«Saca la lengua, Ulises, y pruébala. ¡Es amarga! ¡Es agua del mar!», escribe Álvaro Cunqueiro en Las mocedades de Ulises, una novela por la que transita la sabiduría clásica en esa hábil mixtura con que el maestro de Mondoñedo era capaz de religar el fondo común, indiferenciado, de los espacios culturales de occidente. Merlín y familia, Un hombre que se parecía a Orestesy El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes serían otras obras suyas marcadas por aquella tendencia a fusionar las raíces profundas del conocimiento humano y el sentido elaborativo de la existencia, propias del espíritu europeo y admirablemente hilvanadas gracias a la genialidad de nuestro autor.
He utilizado la cita que encabeza este artículo en muchas ocasiones. Creo que figura al principio de alguna de mis novelas, divago sobre ella en el curso de narrativa y creación literaria que esta misma publicación —Posmodernia— tiene la amabilidad de promocionar entre sus contenidos; he mantenido conversaciones muy largas con otros escritores, en ciernes y consagrados, sobre el significado y alcance de esas frases sencillas y poderosas, manteniendo siempre mi convencimiento de que en las doce palabras que las componen se encuentran compendiados todo el significado, todo el propósito y toda la utilidad posible del arte literario. No exagero ni pretendo “epatar” a nadie con este voluntarioso maximalismo: si alguien me preguntase —a veces me lo han preguntado—, qué cosa es la literatura, la narrativa, lo poético, respondería con toda pertinencia, seguramente con todo descaro: «Saca la lengua Ulises, y pruébala. ¡Es amarga! ¡Es agua del mar!”. No creo necesario entrar en fárragos hermenéuticos sobre estas palabras, sólo me detengo un instante en el meollo de la cuestión: la libertad es amarga y necesitamos coraje para vivirla, derrotarnos, ahogarnos o surcar eufóricos los infinitos caminos del destino. Lo demás son excusas. Lo demás es huida. La humanidad no ha llegado hasta donde está escondiéndose tierra adentro sino atreviéndose al amargo naufragio. El mismo Ulises —llamémosle Odiseo— se aventura al mayor peligro de la sapiencia, llevando su nave a los arrecifes de la isla de las sirenas y osando escuchar sus lamentos seductores, aunque eso sí: amarrado al mástil que lo mantiene sujeto a la desesperación de «el sentir ordinario» pero que, en contrapartida, le salva la vida. No hay otra, decía y me parece que voy a volver a decirlo: la vida es drama.
El discurso oficial mediático y no mediático para el consumo de masas iba por otros caminos en tiempos de Cunqueiro, y no digamos en estos tiempos. No es que el ideario hogareño del común sea incapaz de asumir que lo amargo es esencia y no accidente en nuestra condición —sin ir más lejos, mi vecino acaba de sentenciar que “todos acabaremos convertidos en polvo, cenizas y olvido”—; lo malo de la filosofía del consuelo, tan propia de las clases medias, es que pugnan con denuedo —qué palabra, “denuedo”— por evitar a su descendencia las dificultades naturales de vivir a rostro descubierto. La desigualdad entre humanos iguales en dignidad y derechos es inevitable, mas el pensamiento de consolación intenta esfumar esa evidencia, aplicando raseros de ingenioso y fatal artificio: no se puede suspender a un alumno, no hay que distinguir según sexos para ninguna actividad humana, no hay que mencionar siquiera la violencia como circunstancia indeseada aunque presente en nuestras vidas, no hay que leer determinados libros, cuentos infantiles, historias de final atroz, porque “transmiten” representaciones crueles de la realidad… El campo de actuación del “aminoramiento pedagógico” es inmenso, no merece la pena abundar en ejemplos porque el mensaje es conocido y está más repetido que los semáforos: «No la pruebes, Ulises, porque es amarga”.
El paradigma de la ética de la negación puede resumirse en el colegio religioso de Zaragoza —monjitas habemus—, que ha rechazado la emisión en su ciclo de cine edificante de la película La pasión de Cristo, del sensacional Mel Gibson, por ser “demasiado cruda, inapropiada para niñas de 14/15 años de edad”. En compensación, las adolescentes podrán deleitarse con las enseñanzas vitales de un film tan bonito como El club de los poetas muertos. Lo que significa que la fe católica, cristiana, es desagradable en exceso para niñas que, por cierto, están en edad de profesar para novicias —si se diera el caso, lo cual dudo bastante—; pero, en cambio, la irresponsabilidad de un profesor botarate que inculca a sus alumnos un desmadrado vitalismo sin objeto ni propósito, resulta encantadora a las hermanas y, seguramente, resultará muy útil a sus alumnas para ayudarlas a despertar alborozadas en un mundo de adultos. No es que estemos empeñados en educar dentro de una burbuja, eso no es lo peor; lo malo de verdad es que a los cautivos en la burbuja se les está convirtiendo en principitos y princesas de cuentos que nadie ha escrito, preparándolos para vivir en un mundo que no existe. Y negar la realidad para cambiarla por ideaciones tiene un nombre no muy halagüeño y clínicamente preocupante. Mas no nos pongamos severos ni alarmistas y llamemos al mundo de la consolación educativa por su definición más benévola: la locura de unos tiempos cuyos pregoneros más estimados son, al mismo tiempo, tristísimos perturbados.
Y así los días, y así las cosas.