Si las Guerras Médicas fueron un acontecimiento crucial que moldeó la cosmovisión de la civilización griega, algo semejante puede decirse de la Segunda Guerra Mundial respecto al mundo contemporáneo. Como una supernova cuyo eco puede percibirse tiempo después, cada vez que queremos remontarnos a los orígenes de cualquier conflicto o institución contemporánea de una u otra forma acabamos desembocando allí. Fue una crisis civilizatoria que acabó con un mundo y dio paso a otro nuevo. Con ella cayeron imperios, otros ocuparon su lugar, nacieron tecnologías disruptivas que adelantaron el futuro, unos valores y discursos quedaron proscritos mientras otros se volvieron hegemónicos, se establecieron estructuras económicas y políticas modernas y, en definitiva, se configuró un nuevo orden mundial.
Pero hasta aquí hemos llegado. Ha llegado el momento de cerrar bajo siete llaves el sepulcro de Churchill y de Hitler. Este cataclismo histórico ya no sirve para explicar las circunstancias de 2025, donde su épica se ha tornado en cliché y si alguien traza paralelismos entre nuestro presente y aquello está recurriendo a un mapa obsoleto que solo nos desorientará, de manera que estamos ante un guía desactualizado en el mejor de los casos o, en el peor, ante un maleante que quiere llevarnos a algún descampado o callejón con aviesas intenciones. La Segunda Guerra Mundial, con todo su universo de referencias, personajes y mandatos político-morales es un traje heredado del abuelo que se nos ha quedado pequeño, una piel ya muerta que es necesario mudar para poder seguir reptando por el desierto de lo real. A estas alturas oír a alguien aludir a ella por enésima vez nos hace entornar los ojos con hastío, como ante la anécdota mil veces oída o el consejo que no hemos pedido: «ahí está otra vez, qué pesao…».
Esta obsesión de nuestra época ha sido sembrada, al menos en parte, por Hollywood, empeñado en volver su mirada a aquel conflicto una y otra vez. Ha habido cierta agenda ideológica en tal propósito, pero también poderosas razones estéticas y narrativas. Al fin y al cabo, los nazis encarnan al villano ideal, que no solo tiene fantasías de dominación mundial sino los recursos técnicos y logísticos para lograrlo. Además, viste y desfila con elegancia, ¡qué más se puede pedir! La 2ª GM, convertida en batalla cósmica entre el Bien y el Mal, puede desarrollarse en infinidad de escenarios que alberguen miles de historias distintas que entrelacen la peripecia individual y el acontecimiento colectivo —«el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos»— desde el espionaje a la guerra submarina, de la pericia de heroicos pilotos a la carne de cañón de descomunales batallas en África y Eurasia, de cerebritos que desencriptan códigos secretos o idean armas apocalípticas a aventureros que impidan a esos alemanes de rostro enjuto adornado con monóculo apropiarse de algún tesoro arqueológico de poder sobrenatural.
Pese a todo ello hay que reconocer que ya empieza a resultar algo cansino a estas alturas, amén de sospechoso. Servidor ha aportado su granito de arena a esta saturación, he de confesar. Al tratarse de un periodo fascinante por estudiar y comprender, me llevó a lo largo de los años a leer mucho y escribir bastante sobre todo este asunto. La monumental trilogía de Historia del Tercer Reich, por Richard J. Evans, me parece una base fundamental sobre la que empezar a entender el ascenso del nazismo, su período en el poder y la guerra. La conciencia nazi, de Claudia Koonz y el Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, de Rosa Sala Rose se centran en sus aspectos ideológicos y culturales, igual que La revolución cultural nazi, de Johann Chapoutot mientras que del mismo autor El nacionalsocialismo y la antigüedad, versa acerca de su reinterpretación del pasado, pues toda doctrina necesita incardinar su narrativa en la general del país y del mundo. Historia social del Tercer Reich, Richard Grunberger, aborda por el contrario su proyecto para el porvenir y, sobre las herramientas para convencer a la población de ello, tenemos La propaganda negra en la Segunda Guerra Mundial de Stanley Newcourt-Nowodworski, así como Joseph Goebbels: Vida y muerte de Toby Thacker. Respecto a la contienda bélica, tenemos desde Stalingrado hasta Berlín: la caída de Antony Beevor. Por último, pero no menos importante, acerca de cómo se vivió aquello desde el epicentro mismo del poder nazi resulta todo un clásico imprescindible las Memorias, de Albert Speer.
