Las batallas del necio (y de la necia)

Las batallas del necio (y de la necia). José Vicente Pascual

Afirma Sun Tzu en El arte de la guerra que «sólo quien conoce las ventajas de no hacer la guerra puede aprovechar las ventajas de hacer la guerra», una manera bastante sutil y no menos compasiva de desaconsejar la guerra a quienes carecen de la inteligencia y la experiencia necesaria para comprender el fin último de los conflictos bélicos: aniquilar al enemigo sin correr el riesgo de perecer en el intento, por lo que es conveniente no iniciarlos a menos que, de verdad muy de verdad, no quede otro remedio.

Por si no fuera bastante con el primer consejo, el buenazo de Sun Tzu propone una cura en salud impresionante: «No acudas a una batalla que no tengas previamente ganada, pues ya está derrotado el general que libra combate sin conocer antes el resultado». O sea, no hagas la guerra a tontas y a locas, y si toca pelear procura que el enemigo esté en las últimas antes de comparecer en el campo de batalla.

Toda aquella sabiduría no tendría mayor recorrido a estas alturas, cual ilustración vacía y conocimiento inútil, si no fuese porque el libro que la contiene fue escrito en el siglo V antes de Cristo, hace unos dos mil quinientos años; porque su autor continua siendo un clásico en estos asuntos de la pugna contradictoria entre los humanos y porque nuestro gobierno, que se llama progresista, ha insistido pertinaz e inconsciente en todos los errores que cometían los derrotados en el universo bélico de Sun Tzu, zotes de tiempos de Matusalén a quienes nuestros mandamases se empeñan en parecerse como un huevo frito al as de oros.

Cuántas veces, en la juventud y primeros pasos de la vida adulta, habremos escuchado esta recomendación a nuestros mayores y gente con experiencia: no aventurarnos en guerras que ni nos van ni nos vienen, no «meternos en camisas de once varas». «no remover donde huele» y etcétera y etcétera; la casuística es inmensa y las consejas, refranes y frases hechas innumerables, adaptables a cada situación. Pero los nuestros con mando en plaza, ellos y ellas —quiero decir, los que nos mandan y las que nos pastorean— aún no se han desprendido de la pulsión adolescente en sus maneras de relacionarse con la realidad, esa forma presuntuosa, impetuosa y un poco abochornante de arremeter contra todo, armados de principios hasta los dientes y sin mínimo sentido de la responsabilidad y la prudencia, mucho menos valorando posibles consecuencias nefastas del arrebato. Su criterio: ¡A la guerra y que sea lo que Dios quiera!. Y, claro, les sucede lo nunca conviene que suceda en política, un territorio donde, como decía el gran Armando Valladares, se puede hacer de todo menos el ridículo.

A ver y por centrar: ¿Quién les mandaría meterse en los pantanales de Franco, el franquismo y el 20-N revisitado? De verdad, ¿quién sería el iluminado que aconsejó al torero de la Moncloa aquella campaña majadera del Año de Franco? 365 actos se propusieron celebrar, nada menos: uno al día. La realidad, otra vez tozuda, les estropeó su plan de «uno al día» porque lo que genuinamente ha habido este 2025, a razón de uno al día, han sido los escándalos de corrupción del gobierno, del partido socialista y de sus amigos, allegados y abrevados. «La corrupción desactivó el año de Franco», titulaba un periódico de esos que siguen apareciendo en papel y se dicen de tirada nacional. Cierto, de los 365 actos programados se habrán celebrado diez o doce, uno de ellos famoso por llevar al congreso de los diputados un espectáculo de equilibrismo, algo tan, pero tan adecuado que no merece la pena comentarlo. Las consecuencias, sin embargo, se han producido en sentido muy opuesto al que preveía nuestro iluso gobierno: el año de Franco termina con los medios oficiales del régimen clamando contra el ascenso de la popularidad de Franco entre la juventud. ¿Quién les mandaría remover el mito cuando el mito ya estaba cerrado? ¿Nadie les ha sugerido que revivir a los muertos es una opción desesperada, para desesperados, y que nunca sale bien? Por no entrar en su torpeza, directamente: ¿Nadie aclaró previamente al desgarramantas de la Moncloa que comparar los datos económicos de la España del 75 con la de 2025, además de una tremenda estupidez era muy inconveniente para su presunción de persona con inteligencia normal? Nada de nada, entonces: a la guerra y salga el sol por Antequera. Estos se han tirado contra el cadáver de Franco a base de canciones y equilibrios y la realidad les ha devuelto un ascenso impensable del «franquismo» entre nuestros jóvenes. Pues mira qué bien, tan contentos estarán. Me refiero al gobierno, y a nuestros jóvenes.

Otra y por no hacerme pesado: la bobada charocrática de nuestra ministra de igualdad. O sea que el término «charo» referido a ella y a las que son charos como ella, es un mensaje de odio contra las mujeres, de violencia, dice, y por tanto va a ser monitorizado en redes, me figuro que para denunciar precisamente por odio y violencia política a quien lo utilice. Olé tu papo, ministra.

O sea que ella y tropecientas mil charos como ella llevan ni se sabe la de tiempo tildando a quienes hayan osado discutirles con epítetos tales como «machistas», «machirulos», «señoros», «incels», «homófobos»… Sin mencionar lo de siempre, claro: «fachas», «fascistas», «ultras», «nazis»… y sin mencionar burradas mayores que equiparan al varón con el terrorismo, por ejemplo, aquello de «los hombres españoles matan más que ETA», y el epílogo tan largo como quieran de insultos, descalificaciones y deshumanizaciones de los hombres por el hecho de serlo: recuerden los gritos de «vergüenza», «son hombres»; y ahora resulta que a ellas y las que son como ellas no se las puede llamar «charo» o bien «charos», ya dependiendo del número, en singular o en plural, porque el género está más que claro y Charo es nombre neutro, de Rosario y como Sagrario, Trinidad o Nieves, patronímicos que le vienen bien tanto a señoras como a señoros, sobre todo si ellos tienen pensado actuar en alguna serie de Netflix en plan Narcos o similares.

La guerra está otra vez donde siempre ha estado: en el lenguaje. La necesidad de llamar a las cosas y los fenómenos como esta gente quiera y no como son, implica —porque es auténtica necesidad—, anular la palabra del otro; que el otro no pueda siquiera hablar porque si habla ya ofende y ofender es odio y el odio es delito. Así trabajan aquellas cabezas, estableciendo los límites de lo tolerable al adversario o al distinto allá donde su propia sensibilidad se sienta agredida. A esto llama Duzan Ávila «el pluriverso posracional»; en otros tiempos se le denominaba integrismo, dogma autoritario que no admite discusión ni caricaturización porque opiniones y bromas ofenden, y el que ofende… paga. Con ese manual en cartuchera, a 12 trabajadores de Charlie Hebdo se les arrebató la vida en 2015 porque habían tenido la osadía de sacar al dios de los musulmanes en una viñeta cómica. Y si a alguna charo se le ocurriera que el terrorismo islámico es malo de comparar con el integrismo feminista, sólo queda lamentarse: también ustedes comparan a los hombres con ETA y aún no nos hemos quejado.

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