Alemania, Alemania

Alemania, Alemania. José Vicente Pascual

A veces la vida te descoloca, te sitúa por obligación en un fuera de juego forzado por la defensa que suele acabar en eso que algunos psicólogos y no pocos filósofos llaman “extrañamiento de la realidad”, o su equivalente literario: un agudo repique de campanil que nos despierta de la presunción de razonabilidad del mundo y conduce de golpe al universo kafkiano/surrealista. Quien no haya sufrido uno de esos descolocamientos —me imagino que muy poco gente—, no conoce la perplejidad de admitir lo ambiguo de lo inmediato y la tremenda tarea que entraña empezar a construir sobre uno mismo desde la distinta perspectiva del hecho humano como algo no del todo objetivo; o mejor dicho: necesariamente objetivable.

Verbi gratia: ¿quién me iba a decir a mí, hace unos días, que vería la final de la Champions en una localidad costera de Alicante, un pub alemán, rodeado de aficionados del Borussia Dortmund? Cierto que el ejemplo no parece de calado, que incluso puede sugerir irrelevancia, pero les garantizo que a partir de anécdota tan sencilla pueden derivarse reflexiones de cierta enjundia —tampoco una revelación, no exageremos, pero bueno, la cosa pueda dar de sí—. Al grano. Fue el caso que mi esposa y yo, tan animosos, nos concedimos unos días de asueto en Altea, precioso pueblo en la costa alicantina al que sólo le habría faltado que lo hiciesen cuesta abajo en vez de cuesta arriba para ser perfecto. Aprovechando la presentación en Valencia de mi reciente novela, cuyo título les ahorro porque no es mi intención hacer publicidad editorial en este espacio de Posmodernia, nos instalamos, ya les digo, en aquella localidad con intenciones de disfrutar un fin de semana. Yo, claro está, había advertido a esposa, amigos y familiares, de una circunstancia inexcusable: el sábado 31, a partir de las 21’00 h., estaba absolutamente comprometido con el fútbol, el Real Madrid y la Champions. Y llegó el dicho sábado de mayo y el establecimiento donde nos habíamos citado para cenar con gente próxima estaba ayuno de televisión. Yo, como suele decirse, no salía de mi asombro: ¿cómo era posible que…? En fin, que cenamos aprisa y corriendo y fuimos en busca de algún bar cercano donde la parroquia se estuviese divirtiendo con el partido. Sucedió entonces lo anunciado: dimos con el pub, propiedad de un hostelero alemán, ocupado por una clientela intachablemente germana y, en la ocasión, unánime en su apoyo al Borussia Dortmund. Como es lógico me privé de celebrar los goles del Madrid con aspavientos —tampoco suelo, no crean—, y acaté el pitido final del árbitro con estoica deportividad, como flemático inglés que observase: “Es chocante, estos deportistas balompédicos han conquistado su copa de Europa número quince”. Prudencia ante todo, no era cuestión de llamar la atención ante la germana concurrencia. O sea que entre una cosa y la otra, en el interín, ocurrió el fenómeno, el ya invocado descolocamiento, pues en tanto jugaban los de blanco contra los de amarillo y la peña dortmundsiana jaleaba las ocasiones goleadoras de los suyos con vigorosos gritos, me dije: “¿Qué demonios hago yo aquí, cómo han sucedido las cosas y sus azares, qué he hecho con mi vida, cómo he organizado mis pasos y previsto mi destino para acabar en este punto, viendo fútbol y bebiendo cerveza —aunque sea cerveza 0’0— aislado entre alemanes mucho más cerveceros que se pirran por un equipo del que no sé ni escribir su nombre?

A veces el corazón reconoce, atónito, que no late en el mismo tiempo donde se extraña de quien lo posee y lo lleva aquí y allá sin escucharle. Quizás ese sábado, a esas horas, tendría que haber estado en otro lugar con las mismas personas, ocupado en otros afanes, o puede que mi identidad no se hubiese difuminado tanto si en vez de rezar por los goles del Madrid me hubiese preocupado por el semblante de enorme decepción que se consolidaba en muchos de los presentes, al ver que su equipo perdía. Lo más seguro es que me sintiese impostor por adjudicarme, tan arbitrario, la categoría de público ganador —yo solo porque a mi mujer no le gusta el fútbol y los demás en compañía, creo, eran del Barça—, sin reparar en que lo único verdadero de las emociones futboleras es la tristeza del perdedor, auténtica, mientras que la alegría de quien “ha ganado” es falsa como beso falso, una euforia que ni quita ni pone, que no aporta nada certero ni nos hace mejores y encima nos hace correr el riesgo de ser un poco peores. No sé… Aquellos alemanes de la cerveza y el fútbol, derrotados, eran mucho más genuinos que yo, radicalmente reales en su desilusión, gente de carne y hueso que sabía por dónde iba su alma más o menos; en tanto que yo, emboscado en el espejismo de una victoria deportiva, disimulaba para no encontrarme conmigo y con los dos o tres partidos sin jugar que en ese momento pesaban en mi espíritu, sin pedir día y hora para iniciarse el encuentro. Culminando la impostura, el universo de la representación nunca consoló a nadie real porque su efecto siempre se produce en los ámbitos de una soberana ficción: la que construimos para habitar sin daño y recorrer nuestro tiempo sin mayores espinas. El único problema que presenta el artificio es que, de vez en cuando, el espejo se resabia y nos vuelve reales de golpe, y nos dice: “No, no eres el mejor que creías ni el peor que temías; eres otro abandonado, solo como la una, triste como un alemán sin Champions… Eres otro con el que nunca has querido vivir para ahorrarte el esfuerzo de conocerlo”.

Creo que le pasa a más gente y, por otra parte, me parece que me he liado. También creo yo que se me entiende.

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