Canarias, la resignación

Canarias, la resignación. José Vicente Pascual

Si los ciudadanos nativos de Canarias, de cepa, viesen el mundo y distinguiesen su auténtica realidad, durante media hora, con los ojos de un madrileño, un catalán, un vasco, un andaluz… en la siguiente medía hora crujirían las islas, y no por sucesos volcánicos. Mas no se apuren los dueños de este cortijo atlántico, que tal circunstancia no va a producirse, ni a corto plazo ni a medio plazo, ni el año que viene. Canarias seguirá siendo Canarias durante mucho tiempo, el paraíso tropical español que comparte con todos los paraísos tropicales del mundo —que yo sepa—, la misma infame característica: los turistas lo pasan fenomenal y los vernáculos andan jodidos desde que nacen hasta que ocupan su plaza reglamentaria en el cementerio. Por cierto: aquí tenemos unos cementerios preciosos.

Hablando de morir y sus circunstancias, el viernes de la semana pasada fui testigo y partícipe de un evento lamentable: mi pobre vecina, mujer que llevaba mucho tiempo padeciendo una de esas enfermedades progresivas que no te matan pero te hunden la vida, sufrió una crisis con parada respiratoria. Tras alertar a los servicios de emergencias, el célebre 112, y mientras el esposo y otros vecinos intentaban reanimar a la afectada, yo tomé el coche y conduje lo más aprisa que permite el código de la circulación hasta el consultorio médico del pueblito donde vivimos. Qué tranquila la mañana en el centro sanitario. Nadie a las puertas esperando ser atendido, vacías las instalaciones, el doctor en su consulta hablando por teléfono —con los pacientes, supuse—, el enfermero en su rincón, ajustando las ruedas de una camilla, la auxiliar administrativa en el suyo, respondiendo unos mensajes de whatsapp. En fin, la covid es la covid y toda precaución es poca; los pacientes, cuanto más lejos, mejor. A través del ventanuco improvisado para entenderse con la plebe, informé a la administrativa del percance; ella, diligente, avisó al médico, el médico al enfermero, los dos me interrogaron sobre la cuestión. “¿No será un desvanecimiento?”, me preguntó el doctor. Y yo: “No lo sé, no tengo conocimientos médicos, aunque me parece que se muere”. “Pues ahora vamos”, me tranquilizó el doctor. Yo, vuelta a casa del vecino, a informar de mis gestiones.

Media hora más tarde, como por allí no aparecía nadie y mi vecina en colapso cardíaco iba tomando un color más bien regular, telefoneé a los servicios de emergencias, a ver si les metía un poco de prisa. “Estamos buscando la calle”, me respondió un integrante de la dotación de la ambulancia, “pero no la encontramos”. Yo insistí: “Es muy sencillo, nada más entrar al pueblo, las casas de colores frente a la playa”. “¿Qué playa?”, argumentó, todo confuso, el de la ambulancia. “Espere, espere… Ah, que nos hemos equivocado de pueblo. Vamos para allá enseguida”. Tranquilicé a mi vecino lo que pude, entenderá el sufrido lector que el buen hombre se encontraba en estado de ansiedad desatada: “Que no te preocupes, que ya vienen”. Otros veinte minutos de espera. Cuando mi vecino acabó de hablar con los servicios funerarios del municipio, acordando que no quería velatorio para su esposa y que el deseo de ella era la incineración, llegaron los sanitarios del consultorio local, cargados con desfibriladores y toda la intendencia necesaria para casos urgentes. “Poco vais a hacer ya”, les avise. “No pierda la esperanza, hombre… La esperanza es lo último que se pierde”. Cuando el médico local ya había certificado con todas las de la ley el fallecimiento de mi vecina, llegaron los de la ambulancia, muy apresurados: “¿Dónde es la emergencia?”.

Esto es Canarias.

Vivimos en un archipiélago donde las mujeres de las islas menores toman el barco y van a parir a las mayores islas, Tenerife o Gran Canaria —eso sí, el viaje lo subvenciona el gobierno autonómico—, porque traer hijos en La Gomera, pongo por caso, es operación tan arriesgada como sufrir un infarto en La Palma, histórico enclave bajo un volcán con mala leche y donde hay desfibriladores en los domicilios particulares, por si acaso; vivimos en un paraíso donde la ideología oficial de la casta autonómica asegura que “Somos más fuertes que un volcán”, pero no tenemos energía ni combustible suficiente para que una ambulancia llegue a su debido tiempo —no digo justo a tiempo y gracias a Dios, con que llegase en tiempo razonable sería de agradecer—, mientras alguien agoniza rodeado de sus seres queridos y dejado de la mano Dios. Si estas contrariedades sucediesen en, pongamos por caso, Badalona, los escándalos serían diarios, el desfile por las televisiones de familiares afectados por la debilidad crónica de los servicios sanitarios sería inacabable, la quejumbre apoteósica y la indignación universal. Pero esto es Canarias. Aquí, la resignación ante el abandono es reflejo secular que se aprende desde la infancia; la ineficacia y a menudo negligencia de los servicios públicos se tienen asumidas como un mal endémico, inevitablemente asociado a la condición insular, como una marca del destino más sólida que el pecado original: si naces aquí, ya sabes lo que te espera. Aquí, cuando se llama al 112, te cuelgan después de dejar el recado; te dicen “Ya le llamarán”, y te cuelgan.

La asistencia sanitaria es un ejemplo, no el único. Pruebe usted a enviar un paquete postal a Canarias, confiando en nuestro servicio de correos y en la infalibilidad de la inspección aduanera. Pruebe usted a cualquier cosa en la que tengan responsabilidad las administraciones públicas, estatal, autonómica o local. Y pruebe a convencer a un vernáculo que alguien, alguna vez, debería protestar por este maltrato histórico, por la desfachatez con que las élites isleñas de toda tendencia —de toda tendencia, incluidas las que lucen rastas—, simulan trabajar en Madrid y hacen en casa la digestión de sus privilegios. O mejor dicho, no pruebe usted a señalar al rey desnudo porque todo el mundo sabe que, en efecto, el rey va desnudo y nada puede hacerse porque, la verdad, dinero para comprarle túnica no tenemos.

Como un servidor, o sea, yo, nunca ha sido gente de callarse y mucho menos resignarse, me propongo una serie de artículos sobre esta cuestión: la excepcionalidad canaria —no me refiero al horario— en el maremagno español. Si el lector —sufrido— apetece conocer los aspectos más pintorescos de este absurdo nacional, le invito a seguir leyendo la próxima semana. Como dicen en La Orotava: nos vemos.

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