Escorias Hasél

Escorias Hasél. José Vicente Pascual

No titulo este artículo despectivamente sino con ánimo informativo. “Escoria” es la materia que sobrenada el crisol, los residuos esponjosos de la fundición del carbón, la “cosa vil y de ninguna estimación” que resta cuando la parte importante de alguna actividad, asunto, negocio o propósito se ha verificado. Eso es la escoria: lo que formaba parte del principal y al final sobra y ya no vale para nada.

Lo cierto es —y me duele decirlo—, que el progresismo español y europeo llevan un siglo alimentando su ideario y actividad con escorias, retales ideológicos, segundas partes, parches de extrema improvisación, voluntarismo mimético en busca de repeticiones de la historia que, como dijo el teórico, nunca son repeticiones genuinas sino parodias. Extravagancias.

Hace unos diez lustros clavó el fenómeno, con frase colmada de inocencia y encomiable sinceridad, mi amigo Lalo, progre de manual en aquellos tiempos. Afirmó muy convencido: “Yo creo que mientras sea posible repetir el mayo francés, hay esperanza para la revolución”. Toma ya. Ahí es nada. “Repetir”, como si la historia fuese segundo de ESO y pudiera optarse nueve veces al aprobado, con el mismo temario y en las mismas condiciones de ambiente.

(Confieso, porque quiero ser honesto, que yo compartía plenamente la tesis de Lalo. Qué tiempos…).

En resumen: los revolucionarios españoles de buena familia tomábamos como referencia para la acción aquellas algaradas estudiantiles de la vecina Francia, confundiéndolas con un movimiento revolucionario a pesar de que la clase obrera del mismo país —naturalmente: alienada—, los sindicatos y partidos de izquierdas, no quisieron participar en la fiesta. A más gravedad en el delirio, mayo del 68 no fue un fenómeno original sino replicado de las movilizaciones por los derechos civiles de los negros y contra la guerra de Vietnam, habidas en los EEUU a partir de 1958 y extendidas hasta 1975. Aunque la intención de los “revolucionarios” franceses era llevar “la imaginación al poder”, lo cierto es que de imaginación no andaban sobrados. Había más discurso subversivo en cualquier secuencia de “Easy Reader” que en todas las consignas barriolatineras y en todos los manifiestos de Krivine, Cohn Bendit y allegados; y por supuesto, la película americana, rodada en el mismo 68, era mucho más revolucionaria —modelo integrado, entendámonos—, que toda la teorización sartriana-stalinista sobre la redención existencial en el paraíso soviético; algo así como “ya que la vida es un absurdo, démosle el único sentido posible: jodernos los unos a los otros”. Mientras en la URSS morían las gentes de hambre, miseria y paredón, en la alegre Francia revolucionaria-de-broma la juventud hacía el amor en las barricadas —el que podía, pues en materia de sexo siempre hubo y habrá clases—. Eros y tanatos clamaban allí presentes. O Kruschev o los Rolling Stones, el caso era sacar los pies del tiesto.

De manera que en eso estábamos y eso éramos: epígonos de epígonos. Y después llegaron más, no crean. El PCE se reorganizó ideológicamente sobre los ripios del pensamiento gramsciano —la única “imaginación” con valor real surgida en las corrientes marxistas desde que Marx tuvo la pésima idea de escribir su primer libro—, la teoría de los bloques históricos, el liderazgo de Togliatti y Berlinger, el pacto histórico, etc. En España se llamó “reconciliación nacional”, una idea sensata que tuvo recorrido hasta junio de 1977, cuando el antedicho famoso PCE se vio en el parlamento con veinte diputados, muchos de ellos octogenarios, y alguien de casa le preguntó a Carrillo: “¿Para esto hemos luchado?”, y don Santiago que en paz descanse respondió: “Justamente para esto”.

Aquí, inventar, hemos inventado poco en lo que a movimientos de ruptura se refiere. Eso sí, sabemos copiar. Ya lo dijo el novelista —francés, por cierto—: “Imita como un simio diligente y alcanzarás el éxito aunque tus escritos no valgan nada”. Pues ahí está el secreto: imitar, aunque el resultado se parezca al original como un huevo frito al as de oros. Un servidor, lo reconozco, lleva años sintiendo vergüenza ajena cada vez que aparece en cualquier medio la esperpéntica representación “indignada” de sujetos reivindicativos, sea el mismo sujeto individual o tumultuario. Me conmueven una desazón estética insuperable y un desaliento racional abrumador. Pienso: “¿no se dan cuenta de lo ridículos que son?”. En serio lo digo: ¿No han reparado en que no son contestatarios al sistema sino escorias del sistema, lo que sobra, lo vil y sin ninguna estimación, y que su única utilidad es evidenciar que el propio sistema funciona como un reloj, integrándolos en la sección “Violentos Saqueadores de Comercios”?

Como a todo conviene ponerle un nombre, yo creo que el de “escorias hasél” les viene de molde. No son antisistema sino hijos del sistema que cubren la cuota de descontento y escenifican su impotencia, su nada que hacer y nada que decir, como mejor saben y únicamente pueden: a lo energúmeno. Su referente más cercano, supremo modelo a imitar, son las movilizaciones americanas del “black lives matter”, aunque aquí, en España, ningún policía ha matado a un delincuente negro sino que un tribunal ha condenado y metido en el trullo a un rapero narcisista, violento suburbial en su estilo de vida y vomitivo en las letras que compone. La excusa es lo de menos: nuestros epígonos actuales son tan lamentables como los barricadistas del 68, los oportunistas de la transición del 77, los ulsteristas batasunos o los lacis besapies de Puigdemont. Su propósito en la vida es ninguno. Su forma de estar: quererlo todo como el niño consentido que se aburre de sus juguetes y disfruta rompiendo los de sus compañeros de parque. Su función: hacer  sentir a los demás que son personas normales, más o menos. Su viabilidad en la historia: la misma que todos sus antecesores. Su valor real: el de las escorias. Y me refiero a las escorias hasél, evidentemente.

Que sus fechorías sirvan de pretexto para que un gobierno de insensatos, trepas, resentidos y sifilíticos intelectuales traiga a debate el valor supremo de la libertad de expresión, es materia de la que debería encargarse la dirigencia política opositora, cada cual en su ámbito. Y allá cada cual.

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