Algunos consideran posible todo lo que alcanzan a cavilar, e impensable cuanto se les escapa
Georg Christoph Lichtenberg, Sudelbüche ~1775
A lo largo de la modernidad, las vanilocuentes utopías políticas y sociales ofrecieron horizontes de sentido y profecías de emancipación colectiva. Sin embargo, con la disolución de esas visiones al entrar en contacto con la realidad humana, su lugar ha sido ocupado por una nueva fe: la fe en la tecnociencia. Allí donde antes se proyectaban futuros de justicia y libertad, hoy se pone la esperanza en la capacidad del progreso técnico y de la investigación científica para resolver las contradicciones de nuestras sociedades desarrollistas, particularmente aquellas que ella misma ha contribuido a crear. Esta suplantación no es inocente: al convertir la ciencia en un tótem que augura soluciones absolutas, la utopía tecnocientífica se desentiende de los límites humanos y banaliza la experiencia de la finitud.
Entre quienes defienden con mayor vehemencia el racionalismo científico de corte positivista que ampara este utopismo, ha cristalizado la idea de que la filosofía debe limitarse a ser una glosa de las ciencias, relegada a un papel subordinado al paradigma empirista[1]. Esta visión les permite calificar de «pseudofilosofía» cualquier pensamiento que no se ajuste al canon positivista, es decir, a eso que los británicos denominan filosofía «continental», en contraste, cabe suponer, con la filosofía «insular»[2].
Es indudable que el prestigio epistemológico concedido a las ciencias positivas dentro del paradigma académico anglosajón ha conducido a una reducción de lo que se considera conocimiento legítimo, por lo que estas tesis tienen obviamente el viento a su favor, dado que la matematización de la naturaleza se ha convertido en sinónimo de legitimidad científica, y por ende, intelectual[3]. En verdad, la cosmovisión científica contemporánea, notablemente influida por la tradición anglosajona de la filosofía analítica y el positivismo, continúa privilegiando lo cuantificable y lo empírico como el criterio supremo del conocimiento racional, lo cual no es óbice para señalar que esta manera de entender la tarea de pensar incurre en costes filosóficos notables.
Como señaló Edmund Husserl, las ciencias positivas, al abstraer de la dimensión subjetiva de la experiencia humana, producen un conocimiento operacionalmente útil, pero existencialmente huero, de resultas de lo cual “las ciencias meramente orientadas a los hechos producen hombres meramente orientados a los hechos”[4].
Es decir, según Husserl, la ciencia ya no tiene nada que decir sobre las cuestiones últimas del ser humano—la libertad, el significado, la moral; la justicia última. Lo cierto es que desde la Revolución Científica, la célebre afirmación de Galileo —que “el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático”— ha adquirido un carácter casi dogmático[5]. Como resultado, disciplinas que no se prestan fácilmente a la formalización matemática —como la ética, la teoría política o la fenomenología— suelen ser consideradas “no científicas” y relegadas a un plano epistemológico inferior. No obstante, esta jerarquía es más frágil de lo que aparenta: a medida que las teorías científicas se tornan más abstractas —como en el caso de la física cuántica—, la frontera entre matemáticas aplicadas y especulación metafísica se vuelve difusa[6].
Pero si la ciencia se reduce a pura abstracción matemática, pierde su anclaje empírico, y por lo tanto, contraviene sus propios fundamentos positivistas. Esto lleva a una paradoja fundamental: para que la ciencia pueda operar como una actividad orientada al conocimiento, necesita apoyarse en ciertas creencias básicas que el propio positivismo no puede justificar sin caer en un razonamiento circular —es decir, sin asumir como verdad lo que justamente debería demostrar. Desde esta perspectiva, la práctica científica no se erige sobre la base de certezas absolutas, sino sobre un entramado de creencias transitivas cuya legitimidad emana de su eficacia operativa más que de una correspondencia última con una realidad trascendente.
Esta dimensión instrumental del conocimiento encuentra una justificación filosófica robusta en el pragmatismo de William James y Richard Rorty, quienes cuestionan el ideal de una verdad absoluta como fundamento necesario del saber. James, en “La voluntad de creer”, sostiene que en contextos donde la acción es ineludible y la evidencia concluyente ausente, es legítimo —e incluso necesario— adoptar creencias que orienten eficazmente la conducta[7]. Para James, la verdad no es una entidad estática e inmutable, sino un proceso continuo de verificación en la experiencia: “verdadero es lo que resulta ventajoso creer”, en tanto dicha creencia se demuestra fecunda en la práctica vital. Esta conceptualización permite comprender por qué la ciencia se apoya en modelos, teorías y conjeturas que, aun siendo falibles, resultan indispensables para la investigación y la intervención en el mundo.
