Courbet, el pincel al servicio de la revolución

Courbet, el pincel al servicio de la revolución. Emmanuel Martínez Alcocer

Si Víctor Hugo pretendió con su obra, como él mismo dijo, hacer un resumen, una Biblia, de su tiempo, seguramente su compatriota Gustavo Courbet no quiso ser menos y realizó un cuadro que pretendía ser el manifiesto de su siglo. Hablamos de El taller, de 1857. Ya en 1840, cuando Courbet comenzó a pintar, en Francia dominaba aún el estilo clasicista, que tan furibundos ataques recibiría, sobre todo a finales de siglo, por las vanguardias, como así se denominaron. Pero Courbet, un tiempo antes de la explosión de las vanguardias finiseculares, se resistió ya a ser un academicista más y desde sus primeros trabajos se puede observar la influencia de un estilo nuevo: el realismo. Una muestra de este rechazo y de este realismo pictórico es El taller. En esta pintura Courbet no sólo muestra su rechazo al academicismo estereotipado, sino que además muestra a las claras sus inquietudes políticas e históricas, tan importantes en su obra y en su vida. Y es que no a otra cosa responde esta etiqueta, realismo, pues no era tanto cuestión de conseguir una pincelada o un dibujo lo más realista posible –como si de una imitación perfecta de la realidad se tratara– como de que la temática abarcase los temas políticos, económicos, históricos y sociales del momento. Algo distante a lo que solía ocurrir en los cuadros clasicistas o academicistas.

De este modo podemos hablar de El taller como de un cuadro realistade grandes dimensiones, 359 cm por 598 cm, en el que en la escena se muestra un espacio no identificado, es decir, inventado, que nos lleva al taller del pintor y que sirve a Courbet, además, para hacer su autorretrato. Él parece en el centro pintando algo en apariencia ajeno a todo lo que ocurre en la escena del taller –aquí el guiño a las Meninas de Velázquez es bastante evidente–. Sin bien, entre la treintena de figuras a tamaño natural que el pintor nos muestra destaca la mujer desnuda de piel clara que se encuentra de pie al lado del pintor. Esta mujer es, además, el centro de todas las miradas –excepto una, como ahora veremos–; al contrario de lo que ocurre con la otra figura desnuda del cuadro, un hombre que, colgado como si fuese un santo mártir, se encuentra detrás entre las sombras. Estos dos desnudos, por tanto, no son casualidad. El hombre de la penumbra, un maniquí utilizado para las poses y proporciones, simboliza en el cuadro a la tradición académica que tanto rechazaba Courbet, pues la consideraba alejada de la realidad política y social. A Courbet le interesaba mucho más «la realidad», lo que se palpa en la calle, podríamos decir, que la tradición estilística, y esto se muestra en la segunda figura desnuda, la mujer, que no es otra cosa que «la realidad misma», al desnudo y sin tapujos. Sólo teniendo en cuenta esto ya podemos entender un poco mejor que el realismo pictórico que estamos comentando no es un realismo contrario al idealismo o que desprecie las ficciones, sino que también puede valerse de estas para hablar de los temas que considera importantes, reales. También puede valerse de estas, en definitiva, para alcanzar los fines que el artista desea con su arte.

Por eso para nuestro pintor el entorno era siempre más importante que las convenciones artísticas. A Courbet le parecía que las academias distorsionaban la visión de los artistas, que esta no producía más que arte adjetivo, por decirlo con el materialismo filosófico. Un arte sumiso, al servicio de. Pero los artistas, para ser realistas, debían ser libres de las imposiciones estilísticas y temáticas de la academia, que a su vez significaba el poder político y económico –si bien, como indicaremos, ni Courbet ni su arte estaban libres de toda imposición, de todo servicio–. El artista, el verdadero artista, esto es, el que se rebelaba contra estas imposiciones, debe siempre fijarse en lo que ocurre a su alrededor. Debe ser fiel a la realidad y servirla sólo a ella. De hecho, el joven que se encuentra arrodillado a la derecha de la modelo muestra, según Courbet, la actitud adecuada. Se está arrodillando ante la realidad tal y como es, en toda su desnudez y, por qué no, en toda su belleza. Teniendo en cuenta estas consideraciones del pintor, no nos debe de extrañar que haya desterrado al maniquí al mundo de las sombras.

