El día 2 de noviembre del 2025, el medio digital de mayor audiencia en Nueva Zelanda, Stuff[1] publicó un artículo titulado: ‘He said he believed in me’: Student calls relationship with lecturer ‘adult grooming’. Lo que en español vendría a ser algo así como: “Él dijo que creía en mí’: estudiante llama ‘adult grooming’ a una relación con un profesor”. El artículo en cuestión está aquí: https://www.stuff.co.nz/nz-news/360872331/he-said-he-believed-me-student-calls-relationship-lecturer-adult-grooming, para quien quiera tomarse el trabajo de leerlo y sacar conclusiones propias.
El término “grooming” es difícilmente traducible en una sola palabra al español. Si uno consulta los diccionarios al uso, encuentra que el vocablo refiere a cosas tan dispares como el aseo personal (ya sea humano, canino o equino), la preparación de caminos para su uso recreativo, o la formación progresiva de alguien para asumir un rol profesional. Sin embargo, es en su cuarta —y última— acepción donde el término cobra el significado que aquí nos interesa:
“un acto o proceso mediante el cual se condiciona o manipula emocionalmente a una víctima de forma gradual, a través de halagos, regalos o vínculos afectivos, con el fin de conducirla hacia una relación sexualmente abusiva o depredadora.”[2]
En este sentido, este rótulo se ha venido utilizando para describir, sobre todo, actos ejecutados por adultos con el fin de acercarse y, en ocasiones, establecer relaciones con menores, movido por un interés ulterior, en no pocas ocasiones asociado al contacto carnal o incluso el abuso de estos.
En español, podría describirse como un acto de manipulación emocional ejercido sobre menores, quienes carecen de la madurez necesaria para comprender las intenciones ocultas tras ciertos comportamientos afectivos —basados en halagos, cuidados o vínculos aparentemente inofensivos— cuyo propósito final es obtener algo de ellos. De ahí que las víctimas más comúnmente asociadas al fenómeno sean precisamente aquellas consideradas más vulnerables a estas estratagemas.
No voy a detenerme en demasiados detalles del incidente vinculado a la publicación, pues no son tanto los hechos en sí como ciertas ideas que se agitan en lo profundo del caso, las que me interesan. Y no tanto por su naturaleza, sino por lo que significan como reflejo de las ideologías que pululan en eso que, cada vez más vagamente, aún se denomina ‘civilización occidental’.
De cualquier manera, y a modo de ponernos en contexto, digamos que el caso trata de una estudiante y un profesor que, durante dos años, mantuvieron una relación sentimental con todo lo que ello implica, incluido el contacto carnal.
La joven había llegado a Nueva Zelanda desde Alemania para cursar un par de años de su carrera, y en aquel entonces tenía 21 años. Del profesor no se menciona la edad, pero se reconoce que era mayor que ella. Cinco años después, ya con 26, ella decide contar su historia en un artículo, incluyendo un video en el que narra los hechos.
Según se menciona en el texto publicado, actualmente ella es una “escritora ascendente” que denomina su experiencia como “adult grooming”, ya que, según su testimonio, la táctica que utilizó el profesor para acercarse a ella fue la de halagarla. “He called me sunshine” (“me llamaba mi rayo de sol”) y, aparentemente, no dejaba de recordarle sus múltiples talentos ni de decirle cuánto creía en ella.
Según menciona la propia exestudiante, quien escribió un texto sobre su experiencia (disponible aquí: https://www.stuff.co.nz/nz-news/360872407/aint-no-sunshine) , estos halagos y conversaciones fueron acercándola progresivamente al profesor, hasta el punto de colocarlo en el “centro de su vida”. Cuando la relación se tornó física —en el sentido de una relación sexual consentida— ella no puso objeción alguna. La conclusión fue que ambos sostuvieron una relación amorosa entre 2020 y 2023 que ahora ella “cree” que fue basada en una dinámica que implicó el ejercicio de “grooming” sobre ella.
Ahora, casi tres años después de esos hechos, ella decidió hacer pública la historia con el objetivo de promover una reflexión sobre este tipo de situaciones, ya que “Nueva Zelanda no tiene leyes que protejan a los adultos contra este tipo de interacciones”.
Como ya apuntamos, lo que define al “grooming” no es tanto el hecho de la manipulación en sí, ni sus resultados, sino el carácter particular que esta presenta. No se ejerce mediante el dolor o el castigo, sino —digamos— a través del convencimiento la vía del placer que producen los halagos. Sería algo así como un ejercicio consciente de manipulación del ego ajeno, con el fin de convencerle —a través del hedonismo— de realizar actos deseados por el ejecutor. La clave, es que la víctima sea incapaz de percibir la estrategia, ni asociarla con sus fines.