Rorty, desde una postura aún más radical, abandona la pretensión de toda fundamentación epistemológica en favor de una visión antifundacionalista y lingüística de la verdad. En su marco neopragmatista, la validez de una creencia no reside en su correspondencia con un supuesto “mundo en sí”, sino en su coherencia dentro de un vocabulario compartido, es decir, en su utilidad para continuar ciertas conversaciones dentro de una comunidad epistémica[8]. Así, Rorty desplaza el centro de gravedad del conocimiento desde la representación a la efectividad: lo que importa no es la verdad como elemento fidedigno, sino la utilidad de las creencias para generar consensos y resolver problemas prácticos. Entonces, bajo estas claves pragmatistas, la ciencia no progresa a pesar de sus creencias instrumentales, sino precisamente gracias a ellas: su fuerza no radica en una supuesta infalibilidad, sino en la capacidad de revisar, transformar y sustituir sus propios supuestos en función de sus consecuencias prácticas y de los intereses humanos que orientan la investigación. La creencia, incluso sin pruebas absolutas, adquiere entonces legitimidad epistemológica en tanto que se revela eficaz, fértil y operativa en la continua reelaboración del conocimiento. Es este un ardid de cuyo uso no está libre el cientifismo actual. En este sentido, quizá la inconsistencia filosófica más notoria en el tratamiento de las estructuras matemáticas se manifieste en la física cuántica, epítome de esas abstracciones cuantitativas y formales que Hegel consideraba “formas de pensamiento alienado, desgajadas de la riqueza cualitativa de la realidad”.
Pese a que el positivismo —en su forma clásica derivada del Círculo de Viena— aspira a fundamentar la ciencia exclusivamente en la observación empírica, la física cuántica se apoya intensamente en entidades abstractas como funciones de onda, espacios de Hilbert u operadores lineales, que carecen de correlatos empíricos directos[9]. La ecuación de Schrödinger, por ejemplo, describe la evolución de una función de onda en un espacio de Hilbert de dimensión infinita: un constructo matemático sin equivalente tangible en el mundo físico. Esta dependencia introduce una forma de realismo platónico, en la que las estructuras matemáticas y sus modelos son tratadas como entidades ontológicamente sustantivas. Se suele afirmar que las funciones de onda “describen” sistemas cuánticos, lo que implica que estos objetos formales capturan alguna verdad fundamental sobre la realidad[10].
Sin embargo, como ha argumentado Sabine Hossenfelder, esta práctica revela una tirantez filosófica fundamental: la ciencia empírica, en su forma más sofisticada, descansa sobre fundamentos no empíricos[11]. La función de onda, lejos de ser una entidad observable, es un constructo teórico cuya condición ontológica permanece ambigua. ¿Es una realidad física, una herramienta de cálculo o una forma intermedia? Esta ambigüedad remite directamente a la teoría platónica de las ideas, donde entidades ideales y atemporales existen independientemente del mundo sensible[12]. Al tratar las estructuras matemáticas como portadoras de verdad, la física cuántica adopta implícitamente una metafísica platónica que entra en contradicción con el rechazo positivista de afirmaciones no verificables. Interpretaciones como la del “multiverso” (ese deus ex machina al que se recurre postulando universos paralelos inobservables para poder así preservar la presunta realidad de la función de onda), refuerzan este sesgo platónico, elevando el formalismo a un estatus ontológico que el empirismo no puede justificar[13].
El problema se acentúa cuando se escudriñan los fundamentos axiomáticos de las matemáticas y su incorporación a la física: según los teoremas de incompletitud de Gödel, ningún sistema formal suficientemente complejo puede demostrar su propia consistencia o completitud[14]. En consecuencia, los axiomas en los que se basa la física cuántica —como los postulados del formalismo de Hilbert— son indemostrables dentro del mismo sistema. Adoptados por su elegancia formal y utilidad predictiva, estos axiomas no son el resultado de observación empírica, sino elecciones interpretativas que estructuran la epistemología y la ontología de la teoría.
Esto revela una circularidad fundamental, en la que las teorías físicas dependen de estructuras matemáticas; las estructuras matemáticas se basan en axiomas indemostrables; y la validez de esos axiomas se asume pragmáticamente en el sentido de James y Rorty antes aludido, sin que en la práctica se demuestre. Así, el compromiso del positivismo con la verificación empírica se ve socavado por una dependencia estructural de supuestos metafísicos. Esta circularidad, más que un defecto técnico, es una inconsistencia filosófica: muestra que la física cuántica no puede escapar de las presunciones ontológicas, a pesar de su pretensión de neutralidad. La tensión metafísica del empirismo se hace aún más evidente al analizar las interpretaciones más influyentes de la teoría cuántica.
