Violencia y razón política

Violencia y razón política. José Vicente Pascual

Como tenemos ejemplos cuantiosos y como, además, el autor de este artículo ha estado en la cocina antes que en misa y sabe cómo se cuecen estos asuntos morales en los ámbitos de la izquierda —y cómo se cocían en otros tiempos más salvajes pero menos hipócritas que los actuales—, no me ando con sinapismos, ni ambigüedades ni más circunloquios: a todo ese barullo amalgamado tras las banderas palestinas, disfrazado con pañuelos a cuadros, rasgándose las demás vestiduras y protestando con furia (in)cívica como si acabaran de robarles el móvil, les importan Palestina y los pesares de la población de Gaza lo mismo que les han importado hasta hoy los cientos de miles —cientos de miles— de víctimas del genocidio en Yemen, y otros tantos cientos de miles en las guerras tribales y entre clanes paraestatales en África, así como los miles de cristianos y no cristianos sacrificados por el Estado Islámico en Mozambique, Nigeria, Costa de Marfil y Angola, entre otros escenarios de destrucción. El que llaman «genocidio» en Gaza les viene importando lo mismo que otros más cercanos, seguramente menos numerosos pero igual de sangrantes, como por ejemplo los asesinatos cometidos por ETA durante los muchos años de su siniestra existencia y la consiguiente limpieza étnica e ideológica llevada a cabo en el País Vasco, de la que hoy disfrutan a pierna suelta los señorones del PNV y los rabiosos callejeros de Bildu. A lo mejor conviene empezar por ahí si hablamos de violencia y moral pública: cómo se asumía en la izquierda, durante los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado, la violencia etarra.

De primero de marxismo y parvulario de leninismo: hay una violencia legítima, la que ejercen los débiles contra los poderosos, los pobres contra los ricos, los revolucionarios contra las fuerzas represivas del Estado; y hay una violencia ilegítima, la del Estado y sus servidores contra el pueblo. En este marco moral se desenvolvía la posición de la izquierda española respecto a ETA: «Ante la represión franquista, cualquier antifascista tiene razón y es obligación de los demócratas defenderlo». La frase no es mía, está sacada del editorial de Mundo Obrero, órgano de expresión del Comité Central del PCE, el 20 de diciembre de 1973, día en que empezaba un macro juicio contra dirigentes de CCOO, el famoso Proceso 1001, aunque la vista judicial tuvo que suspenderse porque aquella misma mañana ETA asesinaba al presidente del gobierno Luis Carrero Blanco —violencia de abajo a arriba, o sea, «legítima»—. Los que hoy se escandalizan por las muestras de regocijo en redes sociales ante el asesinato de Charlie Kirk, seguro que no han visto, como yo vi en su día, en 1978, a cientos de personas bailando en el frontón de Amorabieta, durante las fiestas del pueblo y al son de la famosa canción de Los Payasos de la Tele: «Jueves, antes de almorzar, Luis Carrero fue a rezar, pero no pudo rezar, porque tenía que volar. Así volaba así, así.. (3 veces) por las calles de Madrid». Por tres veces la muchedumbre lanzaba al aire sus sudaderas, chaquetas, “rebecas” o lo que a mano tuviesen. Siendo como yo era por aquellos tiempos un joven todavía a medio convencer, en realidad medio desconvencido, las escenas que acabo de narrar me ayudaron mucho a sentar el seso en esta materia. No podía entender aquel regocijo colectivo por la muerte de nadie, aquella celebración escenificada de un bombazo que se llevó por delante al presidente del gobierno y a otras dos personas, ninguna de las cuales era presidente del gobierno ni tenía vela en el entierro, dos mandados pringados que pringaron del todo la mañana del 20/12/73. A aquella gente que cantaba como Los payasos de la Tele, pensé, le gustaba demasiado la muerte. La muerte de los demás, se entiende.