Hasta aquí, no habría mayores objeciones en utilizar una terminología concreta para describir un fenómeno de la realidad. El problema comienza cuando a este mismo concepto, “grooming”, en aras de extender su uso a otras situaciones consideradas similares, se le agrega el adjetivo “adult”, es decir, “adulto”. En ese momento, el término no solo se vuelve oscuro y confuso, sino directamente contradictorio.
Si el término “grooming” se asocia al convencimiento sin que medie la violencia y basándose en la imposibilidad, por razones de experiencia vital, de no comprender el mecanismo de manipulación —de aquí que se asocie con menores— el “grooming” con adultos simplemente no existiría. Ante este argumento, habría quien podría oponer la idea de que algunas personas no están capacitadas —por razones de madurez, incluso cerebral— para tomar ciertas decisiones con plena autonomía hasta, quizá, los 30 años. Esta tesis cobraría aún más fuerza si consideramos que, en las generaciones actuales, la adolescencia se extiende casi hasta la tercera década de vida.
Pero también podríamos decir que hay menores de edad legal que poseen mucha más madurez e inteligencia que muchos treintañeros, aunque eso no les habilita para tomar ciertas decisiones. Aquí el debate se centra en dónde trazar la línea.
Por razones institucionales —y dicha línea varía según el contexto geográfico— la mayoría de los países occidentales considera que, para la mayoría de los asuntos legales, una persona mayor de 18 años es un adulto. Esta categoría no suele discriminar entre etapas: es decir, una persona de 20 años es tratada legalmente igual que una de 70. Ambos son considerados adultos.
En lo que respecta a las relaciones sentimentales consentidas como las descritas, la sociedad —legalmente hablando— no tiene mucho que decir… al menos por ahora. En el plano organizacional, podríamos acordar que la conducta del profesor fue reprobable, en tanto violó el código ético establecido por la institución que lo empleaba, al mantener una relación íntima con una estudiante, algo contractualmente prohibido por la universidad.
Sin embargo, esta normativa también se aplica a los estudiantes, ya que este tipo de relaciones puede utilizarse para obtener prebendas inmerecidas en el sentido inverso. En este caso en particular, una investigación independiente realizada por la universidad concluyó que no existió ningún beneficio, ni que la relación en cuestión afectó el desempeño académico ni docente de los implicados.
Dicho esto, volvamos al debate en cuestión. La pregunta gira ahora en torno a la publicación misma, las intenciones de la autora… y sus consecuencias añadidas. No existen leyes en Nueva Zelanda que nos protejan del “adult grooming”.
Más allá del hecho de que habría que demostrar si algo así siquiera existe —pues parte de ser adulto implica asumir el control sobre las decisiones personales, con todo lo que ello conlleva—, la cuestión de fondo es por qué debería existir una legislación al respecto. O, acaso igual de importante aún: ¿por qué hay sectores de las generaciones actuales que consideran que la sociedad debe intervenir en este tipo de comportamientos, y lo ven incluso como “una falta de democracia”? [3]
Cuando entramos en el terreno de las intenciones y las conductas afectivas entre adultos, la referencia objetiva comienza siempre a desdibujarse, esto es así. La “literatura” existente —sobre todo en plataformas virtuales— salva este escollo recurriendo al argumento de las relaciones de “poder” que estarían presentes necesariamente un caso de ‘grooming’ en adultos. El ‘poder’ es aquí una suerte de deus ex machina del pensamiento social contemporáneo, que automáticamente neutraliza toda crítica posible. Donde media el poder, hay una víctima, y donde hay una víctima, el análisis racional queda suprimido ante el imperativo de solidarizarse con lo victimizado.
Si la condición de víctima es objetivamente determinable, no habría inconveniente en que así se procediera: esa es, en esencia, la función de la justicia y de los mecanismos legales establecidos por las sociedades humanas. El problema surge cuando, en un número creciente de casos, dicha condición se vuelve cada vez más difusa. Para las instituciones encargadas de sancionar estos hechos, muchos de los fenómenos implicados simplemente escapan al marco de lo objetivamente demostrable.
La solución ante los problemas que genera esta falta de asideros concretos suele encontrarse en el recurso de la percepción subjetiva como razón suficiente para la acción social. Si me percibo como víctima y así lo declaro, entonces lo soy, no solo en el ámbito íntimo de mi interpretación personal, sino también en la realidad misma.
En el discurso público contemporáneo, este proceder se ha vuelto cuasi canónico, y quienes lo adoptan adquieren un estatus beatífico que difícilmente puede ser cuestionado. La publicación del texto de referencia lo evidencia: ha bastado con que la autora “crea” que fue víctima de grooming por parte del profesor, para que su relato acceda de inmediato al debate público.
