Publicamos el vigésimo primer trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso
Título: Alcohol de quemar
Pseudónimo: Talgo
Fuenlabrada, 15 de junio de 2018.
Querida María:
Parece que fue ayer, pero se han cumplido ya cuatro meses de mi llegada a Fuenlabrada, de mi forzoso alejamiento de Madrid, de mi internamiento tardío. Quizás te extrañe recibir la carta – llegará el lunes dieciocho – por lo inusual del medio y porque conversamos hace un par de días por teléfono. Lo cierto es que el escrito forma parte de una de mis últimas terapias; las líneas que estás leyendo han sido primero expuestas de viva voz en la sesión, retumbando como un puñal que por fin empieza a doler menos. Me decido a enviarlas para compartir contigo – ahora que puedo descifrar y describir lo que antes solamente sufría – otro paso más de una esperanzadora emersión.
Como te he ido contando a lo largo de este tiempo, las sesiones a las que asistimos son muy diagnósticas e introspectivas, como la poesía de Gil de Biedma que tanto te gusta. La adicción al alcohol te destroza la vida porque tiene mucho que ver con ella: que ambas iban en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. Es una muerte lenta, un aprisionamiento continuado y doloroso; el cuento de la rana hervida poco a poco hasta explotar, en el que uno no reacciona porque el proceso lo va envolviendo, encerrándote en un laberinto de difícil salida, sin que seas consciente. Aprendes a ir a remolque de cualquier acontecimiento de tu vida – también de lo más importantes – y a engañar. Sobre todo, a engañar. Te engañas a ti mismo las veinticuatro horas del día y, como prolongación, para seguir enfrascado en esa ficción, engañas al de al lado. A cualquiera. Te conviertes en una marioneta a la que la vida no le sabe a nada, como un melocotón desabrido. El alcohol instiga, tú ejecutas. Mentiras, whiskey; broncas, cerveza; gritos, vinagre; improperios, Oraldine; lloros, alcohol de quemar.
Recuerdo un día – tenías tres años – en el que tu madre me llamó por teléfono muy nerviosa. Te habías cortado con un sacapuntas y sangrabas a borbotones. Le contesté que no sería para tanto y me colgó. Repitió la llamada a las dos horas, desde la urgencia de la clínica, avisándome de que tenías tres puntos de sutura en tu diminuto dedo. Conseguí llegar al hospital a duras penas y ella no me dejó entrar; ni siquiera era capaz de vocalizar. Regresé al bar. Las andanadas de insultos, las pendencias en casa, lo que habéis tenido que vivir por mi maldita culpa y, peor aún, lo que habéis dejado de vivir. La culpabilidad me acompañará siempre. Lo más difícil para el alcohólico es la reacción; lo segundo, manejar la culpa. La conciencia de uno no se rige por la regla de la mayoría.
Los efectos provocados por la enfermedad no son muy conocidos; es una sustancia socialmente aceptada, integrada. Varios médicos nos visitan de manera recurrente y explican la cruda realidad. Es muy duro asumir que todos los problemas de tu vida – incluso los que parecían más alejados del tema – comparten raíz: obesidad, trastornos del sueño, alteraciones del humor, ira, contratiempos laborales, huida de los amigos y familiares, progresivo aislamiento social. Los conozco todos. El siguiente paso es la merma en la toma de decisiones, las lagunas en la memoria, la demencia. He jugado al filo y tenido mucha suerte; anteayer, después de colgar nuestra llamada, derivaron a mi compañero de habitación – llevaba conmigo quince noches – a un internado psiquiátrico, probablemente hasta el último de sus días. Después de la semana de adaptación, al continuar sus extraños comportamientos, le realizaron pruebas en la consulta de Neurología. Tiene lesiones cerebrales gravísimas y cincuenta y cuatro años.
Eres joven y sé que te avergüenza tratar el tema, pero puede que algún día esta carta te sirva como apoyo para ayudar a alguien al que quieras. Afronto con esperanza la repesca que el destino me ofrece, con la vista puesta en recuperar el tiempo perdido. Doy gracias a Dios por la oportunidad de transitar el camino de hacer las cosas de manera distinta, consciente de que nunca dejaré de ser un adicto. Y de que ese demonio nunca descansa. Esta reflexión que hoy te envío no es una redención, sino la constatación de que, aunque hay paraísos terrenales, también existe el infierno en vida. Siento de corazón que tú hayas tenido que conocerlo por culpa de tu padre.
Te quiere,
Papá