno: hacer reír a los demás. “El niño Jesús nació en un pesebre/donde menos se espera salta la liebre”, se adornaba el inmortal Carulla, autor de la Biblia en verso y uno de los bromistas más entrañables de la historia literaria española. El gran José García Ladrón de Guevara, a estos poemas y demás composiciones parecidas, tan entusiastas como desquiciadas, las llamaba “peomas”.

Toda esta confusión, toda esta bazofia, tiene un origen, digamos, teórico: la pretensión de acercar lo literario y lo poético al pueblo no muy culto. Pero, claro: ¿desde cuándo la llaneza popular fue motivo suficiente que justifique tanto desatino? Más popular que el romancero castellano no hubo en su tiempo, ni más cantado en todas partes que el Poema del Cid; y si nos remontamos unos siglos atrás, el “vaso de bon vino” de Berceo no puede ser más sencillo ni más llegadero a la plebe medieval. No, no se trata de aproximar el arte literario a las masas sino de invertir el valor lo artístico y hacer pasar por lírica de cierto nivel lo que no son más que paparruchas mal concebidas y peor escritas. Naturalmente, hay una ventaja de vuelta, lo que en verdad otorga recorrido a estas intentonas: ofrecer al público la falsa ilusión de disfrutar del gran arte sin poner nadie, de su parte, el esfuerzo individual necesario que aviva el criterio y aguza el sentido estético y favorece a la postre aquellos deleites. En breve: nadie disfruta de Mozart y Malher sin haberse trabajado antes la capacidad de percepción musical y haber “hecho oído”. Antes del disfrute, el aprendizaje. Hay una salida fácil, sin embargo: escuchar a Luis Cobos o a Nana Mouskouri. Ese es el punto.

De tal manera, el aficionado iluso que ansía gozar de inmediato y sin mayor formación del gran arte en cualquiera de sus especialidades, se sentirá tan gratificado como el gentilhombre de Moliére, satisfecho hasta el delirio porque su maestro de estética le había desvelado que llevaba toda la vida hablando en prosa, nada menos.

Antes existían las novelas de kiosco, que no engañaban a nadie y nadie se engañaba con ellas. Pero antes era antes y ahora es ahora. Ahora, hoy, pocas cosas hay culturalmente tan gratificantes como leer a Ken Follet —por ejemplo— y convencerse de que uno es agradecido lector del género novelístico y de tochos tan pimpantes como los que escribe el inglés. Eso es legítimo y desde el punto de vista comercial/editorial no hay reproche alguno. Lo ilegítimo y siniestro es hacer pasar esos tochos por importantes obras literarias, desenfocar el objetivo estético para que todo resulte más confortable al público ignaro. Eso, desde la perspectiva civilizadora del arte, es un disparate y una canallada. Las víctimas respiran y comen pan a millones por todo el mundo, porque víctimas son: nos obsesionamos con el patrimonio artístico, paisajístico, monumental, ecológico, pero nadie reivindica el patrimonio espiritual de la humanidad. Embrutecer a la población, así, a bote pronto y porque interesa para mañana mismo, no tiene mejor sentencia: es un crimen contra el valor de lo trascendente, contra el propio valor de lo humano.

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