Comentarios al sueño de la teúrgia

Comentarios al sueño de la teúrgia. Guillermo Mas

A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, prácticamente hasta llegar a ese punto de inflexión irreversible que fue la Segunda Guerra Mundial, el esoterismo, el ocultismo y el hermetismo vivirían una Edad de Oro artística en Occidente casi sin parangón desde los viejos tiempos del Renacimiento florentino.

Artes plásticas. Música. Pintura. Artes escénicas. Literatura. Cine. La variedad y alcance de estos movimientos era enorme, comprendiendo desde aquello que abiertamente era contrainiciático a todo lo que podemos encuadrar dentro de la Tradición Sapiencial. En ese sentido cabe señalar que la obra de Stéphane Mallarmé, Walt Whitman o Ramón María del Valle-Inclán, como antes las de William Shakespeare, François Rabelais o Johann Wolfgang von Goethe, apenas se puede entender en su verdadera hondura sin una comprensión mínima de aquello que Julius Evola denominara como la «tradición hermética».

Podemos continuar ese hilo dorado de la «hierofanía» o incluso la «hénosis» como clave de bóveda de la Opus magnum artística en el mundo contemporáneo hasta ver cómo, tras la llegada del modernismo, el simbolismo y las vanguardias, todo ello se viene abajo, junto con la Europa imperial, para dar lugar a una devastación espiritual como la anunciada por T.S. Eliot o Ezra Pound a través de una poesía tan sublime como a la postre desgarradora. En el mundo protagonizado por «los hombres huecos», un período en el que, parafraseando a Macrobio y sus Comentarios al sueño de Escipión, «Ellos trajeron putas a Eleusis», el hermetismo sólo puede ser rozado por la burla, a lo que sus practicantes, ante la ola de crecimiento tanto del cientificismo y el racionalismo, por un lado, como del sincretismo y el irracionalismo, por el otro, tuvieron que optar por «cabalgar el tigre» en el sentido más evoliano del término.

El destino de la poesía, el mito y la magia tras el gulag y el campo de exterminio está muy bien resumido con la trágica muerte de uno de los mayores poetas del siglo, Paul Celan, al arrojarse al río Sena desde el Puente Mirabeau. ¿Por qué ocurre esta clausura del ser que Martin Heidegger, influencia explícita de Celan, trataba de subsanar llevando la filosofía de vuelta con los iniciados presocráticos? Porque en la «tierra baldía», ese «reino de la cantidad» que desdeña lo cualitativo por vocación, ya no es posible realizar una búsqueda del Grial, esa quête iniciática, alquímica y mística que desde Homero en adelante imbrica toda la narrativa occidental. Salvo, quizás, en el último rito occidental: el cine.

Toda iniciación busca poner al iniciado cara a cara frente a la diosa, si bien albergar dicha idea bastaría para provocar risa y furia a partes iguales en la deidad. Su forma de vengarse consiste en enamorarnos, en atraparnos en una ilusión con tintes oníricos. De eso nos habla, precisamente, Gerard de Nerval en su obra Aurélia ou le Rêve et la Vie (1855). O, de forma más cercana en el tiempo y en el espacio, Manuel Machado, al escribir en su poema Eleusis: «Siguió; entre menhires / pasamos y horrendos / despojos de fieras… / Siguió; y a lo lejos, / perdióse en las selvas / oscuras del sueño / dejándome solo, / no sé si dormido o despierto». Otro gran artista francés como lo fue Marcel Proust nos habló de lo mismo a través de su «recherche du temps perdu»: la vida de cada uno como un inmenso templo construido en honor al tiempo y, por lo tanto, de su deidad correspondiente. Hablamos, por supuesto, de Saturno.

Para el islam, como también para el neoplatonismo florentino, los términos «jardín» y «Paraíso» son equivalentes: es el «jannah». Escribe el profeta: «Cuando Dios creó el jardín del Paraíso plantó los árboles con sus propias manos y abrió paso a sus corrientes de agua. Después le dijo: eres bello de mi propia belleza». Todos los senderos presentes en ese jardín-paraíso acaban coincidiendo, a pesar de la multiplicidad latente en sus bifurcaciones. Si miramos al cine, no cabe duda de que El año pasado en Marienbad (1961), la película de Alain Resnais con guion de Alain Robbe-Grillet, es la que mejor pone en marcha todos estos elementos del jardín, el tiempo y las estatuas a la hora de hablar de una historia que se repite una y otra vez en la memoria de sus personajes, como a su vez hará más de dos décadas después el italiano Alberto Lattuada con el filme Así como eres (1978).