Por mi parte, me atreví en su momento a cometer una serie de artículos que tuvieron una generosa acogida por los lectores, superando en ocasiones las cien mil visitas, como, entre otros, La vida en un submarino alemán durante la Segunda Guerra Mundial, este repaso a la destrucción del legado cultural europeo , un recorrido por las cien películas más destacadas al respecto , la vida diaria en Gran Bretaña durante la guerra , así como la vida cotidiana en la Alemania nazi , la reescritura de la historia por el Tercer Reich o el proceso de desnazificación de Alemania . Fue bonito aprender y escribir sobre aquello, pero ya es suficiente.
Aludir en la actualidad al nazismo, la guerra y el Holocausto tiene hoy día un indisimulado interés no histórico sino propagandístico, en torno a la perpetuación del orden anglo-liberal que surgió de sus cenizas, la justificación de las atrocidades del Estado de Israel y la exaltación del poder imperial de Estados Unidos ahora ya en plena decadencia ante una multipolaridad que ha venido para quedarse. Quienes enarbolan lo sucedido hace 80 años no honran la memoria de aquellas víctimas sino buscan una coartada para los crímenes presentes. Tal apelación es también el mayor reducto en el debate contemporáneo de pereza intelectual, donde cualquier acontecimiento posterior debe ser interpretado a base de paralelismos: este político es un trasunto de Hitler (llegado el caso en una foto suya se le dibuja un bigotillo bajo la nariz y arreando), aquel nos recuerda a Chamberlain, invariablemente cada nuevo partido fuera de la alternancia bipartidista o acontecimiento que se salga de los intereses angloamericanos nos remite a la Europa de entreguerras… ¡Ninguna columna de opinión sin su Zweig y su Chaves Nogales! El Bien (siempre nosotros) no solo debe derrotar al Mal (multiforme pero siempre nazi-hitleriano en su fondo), sino que debe aniquilado entrando hasta su mismo bunker en Berlín, así nos llevemos por delante otra vez 70 millones de personas.
La 2ª GM encaja bien con nuestra brújula moral íntima por su maniqueísmo y su «pureza» en la rotundidad con que la maldad es erradicada, pero pasa por alto el inmenso coste humano que acarreó. Uno podría pensar que la peor masacre de la historia debería servir de incentivo para la paz, pero muy al contrario nuestros belicistas no aspiran a otra cosa que a la guerra total contra Rusia o contra quien se les ponga por delante, sin mayor justificación pues se ha recurrido al comodín definitivo y no hará falta decir más. La convivencia tanto entre individuos como entre países requiere compromisos y negociaciones que comprendan los intereses de la otra parte, pero si cada concesión es una entrega de los Sudetes, una reedición del Acuerdo de Munich, entonces nos mantendremos atrapados en un delirio autodestructivo. Nuestros chiflados ya no anhelan ser Napoleón sino Churchill, aquel alcohólico imperialista y genocida, como bien recordó recientemente Tamames en el Congreso de los Diputados. Así que ha llegado el momento de ir buscando otros paralelismos históricos en los discursos políticos, otras referencias compatibles con la coexistencia pacífica de potencias nucleares, así como escenarios menos trillados en películas, series y novelas. Hay que abrir las ventanas para que entre aire fresco y no, descuiden, Hitler no se nos colará entonces como si de una avispa se tratase: no está previsto que resucite y nuestras circunstancias son ajenas a las suyas. El mundo de ayer es el de aquellos que citan maniáticamente El mundo de ayer. Que prueben a leer otro libro.