¿Cuál es el argumento de la autora y protagonista de esta historia? Que la sociedad debe reflexionar —y quizá actuar— porque “yo sufrí”, “yo” “la pasé muy mal” tras la separación. El mantra del “yo” sintiente, ligado al derecho a ‘pensar’, ‘hablar’ y ‘ser escuchado’, se erige aquí como justificación más que suficiente para hacer arder el mundo si fuese el caso.
El “siento, luego existo” se ha convertido en la brújula que orienta y justifica buena parte de la actuación social contemporánea. El derecho consuetudinario pierde su vigencia porque, al no existir una comunidad moral —entendida como el conjunto de valores que vertebra a un grupo—, el sentido común se convierte en el menos común de los sentidos. Cada acto singular debe entonces ser filtrado por el tamiz de lo social, cuya voz se expresa hoy en las plataformas digitales de opinión.
Nadie puede lanzar la primera piedra, porque no hay quien esté libre de pecado. Todo, de todos, puede ser discutido y juzgado. Cada conducta reiterada o acto puntual —pasado, presente o futuro— queda expuesto al panóptico de una porción de la sociedad, siempre vigilante a través del dispositivo digital. El yo del pasado y el del futuro se funden en un presente perpetuo, desde el cual pueden ser evaluados en cualquier momento según el prisma emocional del ahora.
En el caso que nos ocupa, las conversaciones privadas por mensajería entre los implicados fueron presentadas como evidencia inobjetable ante el tribunal de lo público. En ellas, al parecer, se recogen “claramente” los halagos, galanterías y estratagemas empleados por el acusado y cómo su “víctima” fue cediendo ante estos.
Aquello de: “el secreto lenguaje de los amantes”, que dijera el poeta, queda desplazado ante el imperativo sensible de lo presente. No importa lo que se haya dicho o hecho en el pasado. Si hoy “creo” que sufrí, con eso basta para que todas y cada una de mis acciones sean perdonadas. Mi condición de víctima inconsciente —establecida desde el ahora— anula automáticamente cualquier argumento racional en mi contra y, de paso, cualquier cuestionamiento a mis intenciones o mis actos.
Hasta no hace mucho, las sociedades contaban con buenas razones para fundamentar sus actos punitivos en evidencias objetivas y demostrables. Los misterios de las relaciones interpersonales íntimas, hasta cierto punto, marcaban un límite para el juicio objetivo, dada la imposibilidad de juzgar situaciones basadas únicamente en la interpretación subjetiva. Hoy, sin embargo, esa válvula de seguridad ha quedado desarticulada por el sufrimiento singular de una víctima autodefinida como tal.
En estos casos, la interpretación de la víctima que sufre confiere por sí sola un peso objetivo al argumento, haciendo innecesario saber siquiera si el implicado realmente creía en sus palabras cuando la halagaba durante su romance.
No hará falta, supongo, explicar que el profesor en cuestión fue gentilmente invitado a presentar su renuncia, pues el Tribunal Supremo de la moral virtual así lo ha determinado. A ello habría que sumar que la universidad ha debido invertir tiempo, dinero y recursos en una serie de actos flagelantes y autoincriminatorios, al mejor estilo de las purgas soviéticas durante el estalinismo, buscando que el asunto pase a ser borraja digital lo antes posible.
Podríamos aquí estar ante un ejemplo de lo que Diego Fusaro llama “complejo de Telémaco”[4], refiriéndose a una exacerbación patológica aparecida en las sociedades occidentales post-68, donde los jóvenes esperan la restitución del orden social por parte del padre (el Estado), incluso en los asuntos más pedestres y acaso íntimos.
Por paradójico que resulte, esto bien puede ser consecuencia de una ideología que, entre otras muchas, se define por el rechazo sistemático de todo conocimiento históricamente consolidado y de las instituciones culturales transmitidas por la tradición o la familia. Las generaciones actuales parecen estár enteramente desvinculadas de las líneas de educación familiar, de las sapiencias tradicionales y de los códigos —otrora elementales— de conducta social.
Una parte del ámbito ideológico dominante en el occidente colectivo pareciera incitar activamente al rechazo de toda normativa moral, consideradas como “imposiciones” sociales, por el solo hecho de provenir del exterior del yo. Tras esta idea se esconde una supuesta autenticidad de lo subjetivo, la originalidad prístina del yo-sustancia que, al parecer, vendría inmaculada desde los inicios de la creación.
Lo paradójico de este cóctel es que genera una anarquía tal, que acaba por poner en manos de la tecnocracia toda decisión, no ya colectiva, sino incluso individual. Al anular lo colectivo —reflejo dialéctico de lo subjetivo— terminamos por imponerlo, pero con otro cariz: todo, absolutamente todo, pasa a ser legislado y, ironicamente, determinado desde fuera.