Lattuada, director de la película que en tiempos colaboró con grandes genios de la talla de Federico Fellini o Michelangelo Antonioni, formando parte de esa gran ecúmene mediterránea que fue el cine italiano tras la IIGM, y que a lo largo de su filmografía adaptó a autores de la talla de Edgar Allan Poe o Nikolái Gógol, acabó sus días devastado por la enfermedad del Alzheimer. Me fijo en este hecho porque su película Così come sei versa como pocas sobre el tema de la memoria tratado desde el hermetismo. Protagonizada por un elenco de lujo con Marcello Mastroianni, Nastassja Kinski, Francisco Rabal y Mónica Randall, la coproducción hispano-italiana, grabada a caballo entre Florencia y Madrid, es una suerte de refutación o némesis de otra película italiana de unos años antes: El último tango en París (1972).

Hacia el final de la película el personaje de Kinski exclama: «Quizás debería dejarte ahora. Porque nunca volverá a ser tan bonito. Para mí existe el hoy y no el siempre. Las historias deben acabar en el momento más bello». Si en el célebre filme de Bernardo Bertolucci, obra de cabecera de toda la generación salida del Mayo del 68 parisino, el personaje de Maria Schneider aparece como un personaje simplón, sexualizado en demasía y finalmente asesino, en Así como eres Lattuada optó por crear una protagonista que fuera algo más que el simple complemento erótico de un hombre maduro interpretado por un actor carismático. Elevó a la ninfa al estatus de diosa.

Tanto en El último tango en París (1972) como en Así como eres (1978) encontramos una banda sonora excelente: a cargo de Gato Barbieri, una, y de nada menos que Ennio Morricone, la otra. En la primera película se cuenta la historia de Paul, interpretado por Marlon Brando, un hombre de mediana edad cuya mujer acaba de suicidarse. Huyendo del sinsentido de su vida, Paul encontrará a Jeanne, una joven con la que se topa por azar visitando un apartamento en alquiler de París. Así pues, los dos decidirán alquilar el piso para tener allí encuentros eróticos desprovistos de toda relación emocional o psicológica. En principio ni siquiera intercambiarán sus nombres.

Por su parte, en el filme de Lattuada se narra la historia de Giulio Marengo, un arquitecto de mediana edad, además de aficionado paisajista, cuyo matrimonio está protagonizado por el tedio y la infidelidad. La vida de este hombre perdido se trastrueca el día en que conoce a una bella joven, Francesca, que estudia en Florencia. Entre ambos surge rápidamente una atracción sexual que los lleva a encontrarse en el apartamento de ella, lleno de recuerdos. Para él, es una vuelta a la vida, pero todo se derrumba cuando Giulio descubre que la joven es hija de una vieja amante ya fallecida con la que él tuvo un affaire en su juventud.

Así como eres comienza con lo que, bajo mi punto de vista, es una referencia evidente a «teúrgia» tal y como la entendía Jámblico, primero, y Giordano Bruno, después: reunión de lo disperso que hay en nosotros. El personaje de Mastroianni pasea, perdido, por un jardín lleno de estatuas, en busca de una muy concreta que representa a la diosa Diana. Sólo con este primer instante de metraje ya se ha evidenciado el motivo del filme: es el mito romano de Diana y Orión, a su vez tomado del mito griego de Artemisa y Acteón, en el que la diosa castiga duramente al hombre que la ha contemplado desnuda. Ser devorado por los perros del propio cazador: aquel mordido por los recuerdos que conforman su existencia.

Como ya ocurría con El año pasado en Marienbad (1961) la película está construida sobre la importancia de las estatuas. El mito de Acteón y Artemisa, además, resulta fundamental para la magia bruniana, en cuyo sistema también cumple un papel fundamental la «teúrgia» entendida como evocación de «espíritus angélicos», en términos cristianos, o daimones y demás deidades del mundo intermedio, en términos paganos. Mediante la activación de lo que Bruno llamaba «sensus internus» la phantasía opera con las imágenes de las estatuas para favorecer la «perfección espiritual» del mago, su reintegración psicomágica en el Uno a través de la «hénosis», tal y como propuso el citado Jámblico. El final del filme es un ejemplo perfecto de su aplicación narrativa.

Conviene recordar, en este punto, lo escrito por Michel Psellos en su De Daemonibus: «Los demonios se acercan a nuestro espíritu imaginativo y, espíritus como lo son también ellos, nos susurran palabras sobre sensaciones y placeres, no con voces estridentes ni ruidosas, sino instiladas por ellos sin ruido alguno». La persecución de eso que Carl Gustav Jung llamaría el Ánima, la contraparte femenina del espíritu masculino, bajo la apariencia de un sueño no es novedosa en la Historia, ya que, en el primer fulgor de Occidente, Parménides escribió en su célebre poema: «Las hijas del Sol, que habían abandonado las moradas de la Noche para dirigirse a la luz, se apartaron los velos de la cara con las manos». También la primera imagen que tiene el personaje de Mastroianni del personaje de Kinski es el de un rostro velado por su propio cabello que pronto se desvela para mostrar su belleza en total esplendor.

