Hace unos años, en el Partido Popular, si eras sospechoso de conservadurismo te mandaban al segundo sótano, a poner sellos a las estampitas de la Almudena y las felicitaciones de navidad que la dirección enviaba cada año a la Conferencia Episcopal. Ahora no hace falta ser de derechas para sentir el aliento del aparato: con ser del PP, basta. Si eres del PP, te rompes la piel por el partido y encima triunfas como la señora Ayuso, te cortan las alas en nombre de la democracia interna y, probablemente, te caiga encima una campaña de desprestigio diseñada por las mismas cloacas que recuperaron aquel vídeo de Cristina Cifuentes distrayendo cosméticos en un centro comercial. A la simpática Cristina, 25 euros en cremas antiedad le costaron la carrera política. El delito de Ayuso es bastante más grave: haber derrotado a la izquierda madrileña, la más pizpireta, leída y duchada de España, en su propio terreno y con números apabullantes. Ya lo dijo Fraga, en tiempos de Hernández Mancha: «A la derecha no le van los líderes jovencitos». Ni jovencitos ni mujeres que pisen fuerte, por lo que se ve. La dirección del PP, fiel a una historia colmada de grandes mayorías desperdiciadas y grandísimos debacles judiciales, continua pertinaz en su estética de señores enchaquetados, de entre los cuales, si alguno y por desgracia no hubiese cumplido los cincuenta, deberá ceñirse a los usos ancestrales del gustavito medio monago y medio meritorio en Banesto. Y no hay otra.
Los medios de toda orientación claman ante esa habilidad asombrosa del PP para «dispararse en el pie», pero un servidor, humildemente y según sus cortas luces, está convencido de que en esta batalla se juega bastante más que la dirección en Madrid o el liderazgo nacional del partido. Lo que hay en discusión, aunque la mayoría de los implicados no sean conscientes de ello —lo que no quiere decir que sean unos inconscientes, si bien… vaya usted a saber—, es el propio concepto y exacta ideación proyectada del partido hacia sus votantes y la ciudadanía en general; o dicho en castizo, que para eso hablamos de Madrid: qué leches es el PP. Porque eso sí lo tengo claro: el Partido Popular de Casado y el de la señora Ayuso no son la misma cosa. Barajemos.
El PP de Casado es el de toda la vida, una organización política articulada y dirigida como una empresa, con sus éxitos y sus chanchullos —como todas—, que se alterna con el PSOE —también de toda la vida— en la gestión de unos intereses públicos cada vez más dispares y ajenos a los centros capitalino-gubernamentales de decisión.
Casado en sí mismo es epítome de ese concepto catastral de la política. Rebelde en orígenes, vencedor de unas primarias en las que todos los aspirantes se pusieron de acuerdo, en segunda vuelta, para chinchar a su poderosa oponente, rápido volvió al orden de los despachos, la sensatez de albacea inexperto que encuentra entre sus manos, de repente, una herencia cuantiosa y complicada, con más números atravesados en el debe que en el haber. Su mérito hasta el momento ha sido no derrochar lo recibido y administrar más o menos el aire que le van dando los ingenios y despistes de la izquierda gobernanta. Su campaña personal en las elecciones de 2019 fue tan correcta y educada como insulsa, como de oposición a notarías bien preparadas y temario repasado a la hora del café y un poco antes de la siesta. No me gusta hablar sobre «impresiones generales», entre otros motivos porque nunca he tenido vista ni talento para descifrar el espíritu y pulsos de cada tiempo, pero en fin, adelantadas disculpas por la hipérbole, me atrevo a decir que la impresión general, tras el segundo asalto en las elecciones del 19, fue que el avance del PP estaba más claro en las encuestas de Tezanos que en el propio partido, y que el mejor propagandista del voto conservador fue aquel Iglesias de la coleta que ya nunca volverá con coleta.
Ayuso es cosa distinta. Ella no ha ganado unas primarias supervisadas por el aparato del partido, sino una brega muy zafada, correosa, contra la izquierda bonachona de Gabilondo, la angélica espiritual de Mónica Madre Médica y la callejera podemita. Si un servidor fuese marxista, incluso leninista, diría que Isabel Díaz Ayuso ha forjado su presencia en la política «al calor de la lucha de clases», donde se verifican los proyectos con sustancia y los lideratos consistentes, donde se desinflan entre suspiros y delicada melancolía los inventos ilustrados de biblioteca y salón. Ayuso es más que un partido y unas siglas. Ella misma lo dijo tras las elecciones de mayo a la Comunidad de Madrid: «Tengo muchos votos prestados». El político que reconoce tener la confianza a crédito y no en propiedad conoce las ventajas de no entrar en guerras absurdas y, por tanto, puede aprovechar las ventajas de entrar en guerra cuando convenga. Si el aparato y las baronías del PP piensan que su ceja levantada contra Ayuso va a conducir a un fecundo debate sobre los asuntos internos del PP, se equivocan como casi siempre. A ver si se van enterando: las luchas intramuros y los discursos doctrinarios en el seno del PP no interesan ni siquiera a los militantes del PP en su inmensa mayoría. El modelo de partido que se piensa a sí mismo y se proyecta después hacia la sociedad para «concienciarla» sobre su programa, está más visto que el lunes y más anticuado que los chistes de Quevedo. La pugna ideológica en nuestro tiempo sentimentalizado y nuestra realidad globalizada no es entre programas sino entre valores, principios, definiciones y, permítanme, maximalismos. Ya no hay debates sobre la evolución del PIB y las previsiones arancelarias conforme a los tratados internacionales, sino sobre el derecho a la propiedad privada y el papel del Estado como administrador de la función social de la riqueza, si tal cosa existiera. Nuestros diputados ya no gallean sobre quién es más demócrata sino sobre la pertinencia y sentido de la democracia. Ese es el terreno donde ha triunfado la señora Ayuso, en la impugnación a la totalidad de las categorías teóricas de la izquierda. Y ha ganado porque tiene las tres cosas necesarias para llegar lejos: iniciativa, capacidad y experiencia —esto último, sobre todo, después de la complicadísima gestión de la pandemia en Madrid—. Las dinámicas sociales siempre desbordan a los planteamientos partidarios, y a quien no se haya enterado de cosa tan simple, a estas alturas del cuento, no merece la pena que se le explique por segunda vez. Esto va por oleadas, conforme la figura de los partidos de toda la vida se desdibuja y, consecuentemente, crecen los movimientos validadores en el carnívoro ecosistema de la rivalidad política. Al PP, sospecho que sin pretenderlo ni saber de qué va la historia, le ha salido por natural la opositora perfecta ante esa especie de «doctrina de las buenas personas» que están promoviendo, desde hace mucho, gentes tan variopintas y de tan poco esperar de ellas como doña Colau, García, Carmena, Errejón, Oltrá y otras, sin olvidar a las Montero. ¿De verdad la dirección del PP cree que el debate genuino está entre Casado repeinado, Sánchez más repeinado aún y todes esas miembras? ¿En serio piensan dejar a Ayuso en el banquillo cuando llegue el momento? El cual momento, por cierto, hace tiempo que ha llegado.
Venga ya…