Burbuja en el paraíso

Burbuja en el paraíso. José Vicente Pascual

La primera vez que me instalé en Cataluña, allá por 2006, me llamó la atención que la emisora municipal de televisión de Barcelona no emitiese en lengua castellana —o sea, en español— ni cinco minutos al día. Las locuciones y los locutores sólo utilizaban el catalán, y si alguien tenía algo que decir en cualquier lengua distinta a la vernácula, podía hacerlo en completa libertad siempre y cuando no fuese en el aborrecido idioma de Cervantes. La presunción es, entre otras cosas, la capacidad que tienen los necios para negar la realidad y convencerse de que el mundo gira en torno a sus disparates; y por virtud de aquella presunción universalizante del catalán se producían en la TV barcelonesa, lógicamente, situaciones surrealistas. El periodismo de calle era selectivo, por ejemplo. En una ciudad que siempre fue exponente de bien entendida multiculturalidad, los entrevistados a cielo raso sólo hablaban catalán. Imagino que los directivos de aquella pintoresca TV considerarían que a una emisora sólo expresada en dicha lengua, tenía que importarle tres rábanos la opinión de los castellanohablantes, los cuales, por cierto, en Barcelona son todos. También creían, seguro, que la mejor manera de defender una lengua es hacer burbuja sobre ella, apartarla del mundo y protegerla de la realidad tras sólidos baluartes de acción institucional. Y así funcionaba el asunto en 2006. Ha llovido.

Tras algunas estancias intermitentes y más o menos prolongadas —la más extensa, dos años; la más breve, dos meses—, he vuelto a afincarme en Barcelona durante un par de semanas, atendiendo asuntos que no interesan al sufrido lector de este artículo. Y he podido constatar lo que ya suponía: la burbuja se ha hecho más honda —no más grande—, más alejada del mundo y de lo fáctico, más celosamente custodiada, más ensimismada y, lamentablemente, más sectaria. Como una noria que extrajera agua y canalizase el líquido, de inmediato, al mismo pozo del que salió, así se retroalimenta el ideario de los medios informativos y de comunicación en Cataluña. Imposible en los últimos días conectar una emisora de radio o TV que no emitiera sesiones maratonianas y por supuesto colmadas de indignación sobre la visita del rey emérito a Sangenjo, sobre la obligación de desobedecer la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña acerca del uso de la lengua española en la enseñanza, el espionaje de “Madrit” a los políticos catalanes, la crisis de resultados deportivos del Barça y cosas así. TVE, en sus emisiones para Cataluña, es la más encendida y, naturalmente, la más hiperventilada, aunque sus programas informativos sólo ocupan dos horas diarias, menos mal. De TV3 para qué hablar. Los demás medios, lo mismo. Hoy, en Cataluña, sólo existe un ideario oficial, el que se expresa en catalán exclusivamente y el que considera a esta comunidad autónoma como una nación ocupada por España, sometida bajo leyes extranjeras, oprimida por una monarquía ajena a la historia nacional y reprimida por los “piolines” aquellos que dijo Sánchez. Esa es la verdad de la caverna platónica, la sombra del mundo proyectada en la indescifrable lobreguez de la burbuja, como un narcótico administrado en dosis abusivas porque el cerebro y el sistema nervioso receptores muestran ya una tolerancia extraordinaria al preparado. Las emisoras de radio, las televisiones, la prensa, la publicidad institucional insisten en la carga, no desmayan, taladran una y otra vez con su mensaje… y la gente, por lo general, vive su vida y va a su albedrío, sin prestar más atención a la matraca continua que la inevitable; esa es la otra realidad de Cataluña: un día a día de escuela, trabajo, metro y supermercado que, por cierto, se aproxima más a la realidad que todos los discursos de los medios y todas las arengas de los alucinados portadores de antorcha y los fanáticos guardianes de la sombra.

Un servidor, que tiene la costumbre de pasear al perro tres o cuatro veces al día, está deseando encontrar en el parque, por las aceras, en algún sitio, a esa Cataluña enrocada en lo vernáculo, irritada contra lo español y en pie de guerra cultural; y como aparte de pasear al chucho también voy al súper, tomo el metro y el autobús, me topo con los bullicios escolares/familiares a las horas de salida de la escuela, compro medicinas en la farmacia —la edad, los achaques, ya saben—, hablo con la gente porque soy muy parlanchín y, en fin, hago vida normal en un entorno normal, me desoriento nada más salir a la calle porque topo con una verdad de lo cotidiano que no tiene nada que ver con el panorama ideológico imperante en los medios. O yo tengo un problema de percepción de la realidad o la episteme oficial padece esquizofrenia. Sanos, lo que se dice sanos, no podemos estar los dos al mismo tiempo: o yo estoy incapacitado para procesar la experiencia cognoscible o aquí alguien está mintiendo. Que sí, que luego la gente votará lo que apetezca votar, y que cada uno tendrá su opinión sobre los asuntos que conciernen a lo público, pero desde santiscarios más o menos sanos y desde luego impermeables al destilado imaginativo de los medios.

Por supuesto, no hace falta decirles que si viene a casa un repartidor, un técnico, un fontanero y cualquier persona vinculada al sector servicios, en el 100% de los casos refutarán la idea del catalán ecuménico: el acento seseante de Hispanoamérica y las dinámicas migratorias impuestas por la historia pesan un poco más en el entretejido social de Cataluña que medio siglo de adoctrinamiento, la cansina insistencia sobre la mentira indecente que ha intentado convertir al idioma de Pla y Perucho en instrumento quirúrgico para la escisión entre españoles. Por fortuna, cuando pretende actuar sobre la vida diaria de las personas normales, ese bisturí sigue teniendo una tara de fábrica y corta lo justito, que es muy poco. Y ellos corta que corta y el pan sin dejarse cortar.

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