Cuando era joven muy joven solía encender el televisor nada más levantarme por la mañana, como primera providencia del día. De lógica, salía la en otros tiempos famosa carta de ajuste. Mi madre me reprochaba con su infinita paciencia de siempre: «Pero hijo, si a estas horas no hay emisión…». En mis adentros, yo me animaba: «Cuando se produzca la noticia que espero, seguro que habrá emisión, noticias o música clásica». Así fue y así ocurrió durante unos cuantos años, hasta que murió el que se tenía que morir, ya saben, para que España se convirtiera en un país democrático donde imperan los principios de igualdad, libertad y solidaridad y todas esas «cosas chulas» —Yolanda dixit— de las que hoy, tantísimos años después, disfrutamos sin restricción ni mesura.
Ya no soy joven, ni siquiera soy muy joven. Ahora soy viejo pero estoy en las mismas que en tiempos de adolescencia: cada mañana enciendo el televisor y me conecto a internet esperando que haya pasado algo nuevo y neurálgico o que haya muerto alguien, Dios mediante. La mirada resignada del anciano que casi soy regresa al mundo con la misma curiosidad y, en el fondo, la misma falta de esperanza que en los años jóvenes, cuando algunos temían y otros creían en la inmortalidad de Franco. Nací en un país bajo una dictadura y voy camino de morir en el mismo país que se dirige derechito y tan campante hacia otra dictadura; nací en un país de fascistas cabreados y rojos clandestinos y seguramente moriré en el mismo país dividido entre progres cabreados y fachas soliviantados. La vida es como la tierra, achatada por los polos, dicen; también dicen que los extremos se tocan y que venimos al mundo para seguir las huellas de alguien convencido de ir por delante nuestra y que ya ha desaparecido en el más allá de lo que nunca será, propiamente lo imposible.
Por decir, igualmente se suele decir que todas las dictaduras son iguales. Igual de malas, puede ser; pero iguales en su modo de conformar los ánimos de quienes las padecen, ni hablar. Por eso he mantenido y sigo empeñado en que la dictadura caraqueña que nos prepara el Amado Líder es mucho peor que la de Franco. Verán por qué tras este punto y aparte.
Los dominios del Caudillo eran principio de la historia, bajo aquella grisura latía con fuerza y con mucha ilusión un ansia de futuro que animaba la vida de los españoles; todo el mundo era consciente de que a la vuelta de la esquina aguardaban tiempos de libertad y, en la medida de lo posible, prosperidad; la vida adulta de una sociedad madura, consciente de su realidad y dueña de un futuro que podía ser radiante. Con Pedro y los sanchistas sucede justo al revés, sabemos adónde nos conduce la podredumbre del presente, lo sabe todo el mundo y nadie se engaña al respecto y casi nadie hace casi nada para evitarlo. Me refiero a un futuro de precariedad material y miseria moral, de cuatro perras para no morirnos de hambre y encima agradecidos al Estado benefactor que nos facilita sustento desde su inmensa bondad; un futuro sin aspiraciones ni emoción por lo nuevo, como de pasos cansados tras caminar sin norte por un desierto de mediocridad y sumisión. Eso es lo que nos espera, y lo terrible es que no solamente nadie hace nada por evitarlo —a pesar de que todos lo saben—, sino que, además, todo el mundo parece resignado al basurero, cual si la historia hubiese acabado, España se hubiera extinguido igual que las familias condenadas a cien años de soledad y todos pensaran que el mal es absolutamente inevitable.
Andan los tiempos de cruz para el Amo, sus mandados y los pedroristas que controlan los medios de comunicación; eso es sabido.
Mas no se engañen.
Hace un par de semanas ya advertía un servidor, en este mismo digital, que la actual banda de malhechores parasitaria del gobierno y de la mayoría de las instituciones hará lo que sea —Lo Que Sea—, para seguir en el poder. En mi artículo «Ahora o nunca» escribí: « Si tienen que cambiar la ley electoral para que Cataluña y Euskadi tengan setenta diputados en el parlamento español, lo harán. Si necesitan revertir el 50% de los presupuestos del Estado para enriquecer a las oligarquías vasca y catalana, lo harán. Si tienen que proclamar el Estado Federal, lo harán. Si se ven en la necesidad de convocar un referéndum secesionista, lo convocarán; y si tienen que dar un pucherazo para que gane el separatismo, darán el pucherazo». Bueno, pues la maniobra ya está en marcha. Regresado Iván Redondo al redil de la Moncloa, oído en privado Salvador Illa —el mago de las mascarillas—, el plan del Amado Líder vive sus primeros pasos: recuperar la confianza —es decir, que los medios abrevados dejen su actitud coyunturalmente crítica hacia el gobierno—, reformar la judicatura y la fiscalía para que nunca más pueda la ley censurar sus desmanes y, por último y aún más llamativo, manosear la Constitución para desvirtuar la ley electoral y que las oligarquías vasca y catalana manden en España desde la periferia, coaligados con el socialismo federalizante y en un país de hecho federalizado en el que ya nadie, nunca jamás, podrá poner en tela de juicio la legitimidad democrática del tinglado.
Ese es el plan y van a cumplirlo a rajatabla. Si alguien piensa que Sánchez se plantea a dimitir, sueña. Si alguien cree que el PSOE y sus amigos sopesan siquiera la idea de perder unas elecciones —por las buenas o por las malas—, delira. Y si alguien está convencido de que el problema de España es la corrupción, vive en Babia.
La corrupción de los koldos y los cerdanes es el chocolate del loro, el premio a los sicarios tontos que se han dejado pillar.
La corrupción gorda, a lo grande, está por venir y no se describe en los informes de la UCO. Quizás por ser tan enorme no se la ve llegar de cerca: se trata de robar una nación entera, trocearla y repartírsela entre delincuentes. Y que Maduro los bendiga.
Ese es el futuro. Y, si nadie lo remedia, llegará el momento en que nadie se atreva a intentar remediarlo.
Yo, por si acaso Dios existe, sigo encendiendo cada mañana el televisor. A lo mejor ha sucedido algo neurálgico o, el mismo Dios mediante, se ha muerto alguien que no sea yo.