Siguiendo la lógica de lo dicho es normal que en el cuadro Courbet muestre gentes de todo tipo. Y es que para el pintor francés aquellas gentes que las artes académicas consideraban indignas de retratar, como los obreros, los militares veteranos, tullidos y condenados a la mendicidad, la mujer amamantando al niño (que no ha sido idealizada como una Madonna, como exigiría el clasicismo), etc.,también forman parte de la historia. A estos personajes los reúne en la parte de la izquierda. En el lado contrario va a representar a amigos o compañeros de ideas, gente que tiene relación directa con su obra y su concepción del arte. Así pues, podríamos decir que a la izquierda encontramos lo que el artista considera un verdadero retrato de lo que es París en 1848. Hay figuras del pueblo y de grandes personalidades derrotadas. Es la historia «en términos reales». En la derecha aparece el primer cuadro sobreintelectualesde la época, y todos miran a la izquierda, hacia la historiatal y como es. Aparecen también mujeres relacionadas con la Revolución y el primer retrato de Baudelaire, que aparece un tanto ajeno a la escena. De modo que si a la izquierda está la historia, a la derecha estánlas ideas que, a juicio del pintor y de los representados, mueven la historia –como vemos, el título de realismo no nos saca fuera del ámbito del idealismo, pues es idealismo, como ya hemos apuntado otras veces, creer que son las Ideas las que mueven el mundo, sin perjuicio de que estas formen parte de él y parte muy importante–. En cuanto al taller en sí es apenas un esbozo, seguramente desde el punto de vista del artista no tiene interés. Lo importante está en la realidad histórica que ha de mostrar el artista, no el artista mismo ni su trabajo. Quizá por eso también las referencias artísticas son muy escasas, un cuadro a la izquierda vuelto del revés –algo muy típico en las pinturas de talleres– y una paleta colgada. Es muy posible que, como indican Rose-Marie y Rainer Hagen[1], la intención de Courbet no fuera tanto representar un espacio concreto como un lugar imaginario que abarcaba ya siete años de su vida.

La fecha del cuadro, 1855, también es significativa, pues, como ya hemos visto, siete años antes, en 1848 Francia, y Europa, entera se vieron sacudidas por una nueva revolución. Los parisinos salieron a la calle obligando a abdicar a Luis Felipe, y en las luchas callejeras murieron aproximadamente, según algunas estimaciones, en torno a 10.000 personas. Ante este panorama revolucionario nuestro pintor, que como artista e intelectual quiso emplear otras armas distintas a las de fuego, se dedicó a dibujar para las revistas revolucionarias. Esta tendencia revolucionaria era ya algo así como una tradición familiar, pues ya desde joven había sido educado con ideas antimonárquicas y anticlericales por su abuelo. Éste, por otra parte, aparece retratado en el cuadro con una chaqueta negra y un sombrero de copa, atuendo típico de los enterradores de la época[2]. También relacionado con la revolución está el veterano de la Revolución de 1879 que podemos ver a la izquierda, al que podemos identificar por su abrigo claro, su sombrero que le tapa hasta los ojos y la bandolera que lleva al hombro. Esto demuestra la importancia que tiene para Courbet la tradición revolucionaria francesa –y, también podemos señalar, con esto que comentamos su arte quizá pudiera no ser un arte adjetivo al servicio de la academia, pero sí al servicio de la revolución; hemos sustituido un servicio por otro–. Por otra parte, el hombre sentado con los perros –en el que algunos han querido ver a Napoleón III– es un cazador, y entre éste y el abuelo podemos ver a un comerciante enseñando su mercancía. Para Courbet, este último no simbolizaría otra cosa que un tentador, alguien que se aprovechaba de los pobres. Pero ocurre que mientras un saltimbanqui admira la tela muy interesado, detrás se encuentra un obrero, con su gorra de visera, impasible, de brazos cruzados. En este momento, a pesar de los intentos organizadores del anarquismo y sobre todo del comunismo, los obreros se encontraban desorganizados y estaban en condiciones penosas; eran explotados, llegando a trabajar 14 o 16 horas diarias por un mísero sueldo que daba apenas para sobrevivir día a día. Tampoco tenían derecho a huelga ni podían protestar. Sin embargo, a pesar de todo eso, este obrero es representado por Courbet con cierto orgullo y cierta superioridad respecto al tentador lo que deja bastante claro de parte de quién estaba el pintor.

