Mi relación con el mundo de los toros siempre ha ocurrido desde la distancia y casi siempre desde la indiferencia —salvo excepciones puntuales y alguna tarde de gloria con amigos taurinos—. Entiendo a los opositores de la fiesta cuando alegan que una ceremonia con maltrato y muerte de un animal no debería ser espectáculo para las masas, aunque no entiendo —bueno, los sospecho pero no los entiendo— a los políticos sectarios empapados de buenismo y nacionalismo grimoso que están empeñados en prohibir la fiesta en sus territorios autonómicos. Naturalmente, si las corridas de toros no tuviesen el inconfundible marchamo de lo españolazo, serían sacramento en Cataluña y País Vasco, como lo son los bous al carrer, los sanfermines o los espectáculos del Iradier Arena. En esta materia de defensa de los animales, una de dos, eres vegano contra viento y marea, ecologista/animalista de convicción, o eres progre de relativismos éticos, a favor de los encierros y en contra de los toreros. Prefiero a los hippies, la verdad: me parecen consecuentes y a menudo se muestran combativos, o sea que olé por ellos. No estoy de acuerdo con su colgatera pero eso importa poco, dados los tiempos que corren; entre un político nacionalista empeñado en prohibir los toros por odio a España y un chaval que se levanta a las cinco de la mañana para ir a las puertas del matadero industrial y pedir perdón a los cerdos y ovejas que van a ser sacrificados esa jornada, no hay color. Olé por ellos.
Olé por Albert Serra y su equipo de producción, cámaras y fotógrafos y toda la industria rodante, que se han marcado una película/documento conmovedor sobre el toreo y vida torera del peruano Andrés Roca Rey. Lo que queda de España está en América, no le den más vueltas, pues menudo maestro en Cúchares es el limeño y vaya manera de tratarse con el toro que construye, quieto sin moverse y citando al animal como quien se cita con la muerte y le enseña el capote y le dice: «Pasa despacio y llévame si puedes». Cierto, hay mucha literatura sobre el rito del toreo, la sacralidad de esa lucha contra el destino afilado en las astas del toro y la fragilidad de la vida encarnada en la figura del torero; fragilidad y fugacidad que, sin embargo, son capaces de trascenderse y representar la belleza efímera de un anhelo de pervivir insólito, terrible y siempre condenado al fracaso porque no somos nada. Ante la inmensidad del universo y la eternidad del tiempo, hagamos lo que hagamos no somos nada. Hay muchísima literatura, decía, desde el toro que raptó a Europa y embistió e hizo añicos los burladeros de la Historia para colocarnos en el amanecer de la civilización, pasando por los toros micénicos que reinaron en el laberinto humano hasta que el volcán de Thera acabó con el mundo, hasta los pequeños poemas de Lorca o de Miguel Hernández, dos taurinos indultados por el progrerío patrio porque los dos hicieron lo que hace el toro después de los clarines: morir como es debido. El mérito de Albert Serra es haber desliteraturizado el asunto y presentarnos la ceremonia como es: la pura realidad y la pura verdad. El sonido resulta sobrecogedor, los bufidos del toro y la respiración del torero se funden como en un suspiro mortal de la suerte negra, entre el miedo, el valor y la fiereza. Las imágenes logradas con teleobjetivo son un vértigo de precisión y emoción. Los tópicos de la fiesta desaparecen, ni colorido ni arte ni entretenimiento ni cursilerías: pura vida y pura muerte. Decía el contumaz antitaurino Manuel Vicent que «en los toros, lo que no es miseria es muerte». Gran verdad. Por esa razón la película de Serra encuentra un método infalible para separar la miseria de la muerte: acercar la cámara. Todo lo que no es muerte y no se argumenta en torno a la muerte, no tiene importancia ni nada que decir en este filmado. Lo poético y lo esperpéntico, de repente, se quedan sin discurso, sin filigrana a su favor ni Valle Inclán que ensalce la valentía del torero: «Maestro, para ser sublime sólo le falta a usted morir en la plaza». Nada de aquello tiene paso ni recorrido en la película de Serra, ya saben: todo fenómeno humano, visto de cerca, es un drama; de lejos casi todo es comedia. Hay que acercar la cámara. En este caso, el drama tiene todos los acentos de la tragedia imposible de vivir; o mejor dicho: de no morir esa misma tarde, de soledad.
La película se titula así justamente: Tardes de soledad. Si gustan de lo bello y al mismo tiempo lo terrible y lo sagrado, no se la pierdan.