El Estado, las administraciones, la burocracia, los políticos y demás gente del erario son como el árbitro en un partido de fútbol o de lo que sea: cuanto menos se escuche el pito, mejor; cuanto menos falta haya de recurrir a ellos, mejor. Sin embargo, la práctica nos enseña que esas gente y esas instancias remueven sin tregua para causar todas las complicaciones posibles y hacer lo (in)necesario para perpetuarlas en el tiempo y pasar la vida (la suya y la nuestra) explicándonos por qué no pueden resolverse los problemas que ellos mismos han creado. Hasta hace poco menos de un año, sistemáticamente, los españoles señalaban en todas las encuestas, oficiales o no, el paro como primera de sus preocupaciones, seguida de un cúmulo de inconvenientes generados por la misma acción o alimentados por la crónica inacción de la clase política: el independentismo nacionalista, la corrupción, la inmigración ilegal, las pensiones, la seguridad ciudadana, la transparencia en el funcionamiento de las instituciones… El desempleo, achacable a factores “externos”, sólo tangencialmente relacionado con la actividad de los políticos aunque directamente bajo su responsabilidad, era el único factor de descontento no organizado directamente por ellos. Todo lo demás eran y siguen siendo ideaciones que salieron mal, soluciones que se torcieron, buenas intenciones que acabaron en los infiernos y se enquistaron en la sociedad como cáncer incurable aunque de buen pronóstico. Y así ha sido durante muchas décadas, hasta la epifanía salvaje del coronavirus.
La Covid-19 les ha venido de perlas. Dejo aparte la consideración, digamos, mega-geopolítica del asunto y cómo la pandemia se va convirtiendo en “plandemia”, utilizada a beneficio del proyecto globalista desintegrador de las sociedades civilizadas al que con tanto entusiasmo se aplican las oligarquías de este mundo. Me refiero a un ámbito más cercano, más llevadero y visible: cómo la propagación del virus y sus consecuencias para la salud del común ha servido a las castas dirigentes para autojustificar, al fin, su presencia insidiosa en el ámbito de lo colectivo y su injerencia obsesiva en nuestras vidas. Por una vez, un elemento extraño, ajeno a su actividad de diario, imprevisto y fatal ha venido a conturbar la normalidad y, de paso, a señalarlos como elementos necesarios. ¿Quién sino ellos iba a encargarse de gestionar esta crisis? A fin de cuentas para eso se les paga, pensamos.
Cosa distinta es cómo han entendido nuestros mandases, democráticamente elegidos, su papel en esta función. La casta viene con el galgo y el ADN del cargo público tiene estos imponderables: ninguno es responsable aunque todos quieren las competencias, ninguna competencia es suficiente aunque de todas puede hacerse dejación, o atenderla como se les antoje; ningún contagio y ninguna muerte son culpa de ellos porque la pandemia es mundial, aunque la culpa es de los ciudadanos irresponsables que se empeñan en celebrar la nochebuena; no puede ponerse la economía por encima de la salud pero los centros comerciales pueden estar abarrotados durante las rebajas de enero, aunque ellos no son responsables porque ya tomaron medidas para confinar perimetralmente a la población y establecieron toque de queda —fuera de las horas de comercio, naturalmente—. Al resumen: todo lo que no sea propaganda y sacar pecho, no es cosa suya sino culpa de otro, generalmente el adversario político. Y así se presenta el panorama hasta sabe Dios cuando. Lo más seguro es que hasta siempre.
Con una aclaración necesaria: no soporto ese ideario holgazán y menesteroso según el cual “los políticos son así” y no puede hacerse nada por cambiarlos. Mucho menos me tienta la ideología bonachona y cachazuda de “todos deberían ponerse de acuerdo y dejar de lado las diferencias, en aras del bien común”. Zarandajas. No es que los políticos sean así, es que el sistema es así: una ficción de democracia donde el pueblo que no manda pero paga debe convencerse a sí mismo de la idoneidad de su posición porque cada equis años vota a los mismos para que sigan haciendo lo mismo, que suele ser nada o peor que nada. Con que no inventen problemas nuevos, todos conformes. Y tan elemento funcional del sistema es el concejal de urbanismo que lleva siete meses sin aparecer por su despacho porque no hay obras nuevas que iniciar en su municipio ni promotoras a las que esquilmar intercambios de favores como el probo ciudadano que, cafelito en mano ante la TV, se queja de la inoperancia de sus representantes y anhela que pasen otros cuatro años para votar otra vez a los de siempre, a ver si enmiendan.
Es lo que hay. La pandemia —mundial— se está llevando a todos los que estaban previstos, ni uno más ni uno menos; y el escaparate de nuestra sociedad reluce en la noche como una voz obscena en un entierro, advirtiendo que el ataúd viaja vacío. Asistimos a la desaparición del pasado desde el vacío presente y hemos aprendido a aplaudir en los balcones a la nada del futuro. Y así seguirá siendo mientras el virus mate, y también cuando deje de matar.
Creo que esto ya lo he escrito antes, pero conviene volver a decirlo: es lo que hay.