La interpretación de Copenhague, formulada por Niels Bohr y Werner Heisenberg, ejemplifica el intento positivista de evitar afirmaciones metafísicas, afirmando que la física describe “lo que podemos decir sobre la naturaleza”, no la naturaleza en sí misma[15]. En esta hipótesis, los estados cuánticos son indeterminados hasta que se miden; sólo entonces colapsa la función de onda y se obtiene un resultado definido. Este enfoque conlleva un compromiso implícito con el idealismo. La noción de que un electrón no tiene posición definida hasta que es observado remite directamente al principio de George Berkeley: esse est percipi —“ser es ser percibido”[16].
Más aún, la idea de que el conocimiento está limitado por las condiciones del aparato de medición, y que estas condiciones están estructuradas por la teoría misma, recuerda el idealismo trascendental de Kant. Según Kant, no podemos conocer la cosa en sí (Ding an sich), sino únicamente los fenómenos tal como se manifiestan a través de nuestras formas a priori de la intuición —el espacio, el tiempo y la causalidad[17].
Esta arquitectura epistemológica se reproduce en la física cuántica, donde el marco teórico determina los fenómenos que pueden ser conocidos. Esta circularidad epistémica —en la que el aparato de medición está descrito por la teoría, y la teoría define los resultados medibles— socava la aspiración positivista de una ciencia empírica y libre de metafísica. En vez de ofrecer un acceso directo a la realidad objetiva, la física cuántica parece operar en una ontología relacional y observacional que refleja principios idealistas más que empiristas. Incluso los intentos modernos de reducir el papel del observador —como los modelos de decoherencia o las interpretaciones relacionales— mantienen una forma de dependencia contextual: la base de medida elegida determina qué aspecto del sistema se manifiesta[18].
La situación se complica aún más por la proliferación de interpretaciones pseudomísticas, alimentadas por una ambigüedad histórica en torno al papel del observador. Durante el desarrollo de la teoría cuántica, Bohr y Heisenberg usaron, deliberadamente o no, un lenguaje impreciso al referirse a la “observación”, sin distinguir claramente entre un sistema físico de medición y una mente consciente. Esta falta de precisión fue explotada por celebridades científicas como von Neumann y Wigner, quienes llegaron a sugerir que la consciencia podría desempeñar un rol en el colapso de la función de onda, una idea que caló en la cultura popular gracias al sensacionalismo mediático[19].
Desde la década de 1970, libros como El Tao de la Física del físico austriaco Fritjof Capra promovieron una visión mística de la física cuántica, sugiriendo que la mente humana tiene el poder de influir en la realidad material[20]. Esta narrativa —carente de sustento teórico y experimental— distorsiona gravemente el significado de la teoría cuántica, aprovechando su complejidad formal y contraintuitividad para dar carta de naturaleza a una variedad del esoterismo.
La escasa difusión de desarrollos como la decoherencia, que explica el colapso aparente de la función de onda mediante la interacción con el entorno, ha permitido que persistan estas concepciones erróneas centradas en la consciencia[21]. Además, la física teórica contemporánea, especialmente en el ámbito de la gravedad cuántica, ha propuesto la posibilidad de que el espacio y el tiempo no sean entidades fundamentales, sino estructuras emergentes derivadas de procesos más primarios: redes de información cuántica, estructuras causales discretas o dinámicas computacionales subyacentes[22].
Esta perspectiva, que subvierte las categorías ontológicas tradicionales, más que con las matemáticas puras conecta con planteamientos de especulación filosófica como los de Bruno Latour con su teoría del actor-red (actor-network theory), según la cual la realidad no es una estructura jerárquica de esencias, sino una red dinámica de relaciones entre actuantes humanos y no humanos (máquinas, datos, discursos, instituciones)[23].
La realidad no está simplemente “dada”, sino ensamblada, performativamente, en redes que producen y estabilizan entidades. Si trasladamos esta noción al ámbito cosmológico, podríamos concebir el espacio-tiempo no como un escenario ontológicamente previo, sino como una de las configuraciones posibles de red, donde los «actores» primordiales serían elementos de información, correlaciones cuánticas o estructuras causales. Desde esta perspectiva, no vivimos “en” el espacio y el tiempo, sino en una red en la que espacio y tiempo emergen como efectos secundarios de relaciones más fundamentales.
