Crónica de un neófito sobre el Ep. 7 de Los anillos de poder
-A M. Pinzón–
«Así crió Melkor la raza de los Orcos, por envidia y en mofa de los Elfos, de los que fueron después los más fieros enemigos. Porque los Orcos tenían vida y se multiplicaban de igual manera que los Hijos de Ilúvatar; y Melkor, desde que se rebelara en la Ainulindalë antes del Principio, nada podía hacer que tuviera vida propia ni apariencia de vida, así dicen los sabios. Y en lo profundo del oscuro corazón, los Orcos abominaban del Amo a quien servían con miedo, el hacedor que sólo les había dado desdicha».
R. R. Tolkien, Cap. 3: De la llegada de los Elfos y el cautiverio de Melkor, ‘El Silmarillion‘, (1977).
Esta crónica la escribe un neófito en el universo Tolkien, sean benévolos.
Lo cierto es que “Los anillos de poder” es una serie insulsa, en ocasiones banal, superficial y cuyos personajes carecen de la complejidad propia de una obra digna de llamarse “maestra”. Ni que decir tiene el tufo woke que destila la serie (del que se ha ocupado Javier Bilbao en su artículo https://ideas.gaceta.es/la-posmodernidad-se-cierne-sobre-la-tierra-media/), el atrezzo poco sofisticado de enanos y pelosos o el exceso de recursos CGI que generan un ambiente artificial que impide al espectador entrar demasiado en la trama…
Ahora bien, he de reconocer que, pese a haber cejado en un primer intento, decidí continuar viéndola por un personaje enigmático… Se trata del “Padre” de los orcos: Adar. El fandom está coreando la actuación del actor australiano que encarna al “Impostor”, Charlie Vickers. Desde luego, se trata de una gran actuación, qué duda cabe. Un actor que hace las veces del luciferino Hijo de la anomia, el Impío. No obstante, a mi juicio tal actuación queda empañada por el que, me atrevería a decir, es el único personaje complejo de la historia.
Si bien es cierto que la humanización de los orcos supone una neutralización de las diferencias entre los pueblos del universo tolkeniano y que todas las razas pasan por el tamiz indiferenciador de la mermelada sentimentaloide (especialmente en el bando de los “buenos” bobalicones), no deja de ser cierto que hay destellos de verdad en esta serie. La difícil relación del príncipe Durin con su padre, el carácter histérico y totalitario de Galadriel como arquetipo de mujer empoderada que tratando de adoptar roles masculinos de comportamiento se enajena, la lucha interna de lealtades en Elendil (padre de Isildur), etc.
El tal Adar es el gris intermedio del juego binario y maniqueo entre el Bien absoluto y el Mal absoluto. Se trata de un caudillo que vela por sus hijos. Un caudillo que está dispuesto a sacrificar a sus vástagos en pos de la libertad de su pueblo. Un personaje cuyo sombrío rostro repleto de quemaduras y cicatrices esconde las cicatrices del alma de un padre atormentado. Adar es -de largo- el personaje más interesante, quizá precisamente por ser el único que se encuentra al margen del cánon… Porque, esto conviene decirlo, como el Rey Midas, todo lo que toca esta producción de Amazon Prime Video lo estropea. Si Tolkien levantara cabeza… Puede que Javier Bilbao tenga razón al afirmar lo siguiente: “En el universo tolkeniano todo está atravesado de un sentido moral absoluto, sea o no humano, desde los árboles hasta los paisajes, de los espíritus a los objetos, de tal manera que los orcos son una pura fuerza maligna, monstruos sin más fin que la guerra y la destrucción. No pueden ser otra cosa y darles este nuevo significado hace que se desmorone la mitología en la que están integrados”. Eso no quita que quienes no venimos cargados de prejuicios con el velo canonista tengamos también razones para disfrutar de la escala de grises a la que nos aboca la figura de Adar.
Más allá de la crítica cinematográfica que pueda hacerse (no estoy en condiciones de juzgar el desorbitado presupuesto por capítulo, la destreza técnica de los encuadres y transiciones o la calidad literaria de los sucesivos guionistas, pero sí puedo valorar la previsibilidad y la falta de ritmo de la primera temporada), es interesante establecer algunas analogías a propósito de la Batalla de Eregion.
Recapitulemos.
