Lo sucedido en Tenerife el pasado 3 de abril es una muestra sonrojante, indignante, de la estrategia psicopática de control sobre la sociedad y los individuos que nuestros pastores llevan aplicando al rebaño desde más o menos la pandemia del covid. Nadie se va a quejar, desde luego; nadie va a denunciar la desfachatez con que las administraciones y medios de comunicación manejaron el pulso cotidiano de la isla, cercenándolo de raíz, metiendo a la gente en casa, acobardada, limitando la deambulación e imponiendo un estado de alarma ficticio que, evidentemente, no sirvió para nada y sólo tuvo consecuencias en el incordio para los habitantes y parálisis funcional en aquellos entornos atlánticos.
La alarma-emergencia por vientos huracanados y fuertes lluvias se lanzó el día anterior. De inmediato quedaron suspendidas las actividades docentes, se advirtió sobre el peligro de llevar a los ancianos a los centros de día, de desplazarse entre distintas localidades y, en general, de desarrollar la normal actividad cotidiana.
A un servidor le sorprendió y atrapó la alerta en la isla, y me afectó en las siguientes variedades de insidia: una cita con unos amigos, anulada; una reserva para comer en un restaurante, anulada; una cita médica, anulada; una visita a un local de esparcimiento nocturno, anulada. Aunque todo esto carece de importancia, como es lógico; son pequeños inconvenientes personales que carecen de interés, y de muy buena gana se habrían soportado en aras de un bien mucho mayor como es la seguridad de la población.
Lo malo del ingenio es que durante toda la jornada —de alarma extrema—, lució un sol despampanante en toda la isla. Sólo hubo lluvias y fuerte viento en dos localidades del norte insular: Icod de los Vinos y Garachico. En el resto de los 2.400 kilómetros cuadrados del territorio, ya se dijo: sol, mar en calma y día de playa. El mismo 4 de abril, de regreso en el avión con destino a Barcelona, conversaba con un joven estudiante, vecino del Puerto de la Cruz, quien me confirmó el dato: lució un día espectacular, soleado y tranquilo. Añado al dato, para quienes no conozcan el terreno, que el Puerto de la Cruz es localidad turística muy próxima a las “zonas calientes” del extremo peligro, o sea: Icod y Garachico. Nada, ni las copas de los árboles se enteraron del temporal.
Eso sí, el mismo día 3, a las diez de la mañana, los “servicios informativos” entre comillas —de alguna forma hay que llamar a esas cofradías de farsantes— de todas las televisiones emitían desde Icod de los Vinos con espectacular aparato apocalíptico: los reporteros envueltos en chubasqueros, bajo grandes paraguas, soportando la lluvia y el viento mientras describían la situación con prosopopeya de fin del mundo. La realidad: llovió lo que llueve cuando llueve en el norte de Tenerife y corrió un poco más de viento de lo habitual, siendo como es la zona venteada de por sí. O sea y resumiendo: todo normal.
No van a faltar las voces que aleguen, con toda bondad y angélica intención, que la alerta pudo ser exagerada pero, en fin, mucho mejor pasarse de prudentes que caer en desastres como los muy recientes de, por ejemplo, Valencia, algo que está en la mente de todos. Cierto que la prudencia es una virtud, pero relamida y torcida virtud se manifiesta cuando, para imponerse, no se ciñe a la realidad objetiva sino a los oscuros resortes del miedo y la reacción espantada ante los bulos meteorológicos lanzados desde el poder y sus medios afines. El miedo se ha convertido en resorte eficaz para controlar a la población, interrumpir de golpe la actividad social y económica, meter a la gente en casa y volverla obediente sin fisuras. Es el miedo “transversal”, sin distinción de status ni ideologías ni otros intereses que salvar la vida en medio del caos climático, unos desastres que sólo existen en la mente calculadora de quienes mandan y en la imaginación atemorizada de quienes obedecen a los que mandan. El miedo, sí: el miedo manda.
Miedo al clima, al famoso y vagaroso cambio climático; miedo a las pandemias, miedo a las guerras que se libran a miles de kilómetros y entre países que no tienen nada que ver con nosotros; miedo a la guerra nuclear, al supuesto expansionismo de Putin y a que Rusia sorprenda a Europa desarmada, miedo a la involución democrática, a la “extrema derecha”, a la pérdida de teóricos “derechos” ciudadanos, al derrumbe del estado del bienestar, a la inflación, a los aranceles de Trump, al racismo y la islamofobia, a quedarnos sin papel higiénico.
El miedo es el gran argumento de las élites en estos tiempos de iniquidad, mentira y corrupción en que vivimos. A nuestro gobierno le faltan días para cumplir con la estrategia del miedo, se le caen los discursos y se le vuelven obsoletos conforme el miedo va generando nueva opinión y nuevas hecatombes en el imaginario de la población. Al discurso sobre el rearme Europeo y la justificación de los cientos de miles de millones de euros que iba a costarnos se le ha anticipado, súbito, el miedo al cataclismo económico mundial que, dicen, van a provocar los famosos aranceles estadounidenses. No paran y, como suele decirse, no dan abasto. El discurso oficial se vuelve atropellado, improvisado y ligeramente histérico. Esta semana pasada, sin ir más lejos, hemos pasado de debates sinuosos sobre la presunción de inocencia —miedo de las víctimas a denunciar, miedo de los acusados al linchamiento—, y sobre las universidades privadas —miedo al acaparamiento de títulos por los ricos en detrimento de los no ricos—, al miedo puro a los desastres climáticos y la ruina total por culpa de Trump.
Siempre el miedo, siempre un culpable cruzado al que señalar: los “negacionistas” del cambio climático, la “ultraderecha” trumpista, las universidades privadas, los jueces “patriarcales”, los enemigos de la felicidad del pueblo. La fórmula parece perfecta porque el miedo nunca falla. Tenía razón el mexicano Sergio González Rodríguez, en su tremendo ensayo «Huesos en el desierto»: la dictadura perfecta existe, y en el núcleo de toda dictadura —perfecta— está el miedo.
Ahora, a estas alturas, es innecesario comentarles lo desolador que resulta comprobar cómo el método pavoroso sólo beneficia al poder cuando hay masas ingentes de idiotas/insensatos dispuestos a regir sus vidas bajo la ley del miedo. Pero los hay, a los hechos me remito. Y todo gira en torno a ellos y ellas, los insensatos y las insensatas; todo minuciosamente emparejado y ajustado a su miedo. Todo sucede porque aquellas almas sólo respiran sumergidas en el miedo.
Y eso sí que da miedo.