El mundo no sería un fondo estático, sino una configuración activa, un ensamblaje en constante redefinición, donde los elementos (físicos, mentales, técnicos) co-constituyen lo que llamamos realidad. Esto se alinea con la visión latouriana de que no hay naturaleza separada de la red, y con la intuición kantiana de que no hay experiencia sin forma subjetiva.
Por lo tanto, la convergencia implícita entre la física cuántica, y diversas formas de idealismo filosófico configura una del mundo menos positivista que esencialmente relacional, carente de una base espaciotemporal absoluta, que se constituye en la interacción, la percepción y el procesamiento cognitivo. Es decir, el mundo no es tanto un entorno dado que simplemente habitamos, como una construcción intersubjetiva que cocreamos en red. Naturalmente, lejos de dar por desahuciada a la metafísica, tal y como llevan reclamando los sicofantes del positivismo lógico desde los tiempos del Círculo de Viena, las inconsistencias en el paradigma del empirismo selectivo y sus saltos de fe son una llamada de atención sobre cómo se concibe la naturaleza misma de la indagación metafísica: si la entendemos como el estudio de los rasgos generales de la experiencia —esto es, como el intento de articular un sistema coherente, lógico y necesario de ideas generales mediante las cuales pueda interpretarse todo elemento de nuestra experiencia—, entonces ha de situarse, en primer término, dentro del ámbito de la experiencia misma[24].
Una de las primeras consecuencias que se desprenden de esta definición es la corrección de una concepción habitual, pero errónea, tan cara a pensadores como Bunge: aquella que identifica la metafísica con el estudio de lo radicalmente trascendente o suprasensible. Lejos de postular un dominio oculto «más allá» de lo físico o lo empírico, esta concepción implica que lo metafísico está ya implicado en lo observable, en tanto que toda experiencia concreta lo presupone. Pero la metafísica no busca su objeto detrás de los fenómenos estudiados por las ciencias empíricas, como si procurara alcanzar una realidad ulterior, separada de la experiencia. Por el contrario, su análisis permanece vinculado a ella, aunque se distinga por el tipo de generalidad que persigue. En efecto, lo que singulariza a la metafísica respecto de otras disciplinas igualmente basadas en la experiencia es su aspiración a una universalidad estricta.
A diferencia de los saberes particulares, que examinan aspectos delimitados del acontecer, la metafísica se ocupa de los rasgos más generales de la experiencia, de aquellas categorías cuyo alcance es tal que ningún hecho ni observación concebible podría sustraerse a su aplicación. Esta radical generalidad justifica la tesis de que dichas ideas están incorporadas en toda experiencia y que, por tanto, cada vivencia las ejemplifica necesariamente. No solo ninguna experiencia puede contradecirlas, sino que toda experiencia debe ilustrarlas. Desde esta perspectiva, puede sostenerse plausiblemente que las verdades metafísicas son aquellas que ninguna experiencia puede contradecir y que toda experiencia debe ilustrar. Un ejemplo paradigmático de esta clase de verdades es la afirmación de que el presente está siempre condicionado por el pasado. No cabe experiencia alguna que pueda desmentir esta tesis, pues incluso el mero hecho de conocer el pasado implica estar afectado por él en el acto mismo del conocimiento. Al afirmar que la metafísica estudia los rasgos generales de la experiencia, no se dice únicamente que sus conceptos se originan en ella, sino también que tienen una validez extensible a toda experiencia posible. Esta inclusión de la posibilidad como dimensión legítima del análisis metafísico introduce otra nota distintiva: la búsqueda de verdades necesarias. A diferencia de las proposiciones empíricas, que podrían ser de otro modo, las verdades metafísicas se presentan como necesarias en la medida en que versan sobre lo común a todo ámbito de experiencia concebible.
No se refieren solo a este mundo, sino a la realidad en general, a cualquier mundo posible. En consecuencia, la investigación metafísica excede la mera observación de lo real, propia de las ciencias empíricas, cuyo alcance queda restringido a las regularidades del mundo efectivo. La observación no puede mostrar lo que debe ser ni los principios que regirían en cualquier mundo viable. La metafísica, en cambio, ambiciona poner de relieve que los rasgos distintivos del mundo actual no agotan el conocimiento posible de lo real. En otras palabras, la necesidad de las verdades metafísicas se manifiesta precisamente en su universalidad: su validez no se restringe a lo fáctico, sino que se extiende a lo posible como tal. Y ni esto es incompatible con las creencias pragmáticas de la ciencia moderna, ni su praxis instrumental hacen superflua la metafísica. Antes al contrario.
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