Como abeja en un panal

Como abeja en un panal. José Vicente Pascual

 

Acabé tu manuscrito y me ha parecido magnífico. No lo publiques, que se jodan

Agustín Delgado

 

Para esconder una abeja, su panal. Para ocultar un bosque hay que ponerlo sobre el mundo y llenarlo de árboles. La mejor solución para esconder un libro es guardarlo en una biblioteca y para ocultar una novela no hay artificio más oportuno que camuflarla dentro de otra, detrás de un título falsario, convertirla en aparente narración secundaria a la que nadie hará caso porque los posibles lectores ni siquiera se habrán fijado en el reclamo principal de portada, un previsible tostón del que huirán igual que en una fiesta se esquivan las súbitas amistades de invitados cargantes y pasados de copas. En todas las librerías y en todas las bibliotecas públicas y privadas del mundo duermen ahora mismo miles y muchos miles de historias accidentales, de segundo rango, que resultan decisivas para sustentar la trama y el desarrollo completo de grandes asuntos literaturizados, al igual que sestean personajes accesorios que han ayudado a cimentar la relevancia de protagonistas memorables, los cuales, sin el concurso de aquellos, se verían reducidos a esquemas planos, sin aliento ni agarre en el decurso narrativo. Don Quijote y Sancho sin las gentes del popular que deambulan en la novela de Cervantes serían dos pobres tronados yendo de aquí para allá en busca de nada y con la miseria por recompensa; Serlock Holmes y Watson sin los empleados del ferrocarril, los mayordomos de las mansiones que frecuentan, las cuñadas histéricas que andan de visita por esos lugares y que por lo general acaban siendo asesinadas, así como el etcétera del rico elenco de figuración vivaceante en la obra de Doyle, habrían muerto de tedio en sus habitaciones del 221-B de Baker Street, sin resolver un sólo caso. La Iliada sin Tersites habría sido puro mármol, no por la cantidad de elemento humano que aporta el contrahecho a la orgía de héroes y semidioses que van a lo suyo y desprecian a este personaje, sino por el esfuerzo de perspectiva que introduce en el monumental relato homérico: Tersites es una visión para el común, versionada para el público corriente, sobre la alta vida de los inalcanzables, la voz mínima en el argumento aunque absoluta en la manera de contarlo; es Homero hablando a quienes han de escuchar aquellas historias y es, al mismo tiempo, los que oyen y sueñan e imaginan a sabiendas de que más allá del efímero Tersites todo es fábula. Esto es más que una intuición: el autor siempre se expresa a través de los secundarios, vive y late en su propia ficción tras el bullicio clandestino de las tramas subsidiarias. Lo importante se resuelve con oficio mientras que los segundos y terceros niveles fluyen con el pulso poderoso de la vida. El lector necesita grandes héroes y bien perfilados antihéroes, pero el autor se conforma con un chica que espera al autobús bajo una marquesina un día de lluvia —la lluvia es importante—, el camarero de una cafetería que mira a los clientes desde la perfecta indiferencia de su ojo de cristal, los pasos cansados del viejo policía a punto de jubilarse, de vuelta a casa tras investigar en la escena del último crimen. Si queréis ver al autor no lo busquéis en el artificio consolidado de su novela, son demasiado mañosos para dejarse descubrir en ese terreno; lo hallaréis sin duda en el cartero que pasaba por allí, en el borracho zancajeante al otro lado de la calle, en la mujer de la limpieza que canturrea mientras pasa la mopa. El autor es como una salamandra de esas que asoman por cualquier esquina cuando están seguras de que nadie las ve, siempre en esquina diferente, y si la descubren vuelven a desaparecer y se esconden en cualquier rincón de casa, igual que una abeja en un panal. El autor es un hábil embustero que, a mayor contumacia, se parapeta tras personajes aparentemente ínfimos. Por eso desconfío —mucho—, de los autores que se engrandecen y se nombran ante los demás y se exhiben orgullosos porque han escrito algo. Y de los que inflan pecho porque algo han publicado, mejor ni hablar. La literatura es arte callado, de raro silencio que aparta a libro y lector del resto del mundo, incluido el emboscado que tuvo la idea de escribir ese libro que ya no le pertenece. Lo demás, bambolla, Tele5 y suplementos culturales. Lo demás, nada.

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