Pero estábamos en que frente a la represión del Estado, cualquier revolucionario merecía apoyo incondicional. Desde el partido entonces hegemónico en la izquierda, el PCE, y demás organizaciones a su izquierda y su derecha, se criticaba la inoportunidad política de los atentados de ETA, no el derecho histórico y la legitimidad moral de los gudaris para llevarlos a cabo. El argumento empezó a torcerse con los atentados de Ciudad Lineal en Madrid y, ya a lo bestia, con las bombas de Hipercor en Barcelona. Ya no se trataba de la legítima violencia de los de abajo contra los de arriba sino de una organización armada contra trabajadores y padres de familia. Y se estropeó del todo la visión relativista sobre la violencia revolucionaria con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Difícil resultaba convencer a nadie de que torturar y meter plomo en la cabeza a un concejal de pueblo pudiera interpretarse como un acto legítimo. Hasta aquel entonces, las muertes de cientos de militares, guardias civiles, policías, sus familias, menores de edad, ancianos, le importaban a la izquierda lo mismo que la final de la copa del Generalísimo: nada. El atentado de Zaragoza, 250 kilos de amonal reventados contra una casa cuartel de la Guardia Civil y que ocasionaros la muerte de un niño, cinco niñas y cinco adultos —otras 88 personas heridas—, tuvo enorme repercusión en la prensa y una sola respuesta en los ámbitos de la izquierda: era contraproducente, de efectos políticos negativos en la lucha contra la dictadura. Sobre los muertos, el horror y el dolor de la víctimas, ni media palabra. Lo mismo ocurriría con los atentados de los GRAPO, FRAP, Iraultza y no cuento más, para qué.

La violencia supuestamente legítima es así, un espejo siempre impecable para el narcisismo moral de la izquierda. Narcisismo llevado al límite, hasta el nivel en que se reconoce lo trágico y lo muy triste de toda esa miseria —incluido el reciente asesinato de Charlie Kirk—, pero se contiene el clamor de la decencia humana ante la necesidad histórica de imponer correctos ideales, que son los suyos, naturalmente. No es que el fin justifique los medios, sino que el fin lo justifica todo, aunque los medios se reconozcan como equivocados, en exceso crueles, devastadores. El objetivo que se persigue es tan importante y tan deseable que los comprometidos con la causa tienen derecho a equivocarse todas las veces que hagan falta, cueste lo que cueste, sufra quien sufra y muera quien muera; tienen derecho a repetir una y otra vez su fórmula e insistir en ella e intentar aplicarla de nuevo hasta que alguna vez, aunque sea de casualidad, les salga bien. Saben que esa flauta no sonará, mas no se aburren, no se cansan. Insisten siempre. Si hace falta un poco de violencia para alcanzarlo, ya saben: que sea «legítima».

Gaza, el pueblo palestino, la monserga y la tarara tienen ahora único sentido: apuntalar el discurso del bien contra el mal. Ahora, para esa gente, quienes apoyan a Israel son las malas personas y quienes defiende —dicen— a los gazatíes, son los buenos.

Construcciones moralizantes. Relato. Argumentación. Narcisismo moral en grado tormento histórico.

Como importarles, les importa su modo de vida mantenido por los estados —“presupuestívoros” los llama López Aliaga, alcalde de Lima—, y también su perspectiva de llegar algún día al poder y hacer lo mismo que hoy hacen sus modelos suramericanos, los únicos que les quedan por el momento. Lo demás es relativo.

Los palestinos, Gaza y los gazatíes son, hoy, brillantes números en su ecuación, pomposas premisas en su silogismo. Si mañana o pasado mañana, en virtud de alguna demanda insoslayable de la historia —o de sus aliados en la zona—, tuvieran que hacer con ellos lo mismo que hizo Stalin con los ucranianos a partir de 1932, en el terrorífico holodomor, no les quepa duda: lo harían. ¿Saben por qué estoy tan seguro? Porque los conozco, porque antes de ir a misa estuve en la cocina y antes de repicar estuve en la procesión. Yo creo que se me entiende. Lo harían. Los palestinos y Palestina y Gaza y los gazatíes, hoy, quedan bien para los telediarios y para hacerse fotos de camino en flotilla hacia el lugar, si es que llegan. Para lo demás, son otra pieza en su tablero de damas, otro peldaño en su escalera a la hegemonía cultural, tal vez el poder. Y mañana Dios dirá.

Top