Algunos intelectuales, como los de la derecha del cuadro, fueron conscientes de estas condiciones de explotación y miseria y quisieron hacer ver la miseria de estos obreros –otra cosa es que las soluciones que dieran fueran más, o menos, acertadas–. Uno de ellos fue el escritor Pedro José Proudhon, que aparece en la mitad derecha del lienzo, al lado del amigo de Courbet Máximo Buchon, con sus lentes de níquel y su reconocible calvicie. Otro de los intelectuales que vemos a la derecha del cuadro es ya mentado Baudelaire, al cual conocía Courbet desde la Revolución. Baudelaire fue también uno de los impulsores de la revista revolucionaria La Salud Pública, cuya portada fue encargada a nuestro pintor. Como antes hemos apuntado, el poeta y escritor aparece como abstraído de lo que ocurre a su alrededor. No parece interesarle. Sentado y leyendo un libro no presta atención a los demás, ni siquiera del propio Courbet. Seguramente con esto Courbet quiere simbolizar cierto cambio en la actitud de Baudelaire, el cual por esta fecha habría perdido algo de interés en la revolución y habría perdido la fe en el futuro y el progreso. ¿Era, pues, la traición del intelectual a la revolución y su fin glorioso, a la realidad y a la historia? El poeta, al parecer, en esos momentos se sentía más atraído por el Mal, por la Nada; hablaba de la destrucción y no de la revolución, del cambio o del avance.

Hay que destacar también el personaje femenino del fondo. Entre los amores de Baudelaire se encontraba la hermosa mulata Jeanne Duval, la cual pintó Courbet mirándose en el espejo. Si bien, debido a que Baudelaire en el momento de la Exposición Universal para la que fue hecho el cuadro ya amaba a otra mujer, Courbet tuvo que retocar el personaje y ahora casi parece una figura pintada en la pared. Según parece, ni para el escritor ni para el pintor las mujeres fueron algo demasiado importante en sus vidas. De lo que sí pecaban ambos, al parecer, era de una necesidad imperiosa de reconocimiento y una avidez de protagonismo difíciles de llevar. Lo demostraría, por parte del pintor, el hecho de que él mismo se retrate en el centro del cuadro pintando un paisaje –lo que también simbolizaría el triunfo del naturalismo–. Aparece manejando el pincel con un gesto casi imperial, y se rodea de admiradores. Es más, estaba muy orgulloso de su autorretrato de perfil y, por supuesto, de su posición de espaldas.

A pesar de estos logros pictóricos, el cuadro no fue aceptado para la Exposición Universal de París, lo que debió herir bastante ese orgullo de artista. Proudhon también rechazó el cuadro puesto que, a su juicio, no estaba suficientemente involucrado políticamente, la revolución exigía más. Courbet había puesto sus pinceles al servicio de la revolución, pero no parecía ser suficiente. Los críticos burgueses también lo rechazaron, pero por razones diferentes. Consideraron que la obra no respetaba los criterios artísticos en boga. Estos criterios suponían transmitir una serie de ideales, suponían reflejar el mundo e ignorar lo cotidiano. Las obras de arte debían, desde esta concepción,mejorar al hombremediante la trasmisión de valores religiosos y hechos heroicos, pero nunca tocar temas comprometidos o polémicos. Está claro que El taller no cumplía esos requisitos.

Un ejemplo del escándalo que suponía un cuadro como éste lo encontramos en la figura del niño que se encuentra delante del caballete, el cual lleva unas chanclas y tampoco respeta las normas burguesas de vestimenta. Hace esta figura alusión a un cuadro anterior de Courbet aunque no menos polémico, Los picapedreros. Así, con El Taller Courbet se saltaba a la torera numerosas reglas exigidas por el decoro burgués que llevaron a que se lo rechazaran. Por ejemplo, mostraba una figura totalmente desnuda delante de mujeres o de niños, lo que era totalmente inadmisible, aunque el colmo era el que una dama viese cómo un niño contempla, a su vez, a una mujer desnuda. Para la moralidad del Segundo Imperio este hecho era toda una provocación. Y es que en esta sociedad burguesa–que tanto denunciará también Manet– no se querían ver en un lienzo, o en la realidad, a niños mendigos ni mujeres «inmorales», como la de la mitad izquierda que da el pecho a un bebé. Por eso el realismo pictórico que defendía Courbet supone toda una subversión, una rebelión contra la sociedad y valores burgueses. Supone, en definitiva, un apoyo a la causa proletaria y a sus valores, contrarios a los burgueses.