La séptima entrega de la segunda temporada titulada “Condenados a morir” se centra en una batalla decisiva entre la luz y la oscuridad. El escenario es la majestuosa ciudad élfica de Eregion (regentada por el ambicioso a la par que ingenuo maestro de herreros Celebrimbor). Las huestes de Adar marchan contra dicha ciudad con el ánimo de desterrar de una vez por todas al cambiaformas Sauron, quien ha seducido a Celebrimbor para que forje los anillos de poder (de elfos, enanos y humanos) con el objetivo someterlos a todos. Adar es lo suficientemente gris como para tender la mano a sus enemigos y evitar así la dominación global de la Tierra Media que ambiciona Annatar (Sauron): “Sauron es tan enemigo tuyo como mío -espeta Adar a Elrond-. Dame lo que necesito para derrotarlo y así todos nos libramos de él (…) Eregion ha caído en las sombras, ahora pertenece al impostor como todos los elfos que hay tras sus muros”. Mientras que Elrond y Galadriel, portadores del Bien sin mezcla alguna de mal, rechazan tal alianza por innoble, Adar es lo suficientemente gris como para percibir la oscuridad de Sauron y su despotismo en ciernes.
Sin embargo, hay una primera sensación al penetrar en la psique de Adar. “Esto lo he visto antes, me suena”. Su obstinada determinación remite a otros personajes de ficción como Daenerys Targaryen, personajes que -en pos de un bien mayor- sacrifican todo en el altar de la justicia terrena. Llevan hasta sus últimas consecuencias su idea política.
Ahora bien, hacia el final del capítulo podemos ver al Uruk consternado. Observando desde la lontananza a sus hijos perecer en el campo de batalla mientras brotan de sus ojos las lágrimas de la impotencia. Condenados a morir. Es el estadista que toma las riendas del destino de su pueblo y carga junto a sus congéneres. El gris de Adar es el del heroísmo triste, alicaído. Pero es también el gris plateado del anillo de Galadriel que brilla fríamente cuando se lo arrebata a Elrond tras el asedio de Eregion. Adar es quien alecciona al elfo: “nunca hagas la guerra con ira”. Adar es el gris perfecto descrito por Tolkien: la indocilidad y rebeldía congénitas de los orcos, puesto que “los Orcos abominaban del Amo a quien servían con miedo, el hacedor que sólo les había dado desdicha”.
Mientras ve uno el capítulo no puede sino establecer analogías históricas. Esa es la gracia del lenguaje literario de J. R. R. Tolkien. Él piensa en estructuras ontológicas que son aplicables a cualquier manifestación histórica concreta. ¿Quién es quién? En mi opinión, podemos interpretar la Batalla de Eregion como la II Guerra Mundial. Bien y Mal, luz y oscuridad batiéndose sin cuartel en un escatológico duelo. Bombarderos y catapultas, bayonetas y espadas, balas y flechas, tanques, arietes y caballos. Estruendo, destrucción y sangre.
Siguiendo la analogía bélica, podríamos decir que se trata de una Gran Guerra, una Guerra Civil Europea (en palabras de E. Nolte). Una guerra cainita en que las diferentes razas y naciones que otrora estaban unidas por la civitas christiana se ensañan tras épocas de rivalidad histórica. Un ajuste de cuentas internacional e intergeneracional que asoló a la Vieja Europa (Eregion). Los europeos (elfos), capitaneados por las potencias aliadas tratan de sofocar las ambiciones del megalómano Hitler (Sauron) que logró engañar al pueblo más culto de su época. En su ansia por purificar todo aquello que colindaba con la membrana de su Lebensraum (espacio vital) echó mano del engaño (p. ej. el Incendio del Reichstag o el Pacto Ribbentrop-Mólotov) para erigir una tercera roma imperial proyectada a escala mundial, el III Reich. Adolf Hitler podría haber pronunciado perfectamente las palabras de Annatar: “Te prometo que cuando la Tierra Media haya sanado y la gente vea lo que hemos hecho, nuestros sufrimientos habrán valido la pena”. Porque el pueblo alemán había sufrido el maltrato y humillación de Versalles y los excesos del derecho ginebrino. Maltrato que también sufrió Sauron a manos de Morgoth. En Annatar está, por lo demás como en Hitler, la hybris moderna encarnada en los proyectos totalitarios de masas: “Aquello que él quería destruir, yo lo quiero perfeccionar”, dice Annatar (Hitler) en referencia a Morgoth (Tratado de Versalles). Lo que no sabían ni Hitler ni Sauron es que como apunta Tolkien: “El mal no puede crear nada nuevo, sólo corromper o arruinar lo que las fuerzas del bien han inventado o construido”.
Mientras tanto, los enanos (estadounidenses) se repliegan sobre sí mismos, bajo el poder embriagador de la avaricia (anillo del Rey Durin), esperando el momento propicio para enriquecerse (Reconstrucción y Plan Marshall) a costa del sufrimiento de sus aliados los elfos (europeos). “Están más desesperados de lo que creíamos” llega a decir el rey de los enanos.
Adar es Stalin. Y los orcos sacrificados en la II Guerra Mundial (Batalla de Eregion) son los más de 20 millones de soldados soviéticos enviados a detener a Hitler (Sauron) en el frente oriental. El gris Adar encarna la incómoda paradoja final: de cómo un mal relativo o particular puede, en ciertas ocasiones, detener al mal absoluto o total aun cuando el precio es muy alto.