El peligro no es entonces, como creen algunos “libertarixtas” radicales, que ciertos Estados intenten imponer medidas de control hasta en lo más mínimo de nuestras existencias. La cuestión de fondo aquí es que al subjetivismo sentimentalista extremo no le queda otro camino que remitirse al juicio público buscando la reafirmación constante de sus actos, de aquí que seamos nosotros mismos los estemos clamando por este control.
Casos como el analizado —que antes habrían quedado en el terreno de lo literario, o de tópicos para canciones o poemas, precisamente por su carácter subjetivo— son hoy examinados públicamente bajo la lupa del catecismo neopuritano de la generación del milenio.
Para quien ha trabajado —por suerte o desgracia— en el ambiente universitario la mayor parte de su vida, no resulta sorprendente esta incapacidad de una parte de las generaciones más jóvenes para tomar el control de sus acciones, aprender de sus resultados, y crecer y madurar con lo vivido.
Sin embargo, no por ello deja de ser inquietante, pues todo este andamiaje de “protección”, “defensa”, “cuidados” y “derechos individuales” —supuestamente pensado para formar generaciones menos inhibidas o temerosas, mentalmente más estables y acaso más felices— está, en realidad, generando exactamente lo contrario en las sociedades occidentales primermundistas, matrices de la mayor parte de las ideologías hoy dominantes.
El caso aquí analizado es un buen ejemplo de ello. Los fracasos amorosos, las relaciones interpersonales complejas, los corazones rotos… son parte de la vida. Es más: podemos afirmar que son una parte esencial de ella.
No afirmo que el sufrimiento personal sea placentero, ni que no hayan quienes padezcan consecuencias mentales, a veces serias, a causa de estas experiencias. Pero crecer es aprender, a veces con dolor. Basta una mirada a la literatura universal para darnos cuenta de que estos asuntos han sido el eje ontológico de lo social desde que decidimos que juntos somos mejores que separados.
Las relaciones interpersonales son siempre complejas; las sentimentales, aún más. Y quien tenga miedo a sufrir no puede siquiera rozar los límites de la pasión. No por azar, uno de los sentidos de esa palabra tiene que ver con el sufrimiento. Esto, al menos, habría que recordárselo a los jóvenes de hoy.
Las interacciones humanas reales tienen sus propias reglas, y son muy distintas a las relaciones digitales imperantes. Preocupa —y mucho— que las vidas de las personas se parezcan cada vez más a las vidas virtuales de las redes sociales, donde todo es opinable y donde, aparentemente, no habría consecuencias en explayarse.
La realidad no funciona así: hay consecuencias para nuestros actos, y estas pueden ser tanto individuales como sociales. No todo está justificado en nombre de nuestros sufrimientos personales.
Hay situaciones en las que conviene —y está bien que así sea— que la sociedad intervenga. Pero hay otras en las que, simplemente, no debe hacerlo. Y no por razones de tradición moral, sino por el hecho fáctico de que hay experiencias subjetivas que resultan ininteligibles para otros, y que pueden prestarse a confusiones peligrosas cuando se generalizan.
Ciertas relaciones sentimentales entran en ese terreno incierto donde jamás podremos tener una idea clara y definitiva de lo ocurrido. Ante misterios de tal naturaleza, cada cual ha de sacar sus propias conclusiones y moralejas vitales, que —a lo sumo— podrán convertirse en una filosofía de vida personal, con derecho a ser transmitida como sapiencia, pero sin pretensiones catequéticas para con el resto.
De la misma manera que hoy podemos pensar que nuestras acciones pasadas fueron equivocadas —que incluso otros influyeron en esos errores—, no estamos exentos de tener una opinión distinta en el futuro. Es más, en no pocos casos ocurre que la vejez nos lleva a mirar las heridas del pasado como fuentes de buena parte de nuestros conocimientos vitales.
Lo patético del caso es que —socialmente hablando— es casi seguro que todo esto no habrá servido más que para generar un par de likes y alguna oración impactante en algún sitio virtual de mala muerte. Las vidas concretas, sin embargo, ya han quedado marcadas a fuego. Y mucho me temo que no vamos a saber qué opinan de todo esto los implicados actuales, ni a mediano ni a largo plazo.
Para cuando lleguen esas conclusiones futuras, esta historia no será más que un bit perdido en algún servidor remoto del planeta. Quizá entonces sus protagonistas hayan vuelto al punto inicial, donde solo ellos —si acaso— creerán saber qué les ocurrió realmente.
Tiempos interesantes estos que nos han tocado vivir.
[1] Stuff: Latest breaking news | New Zealand
[2] Grooming, https://www.dictionary.com/browse/grooming
[3] Esto escribía un usuario en la red social Reddit, en un intercambio a propósito de la publicación en cuestión.
https://www.reddit.com/r/newzealand/comments/1om0b5k/he_said_he_believed_in_me_student_calls/
[4] https://posmodernia.com/necesitamos-el-retorno-del-padre-y-del-estado/