Cuando en los albores del año 2020 sorprendió al mundo la noticia acerca de un virus que comenzaba su aparente efecto dominó entre los hombres, la reacción inicial fue cierto escepticismo ante su lejanía, China siempre queda lejos. Al poco tiempo, la expansión universal de ese virus (sueño del globalismo mediático) fue ganando más terreno en las conciencias que en los cuerpos y se desencadenó un proceso coyuntural que hoy, a dos años de su inicio, continúa siendo portada de diarios y material de opinión del periodismo, esos “analfabetos locuaces” como los suele llamar entre nosotros Don Alberto Buela. Las postales más extrañas se han sucedido ante nuestros ojos, desde el negador serial del virus hasta aquel que salía a la calle vestido de apicultor con doble mascarilla y el dedo índice en el gatillo de la botella de alcohol. Las coyunturas de la historia (también los dramas personales) sacan a relucir nuestros propios fantasmas, sombras desconocidas hasta ese momento. José Larralde lo canta en una hermosa página titulada Como quien mira una espera. Dice José: “El hombre, como los arroyos, suele ser un montón de recovecos”
En el curso de estos dos años, los “expertos” (siempre me pregunté cómo pueden existir expertos sobre algo desconocido) nos cambiaron varias veces las cartas del mazo. Desde lo más trivial, por ejemplo, dejar los zapatos fuera de la casa o no cantar en habitaciones cerradas cuando compartimos con otros ese espacio, hasta cuestiones más serias. Largos días hemos escuchado de labios de esos “expertos” que los niños no eran vectores de contagio, es más, cuando los casos del virus (según cifras oficiales) estaban desatados allá por 2020, uno concurría al mercado o caminaba por la ciudad y observaba matrimonios, mamás o papás de la mano de sus hijos, ellos cubiertos con la mascarilla y los niños con sus sonrisas o sus llantos al aire libre. Dos años después, la comunidad científica recomienda (impone en realidad) la vacunación a niños en edades bien tempranas, incluso mujeres embarazadas. El viejo Unamuno decía “hablo de mí porque es el hombre más cercano que tengo”, pues bien, yo hablo de mi Argentina porque es mi dolor y mi desvelo. Un gobierno impresentable desde lo político y lo moral (otro tanto le cabe a gran parte de la oposición), ha hecho del combate de este virus, su causa y su bandera. Ellos son los gestores y capitanes de esta crisis sanitaria y como tales, se erigen en legisladores y jueces del correcto vivir. Lo extraño, lo incoherente a todas luces, es que los mismos que militaban hace uno o dos años, la muerte prenatal, esos que enarbolaban el apotegma “mi cuerpo, mi decisión”, no solo se muestren genuflexos ante la agenda impuesta, sino que además abracen causas que, por ideología, deberían ser refractarias a su propio espíritu. Se pinchan 3 veces en diez meses, y aun más, hay que aplicarse tantas dosis como sean necesarias de las vacunas que ellos no producen y que, por tanto, provienen de quienes poseen el capital para fabricarlas, es decir, de los poderosos del mundo. No sólo son gendarmes de lo políticamente correcto y cultores de una neolengua, sino que además proponen, imponen y defienden el control social. Entonces uno se pregunta: ¿Pero la imposición, la exhibición de “pases” para circular libremente y las multas por insubordinación, no corresponden a modelos ideológicamente afines a la derecha? “No – responden ellos-, lo hacemos para cuidarte”. El nuevo progre de esta parte del mundo, predica indigenismo, hace retiros espirituales en Machu Picchu o en el Uritorco, son facultados en “Pachamamalogía”, pero en esta crisis sanitaria hacen actos de fe con los laboratorios internacionales. Esas historias de la izquierda y de la derecha, ya las conocemos. Lo hemos dicho en algún otro artículo: la dialéctica izquierda-derecha es infecunda, las cosas hoy se debaten entre identidad vs globalismo. El progre modelo, exhibe orgulloso el cartoncito del pinchazo, publica fotos con sonrisas forzadas y la frase “tercera adentro” y rebajan, poco más que a leproso social, a quien ose reconocer públicamente que no está vacunado. En el fondo de este comportamiento, se esconde la médula esencial de toda ideología y que Nietzsche vio con claridad: la voluntad de poder.
En la otra vereda, aparentemente opuestos a esta fauna, pero compartiendo criterios, reconocemos a los hijos tardíos del rigorismo kantiano. A un deportista de elite, le prohibieron hacer lo mejor que saber hacer, jugar al tenis, bajo la excusa: “es un mal ejemplo para la sociedad”. ¿Cómo juzga el kantiano del siglo XXI esa sentencia? Obviamente, con incondicional apoyo: “La ley ante todo”. Entonces uno repregunta: ¿Pero no alcanza con un test previo a cada partido para demostrar que no está enfermo? No, no basta, primero y ante todo la ley. Si la ley dice que uno debe recorrer la ruta del desierto con mascarilla puesta, así debe hacerse. No importa si vas sólo y el aire puro mece los cardos de la pampa extensa. Ellos fornican con la ley y gozan con el derecho positivo. Es en vano explicarles que la ley debe estar sancionada por una autoridad justa, amparada en el sentido común y en orden al bien de la comunidad. No obstante, una cualidad hay que reconocerles: no fingen como los progres. El progre básico no cree en el control social, lo milita porque en el poder se encuentra un signo político afín a sus ideas. El rigorista, generalmente es un caso clínico ejemplar de personalidad obsesiva. El kantiano se vacuna 3 veces en diez meses y si sale a pedalear un domingo a las 7 de la mañana, abajo del casco debe llevar la mascarilla bien colocada. Entre ambos, se ubican los “hombres de ciencia” de los que prefiero omitir opinión, primero, quizás, por ignorante y luego porque algún médico me salvó la vida alguna vez. Ahora bien, habría que realizar un profundo análisis sobre el comportamiento de estos hombres en el curso de esta coyuntura: recomendaciones infinitas, firmas de puño y letra, casi ninguna.
Lejos estoy de abrazar teorías conspirativas, intento hacer fenomenología de ojos abiertos. Mientras tanto, aguardo que esta solapada dictadura sanitaria de los poderosos de turno y de sus portavoces, termine dejando las menores secuelas posibles. Y sigo estrechando la mano y abrazando criollamente, porque el apretón contra el pecho también es curativo.