Decimos que la película se inicia con la búsqueda de Diana, el espacio que favorece la «teúrgia» y por último el desvelamiento de la diosa. Todos estos elementos se disponen para que la magia bruniana, a su vez imbricada dentro de un sistema mayor, el del Arte de la Memoria tal y como las estableció Simónides de Ceos y más tarde lo actualizara Giulio Camillo, haga su aparición para operar una suerte de «catarsis» o «reconocimiento» en su protagonista masculino.

A los dioses se los conoce por medio de las imágenes, de su proyección particular de luz. Según la «teúrgia» y el Arte de la Memoria, no hay diferencias reales entre lo Uno y lo diverso, entre el conocimiento de las divinidades y el autoconocimiento. Tras acostarse con Francesca, Giulio descubre, de la mano de dos viejos conocidos, que ella puede ser su propia hija, al haber nacido de una amante ya fallecida en los años en los que el arquitecto tuvo una relación con ella. En apenas cinco minutos de película, Lattuada ha propuesto, con un tono desenfadado y hasta cómico, el material propio de una tragedia griega, a partir del cual va a empezar a destejer el hilo de la verdad que, con la ayuda de Ariadna, sacará al protagonista del laberinto.

Esa dualidad femenina en el filme, entre la mujer muerta/ausente o la mujer viva/distante, nos hace recordar, al aparecer la ciudad de Florencia, a la Beatrice adorada por Dante Alighieri y sus Fedeli d’Amore en un tiempo mágico, el último aliento del gibelinismo, en el que la Europa medieval aún no ha muerto y el Renacimiento está naciendo. Un personaje secundario de la película, hijo de una amiga de Giulio, aparece enamorado de una estatua, lo que a su vez se refleja en la propia actitud del arquitecto, enamorado de una mujer que sustituye a la estatua de Diana que no llegó a encontrar. El diálogo entre las instantáneas de Fosca, la amante muerta, y las fotografías de Francesca, la amante-hija encontrada, refuerza una idea que quedará patente a la conclusión: se trata de la misma persona y toda la vida de Giulio no es otra cosa que un «eterno retorno de lo mismo» sobre su memoria.

Estatuas y fotografías leídas para un estudio de las imágenes en el sentido más arquetípico y psicomágico del término sirven para reforzar la idea de que la imaginación simbólica de los hombres, al decir de Ernst Cassirer, vale tanto para entender el Cosmos como para entender la Memoria. Como revela la compañera de habitación de Francesca, la joven está deprimida por la ausencia de su padre, al que jamás conoció, y llena ese vacío con efigies de hombres célebres, como Ernest Hemingway o André Gide, a los que concede el papel sublimado de una figura masculina inexistente. Si Francesca busca un arquetipo masculino, el «Ánimus», y Giulio busca un arquetipo femenino, el «Ánima», queda claro que la tarea amorosa es para ambos esa célebre «coincidentia oppositorum» a la que por primera vez se refirió Nicolás de Cusa.

El personaje de Giulio tiene a su vez otro frente abierto en su Teatro de la Memoria: el embarazo de su hija reconocida, nacida del matrimonio con el personaje de Mónica Randall. Con esta hija reconocida viajará hasta Madrid, frente al pequeño estanque del Palacio de Cristal situado en el Parque del Retiro (otro jardín), donde finalmente se encontrarán las dos jóvenes: hija legítima e hija ilegítima. Protector con su hija reconocida, a la que no deja coger el teléfono cuando la llaman, Giulio se muestra totalmente distinto con su hija no reconocida, a la que llama insistentemente por teléfono, si bien en algunos momentos prevalece la figura paternal de él sobre ella al regañarla por ciertas actitudes infantiles. De la misma forma, Giulio se aprovecha de la promiscuidad de Francesca pero a la vez censura la promiscuidad de su hija legítima, como muestra de su propia escisión identitaria (véase el uso de los espejos).

El enfoque de la película de Lattuada es más mitológico que psicológico, más cómico que trágico, a diferencia de lo que ocurre con la película de Bertolucci. Podríamos decir, en ese sentido, que ambos filmes pueden ser leídos como versiones enfrentadas de entender las relaciones sexuales para una misma generación. Si en El último tango en París (1972) la pasión acaba conduciendo a la muerte, en un clima de desesperación vital generalizada, en Así como eres (1978), una obra mucho menos conocida pero no por ello menos polémica a ojos del público conservador, el ardor erótico se convierte en un método para erigir todo un Teatro de la Memoria en el que buscar esa misma «anagnórisis» que, milenios atrás, sintió Edipo al descubrir que él mismo asesinó a su padre y se acostó con su madre.

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