A la vejez, punkarra

Yo de joven era de izquierdas, como todo el mundo. Después me fui dando cuenta poco a poco —no de golpe, no me caí del caballo, poco a poco, así decía—, me fui dando cuenta, decía, de la cantidad de disparates en los que había que creer y la obscena porción de dogmas que debía tragar, incluida la defensa de algunos “principios” bastante pringosos, para seguir siendo considerado un bien pensante; y me dije: poco a poco.

A poquitos, he intentado (re)construirme como individuo que piensa por sí mismo —al menos lo intento—, sin dejarme atrapar por esa dicotomía maniquea y estúpida de “la izquierda y la derecha”, un ardid ideológico eficiente para tener entretenida a la audiencia mientras que el sistema se dedica a sus chanchullos. Desde hace muchísimo tiempo no me cabe en la cabeza que en esta época de ciencia cuántica y realidades virtuales, imágenes en 3D, metaverso, hologramas que en menos de una década sustituirán a los teléfonos celulares, etc, la clasificación del pensamiento, en cuanto a asuntos de lo público se refiere, continúe ciñéndose a las leyes de la línea recta: a un lado, a otro y no hay más; en todo caso, para sensibilidades conformistas, cabe aquello de la transversalidad, que es una forma fina de definir lo ecléctico, es decir: el refrito. Me acuerdo del primer lema de la famosa UCD de Adolfo Suárez —qué tiempos— “Lo mejor de la derecha y lo mejor de la izquierda”. Anda, nos ha jodido el publicista: si pudiera fusionarse lo mejor de la izquierda con lo mejor de la derecha esto no sería el mundo cruel sino el infierno abierto las 24 horas porque, sospecho, los peores fenómenos que padecemos como seres sociales se deben precisamente a la manía que tienen la izquierda y la derecha de hacerlo todo mejor cada día, cada vez más y encima de propia iniciativa, sin que nadie les haya pedido el favor de que nos arreglen la vida. En fin, vamos a lo que íbamos, que divago.

Convencido estoy de que la izquierda se ha contagiado de los peores defectos de la derecha, aquellos que siempre se le han achacado a la gente conservadora, como el autoritarismo,  el mesianismo y la obediencia ciega al dogma. No hay más que dar un paseo por cualquier sitio de internet donde abunden morados y fucsias para comprobarlo. Aunque también la derecha ha copiado vicios que en otro tiempo eran patrimonio izquierdista, como la demagogia, el populismo a toda máquina y la condescendencia cultural. En realidad todos juegan el mismo partido, en el mismo campo y ante el mismo público. Todo es imagen, propaganda y relato. La política se puso a dieta electoral hace mucho, de tal manera que fuera del debate con la vista puesta en las encuestas sobre intención de voto no hay nada. Todo previsible, naturalmente. Cuando dejé de ser de izquierdas tenía muy claras dos cosas: que la izquierda había dejado de ser de izquierdas antes que yo y que el activismo ya no tenía ningún sentido, puesto que la propaganda, la publicidad y la agitación en redes sociales lo ocupan todo. Habrá quien me diga: “Tiene sentido el activismo humanitario, solidario”. No lo niego, pero mi experiencia en ese territorio de lo filantrópico —alguna tengo—, me indica que las tensiones internas, la lucha de intereses y la imposición de líneas de acción vinculadas a provechos de todo tipo, desde los personales a los ideológicos, son exactamente los mismos que en cualquier partido político, no digamos un sindicato o una asociación cívica, gremial o profesional. Conmigo que no cuenten; o quizás habría sido más acertado escribir: conmigo no contéis más.

Pero no nos vengamos tan arriba. Por supuesto, me repele la posición mercurial del “todos son iguales”. También me dice la experiencia que las personas definidas por su no definición, o por su panzuda impugnación a la totalidad, descreídas de todo y de todos, en el fondo lo que buscan es llevarse bien con todo el mundo y abrevar donde se pueda sin distinción de tendencias. Tampoco sirvo para eso. Lo mío es una aceptación por descarte y teniendo muy claro lo que no quiero, porque sé de sobra que lo que quiero nunca va a cumplirse. En estos negocios de la política todos somos un poco el señor de malas pulgas que lejos de envidiar el coche del vecino está deseando que el vecino se quede sin coche. Y más en concreto, no aguanto a los que predican por predicar y cuentan las milongas que hagan falta con tal de ganarse al votante. Prefiero a los que no engañan sobre sí mismos y dicen la pe y la pa de su programa aunque no guste a mucha gente. Por lo castizo: prefiero a un hijoputa viniendo de frente, con toda su hijoputez por bandera, que a un meloso venenoso de los que te denuncian ante fiscalía por llamar transexual al transexual que antes de ser mujer era un hombre. Todo ello por pura lógica: el equivocado puede enmendarse, el malvado puede arrepentirse y emprender la senda de la redención, pero el convencido de ser la bondad personificada jamás va a sospecharse a sí mismo como lo que es: un santurrón miserable que necesita castigar a los demás por no ser tan perfectos como él. No sé si me explico. ¿Se acuerdan de la gente que durante la pandemia salía a los balcones cada tarde a aplaudir y cada noche a insultar a los que paseaban al perro? Les llamábamos “la policía de los balcones”. A esos me refiero. Son muchos y tienen suficientes partidos que los representan y bien merecen. A esos, ni en pintura, ni benditos ni con un billete premiado de la lotería en el bolsillo. Con esa gente, ni a la esquina. Los males que esa gente y las ideas de esa gente prefiguran para la humanidad son mucho mayores, de infinito mayor calado que los males que hasta hoy, a trancas y barrancas, hemos sufrido y a trancas y barrancas superado.

Creo que todo lo anterior me sitúa en la órbita del conservadurismo. Bueno está. Hace poco leí que ser conservador hoy en día es un posicionamiento cultural y vital disruptivo. “El nuevo punk”, dicen. A mi edad, ya ven. Bueno, la vida y las cosas de la vida…

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