Estantiguas

Estantiguas. José Vicente Pascual

Mi amigo Jesús Quero, ex alcalde de Granada entre otros cargos políticos y actualmente en apacible jubilación, mantiene contra viento y marea y contra el espíritu de los tiempos su costumbre de acudir todas las mañanas al kiosco y comprar dos periódicos: IDEAL y El País; aunque no es extraño que en algunas ocasiones y según transcurran los cataclismos cotidianos de la política se haga con ejemplares de ABC, La Razón o El Mundo Deportivo —el buen hombre es forofo del Barça, nadie es perfecto—. Y me dice que también en ocasiones, en el bar donde desayuna o en el transcurso de sus paseos por la ciudad con los periódicos bajo el brazo, le comentan que esa imagen de caballero en edad provecta con los pliegos impresos tiznándole el sobaco es «viejuna», cosa de gente antigua.

En efecto, comprar periódicos en formato papel y no digamos leerlos página a página, desde hace mucho tiempo es cosa de personas mayores, pensionistas y asiduos del médico de cabecera, el sintrón y la pastilla para los vértigos. Pero eso no es malo, claro que no, oigan: cada cual es muy dueño de leer lo que plazca, informarse como le parezca y en el formato que le resulte más confortable. Lo malo de esos formatos viejunos, sin embargo, es lo dentro, los contenidos superados por la actualidad, artrósicos como ambarizados en un tiempo muy pretérito y más que pretérito: periclitado; una época antigua en que la columna de opinión en letra de molde, con aroma a tinta fresca mañanera, exhalaba el prestigio de las cosas importantes que deben ser dichas y escritas por gente importante; antejuicio que hoy en día resulta conmovedor. Hablo de tiempos pasados pero no lejanos en el calendario, aunque debe tenerse en cuenta que la velocidad piramidal de los cambios sociales y culturales convierte en jurásico lo que hace un par de décadas era moderno. La estética ochentera, por ejemplo, de puro rompedora que fue, nos resulta hoy más achacosa y maltratada por el paso del tiempo que la moda vintage de los años treinta o cuarenta del siglo pasado. El gran pecado de lo furibundamente moderno es que en cuatro días transfigura hasta lo aparatosamente hortera. Y así el mundo y así la historia, y la ley implacable de la contemporaneidad.

Decía que lo malo de la prensa-papel —y de algunos medios «tradicionales» en el ámbito audiovisual— es lo empercudido tirando a mohoso de sus contenidos, sobre todo en las célebres colaboraciones de opinión. Mantengo la teoría, seguramente exagerada y por tanto equivocada, de que nadie que escriba con veneración hacia la rotativa, convencido de que aporta algo valioso al mundo en extinción de la celulosa y la linotipia, puede aportar otra cosa que no sea engolamiento, inanidad y desesperanza. Y desde luego —en esto creo que no exagero—, el problema no se ciñe propiamente al formato sino al apalancamiento de las firmas de siempre, ruginosas en las ideas de siempre, en aquellas visiones del mundo y aquel estilo y manera de notificarlas que en los años ochenta del siglo XX eran entretenidas, ligeramente cansinas en los noventa y penosamente infumables en pleno XXI. Lo explicó muy bien Alberto Olmos en una de sus columnas en El Confidencial: son estantiguas a las que nadie lee y nadie hace caso, pero «llevan tanto tiempo escribiendo en El País que echarlos sale carísimo». Trae más cuenta a la empresa mantenerlos en nómina y esperar a que vayan colgando los tenis. Ah, qué cosa nueva cabe decir sobre las antitaurinas de chaqueta de pana y Varón Dandy de Manuel Vicent, las progrerías septuagenarias de Millás, los demonios heteroislámicos de Maruja Torres y las cervantinas de Muñoz Molina… Para las pompurrutas decadentes de Pérez Reverte hay que alargarse hasta Vocento y Prensa Española, pero el resultado viene siendo el mismo: gente añosa y con todos los tiros pegados que continúa con el invento de la pólvora. El periodismo patrio en su línea oficial de progresismo marlowe-alatriste es así, un dechado de virtudes cívicas, no cabe duda, aunque resulta más aburrido que coleccionar llaveros de Barcelona 92 y está más visto que los muñequitos de los semáforos. ¿Y qué me dicen de los comentaristas/presentadores de Movistar+? Los especializados en la NBA llevan desde 1996 con las mismas apostillas, los mismos análisis, la misma desgana enfangada en los michelines propios de la edad provecta, las papadas y bolsas bajo su mirada presenil, contando lo que ven como si fuesen ya incapaces de ver nada nuevo; y ahí siguen erre que erre, alegando que «Dormir es de cobardes» cuando retransmiten un partido a las tantas de la madrugada, con la peculiaridad casi cómica de que uno, a esas horas y visto el empaque de los reporteros, casi reza para que no se queden ellos dormidos, para que no nos duerman con su rutina sin músculo y para que alguno, cualquier día de estos, no nos dé el disgusto de pasar al sueño eterno en vivo y en directo.

Lo mismo vale para los cómicos de plaza fija que llevan toda la vida contando el mismo chiste, los radiofónicos y radiofónicas que llevan toda la vida contando la misma mentira, los «agudos» en formato Late Motiv como Buenafuente o Wyoming, sin audiencia, sin alma ni gracia que los salve del purgatorio de la mediocridad, empeñados en ser chistosos a costa de la grisura de su entorno, viejos como la última ocurrencia que tuvo Alfonso Guerra antes de decidirse a entrar en política en vez de dedicarse al show business. Menos Jordi Hurtado, ninguno ha superado la prueba del tiempo con mínimo de gallardía —de lozanía ni hablemos—, pero eso sí: todos sostienen con tenacidad babilónica su discurso progre limón que tanta gloria les diese cuando Ramoncín era Rey del Pollo Frito y Gonzalo Miró aún no había tenido la mala idea de nacer. Y persisten, oigan, señoras y señores. Enlapados al momio, resisten. Hay algo en la progredumbre española que bendice vitalicios a los exégetas abrevados del sistema. Vitalicios, tenaces como flores de plástico, arrugados como pliego con letras de amante pasado de arroz que acude a batirse en duelo por un quítame allá esa audiencia, esos lectores, aquellas ediciones digitales de los «pseudomedios» mal avenidos con el gobierno de progreso y tal.

Lo dicho: el progrerío español, desde hace mucho, es pura carcundia. No es que sean las voces cansadas del ayer: son el pasado que no se quiere enterar de que ha muerto porque su esquela no ha salido en los obituarios de ABC.

Dan pena a veces. Y pereza sobre todo. Mucha pereza.

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