Después de El taller, Courbet, que fracasó en sus intentos, como la revolución, no volvería a pintar cuadros de lucha política y social, pero no dejó nunca de lado sus ideales socialistas y republicanos. Perfecta prueba de ello fue su actuación en 1871, tras la victoria de las tropas alemanas contra a las francesas. Tras una serie de convulsos acontecimientos, en el mes de marzo de ese año el gobierno de la República –instituido tras la derrota ante Prusia– huyó de París para refugiarse en Versalles y el pueblo parisino se sublevó y, de la mano de la Guardia Nacional, fundó un concejo municipal socialista –socialista, decimos, no marxista–, que después sería conocido históricamente como la Comuna de París. Courbet, por supuesto, participó en dicha Comuna y fue nombrado Comisario de Bellas Artes. Se encargó de la protección de los edificios, museos y monumentos de la ciudad, los cuales quería destruir el pueblo sublevado –cuando se desata el poder de las masas no siempre es fácil conducirlas por el camino adecuado–.

Al albur de los acontecimientos Courbet propuso derribar la Columna Triunfal de la Plaza de Vendôme, que era símbolo de la dominación imperial. Por eso esta Columna no era una columna como otra cualquiera. Era considerada el bajorrelieve más valioso de Francia, mandada levantar con motivo de la victoria de Napoleón en la Batalla de Austerlitz en 1805. De modo que para los comuneros como nuestro pintor esa columna era el símbolo del Imperio (depredador) francés y el militarismo, así como del nacionalismo francés (y el nacionalismo en general). El derrumbe de la columna, que se llevó a cabo el 16 de mayo, como la quema de la guillotina antes, buscaba simbolizar el derrumbe de la política imperialista (también representada en Prusia) y de la guerra; de ahí que se cambiara después el nombre de la plaza por Plaza Internacional. Pretendía ser, en fin, el símbolo del triunfo de los desposeídos y el inicio de una nueva historia –favorecido esto por la quema de medio París (incluidos archivos, museos y bibliotecas) intentando destruir el pasado, símbolo de opresión, en favor del futuro, símbolo de libertad– en la que los ideales pacifistas, laicos, republicanos y democráticos serían los dominadores. Pero no pudo ser así, la Comuna, tras unas semanas de heroica resistencia –y unas cuantas salvajadas– fue derrotada por el Gobierno republicano de Versalles. Después de esto, y tras el fusilamiento de entre 5.000 y 6.000 comuneros en apenas una semana y la pérdida de unos 100.000 habitantes en todo París –entre fusilamientos, muertes en combate y en el asedio, deportaciones a colonias, exilios y condenas a trabajos forzosos–, Courbet fue mandado encarcelar[3]. Le hicieron responsable, con razón, de la desaparición de la Columna –que sería reconstruida– y pretendían que pagase por ello. Sus dos talleres fueron requisados por completo, tanto muebles como cuadros. Pero Courbet pudo escapar y se refugió en Suiza, como otros muchos comuneros, en donde murió amargado y arruinado en 1877.

Suerte parecida tuvieron algunos de los que aparecen en el cuadro, como Baudelaire, que tuvo que defender ante los tribunales su Flores del Mal –aunque el poeta ya no fuera tan revolucionario políticamente, artísticamente tampoco era muy respetuoso con las convenciones burguesa–; Proudhon, por su parte, fue condenado también a prisión por sus escritos. Otros como Buchon ya habían tenido que exiliarse tras la revolución de 1848. Todos los esfuerzos de nuestro pintor, todo su arte al servicio de la revolución y la revolución misma habían quedado en nada. El bello idealismo político que tanto la Comuna como sus pinceles lucharon por imponer se deshizo en una terrible prueba de fuego. El Taller, una obra de carácter adjetivo, al servicio del ideal, quiso ser el manifiesto de un siglo, pero las fuerzas reales del mismo pudieron con él.


[1]Rose-Marie y Rainer Hagen, Los secretos de las obras de arte, del tapiz de Bayeux a los murales de Diego Rivera, Tomo II, Taschen, Madrid, 2005, pág. 603.

[2]Se puede ver también en esto una alusión a un cuadro anterior suyo de 1849/50, El entierro de Ornans.

[3]Sobre la Comuna no indicaremos nada más, en primer lugar porque para el objetivo de éste artículo no es necesario abundar más, y en segundo lugar, pero no menos importante, porque los lectores interesados en la misma pueden consultar en esta misma revista la excelente serie de artículos que Daniel López le ha dedicado.

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