II concurso de relatos: Para Sonsoles, cuando yo falte

II concurso de relatos: Para Sonsoles, cuando yo falte

Publicamos el trigésimo quinto trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. La participación en dicho concurso terminó el pasado 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso

Título: Para Sonsoles, cuando yo falte

Pseudónimo: Homer Scott


Mi queridísima Sonsoles:

Si has cumplido las instrucciones del sobre, cuando leas esto ya no me tendrás delante. Me habré ido, estaré en el otro lado del Mundo, esperando tu llegada. Pero, ¡ojo!, no te apresures a venir, que la eternidad es paciente y jamás apremia. 

Tampoco yo siento hoy esa presión del tiempo. Será porque escribirte es, de alguna manera, desafiarle. Escribo en el presente, con la muerte llamándome desde el fondo del pasillo (intuyo que su voz son esos ruidos cacofónicos que buscan perturbarme), pero con la vista -suena gracioso que yo lo diga- en un futuro que pronto tu lectura convertirá en presente y, en apenas unos segundos, pasado inevitable. El tiempo es un lazo que siempre nos atrapa. Quizá por eso no merezca la pena preocuparse. Él siempre gana. Que le aproveche.

Sabes que siempre me ha gustado lo simple. Tu madre, que es la mismísima carne dolorida desde la que ahora me dirijo a ti, se desespera. “Eres un simple”, me dice, queriendo picarme. Pero no lo consigue. Le sonrío y le contesto con sencillez: “Como la brisa. Muy simple”. También lo seré ahora. Sólo quiero que conozcas mi pena y mi esperanza.

La pena ya tiene más de quince años. Lo sé bien porque nació cuarenta semanas antes que tú. Recuerdo el momento en que me sobrevino. Entonces mi mujer era sólo mi esposa (y digo lo de “sólo” porque, ahora que me estoy yendo, puedo confesar que sé que para tu madre siempre he sido poco), y me anunció que, además, en unos meses sería tu madre. Jamás había sentido tal alegría. Aquello no cabía ya dentro de mí. Sentí ganas de gritar, de correr, de redondear las esquinas del universo (para evitarte así cualquier dolor, porque las esquinas son muy traicioneras, y a la mínima hieren). Quise sentirme fuerte.

Pero enseguida llegó la pena. No soy fuerte. Desde muy joven soy demasiado viejo. Mi mundo es todo interior. Está hecho de la memoria de cuanto vi en su día y ahora sólo rememoro. Imagino, que es ver por dentro. Pero las bellezas nuevas no se dejan imaginar. No puedo contemplarlas y me tengo que conformar con su contrario, que es construirlas. Así que al punto supe que jamás te vería, que no podría contemplar tu cara, saber a dónde apuntan tus ojos vivos. Yo, que hacía años que tenía una mirada muerta.

No te cuento esto para que te entristezcas (que bastantes lágrimas habréis derramado ya estos días), sino para que comprendas cuánto he anhelado tu semblante. Hay un salmo que lo dice con aladas palabras: “Buscaré tu rostro, Señor”. Eso he hecho yo contigo: buscar tu rostro, mi querida pequeñez, perseguirte por las sombras de mi imaginación, inventarte una mirada en esta noche perpetua. He soñado con el premio de una penumbra que me diera tu figura.

Mas esta pena en observación no lo es todo. Te hablé de una pena, pero te anuncié también una esperanza. Porque he comprobado que el dolor no puede tener la última palabra. No me preguntes cómo, pero la redención siempre se abre camino y comparece, abrasando sin piedad las malas hierbas de la amargura, la tristeza rancia, los posos del corazón herido. Mi vida ha sido precisamente eso: la experiencia personal a la apertura misteriosa de la esperanza.

Pensarás, con mucha razón, que hablo de forma muy abstracta. Perdóname. Me cuesta lo concreto. Vivir fuera de la caverna es raro. ¡Lo que hubiera dado yo por ver siquiera unas sombras reflejadas en la pared, aunque fueran un simulacro del mundo visible!

Seré, pues, más concreto. Tan concreto como lo fue la vía que utilizó la esperanza para darme alcance. La vía serena de tu piel y de tus balbuceos. Cuando aquella tristeza empezaba a carcomer mi alegría (y todo esto a tu madre jamás he sabido contárselo), tus dedos enanos me trajeron de vuelta al mundo. Pensaba que el amor de padre era una idea enorme (casi inalcanzable, sobre todo para un padre ciego), y al final resultó ser un olor, un tacto, el sonido de tu voz emparentándose con las nuestras.

Cuando naciste, adiviné, mi queridísima hija, que hay en un mundo invisible en el que siempre nos encontraríamos. Por eso ahora, cuando siento que me agoto, voy a rescatar para ti, desenterrándola, toda esa ilusión. Nunca olvides que tu padre, ciego perdido, te quiso más allá de todas las luces; y siente siempre, por Dios santo, mi cercanía, aunque no me veas. 

Yo jamás te vi. No me hizo falta.

Papá.

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