Se ha abusado de la célebre frase de Heidegger, “sólo un dios puede salvarnos”; se la ha malinterpretado, a veces manipulado y casi siempre utilizado a beneficio de posiciones que no tienen nada que ver con el pensamiento del filósofo y la intención con que formuló el aserto. Perder el sentido de lo sagrado y aniquilar la voluntad de trascendencia más allá de la historia cercana es aventura de riesgo para cualquier civilización. Peor aún resulta suplantar las concreciones sublimadas de lo sustancial en una cultura por veneración a liderazgos e ideologías redentoras. Todo se resume, en estos casos, a profundos y abismados actos de fe. Por supuesto, puestos a creer, es más razonable creer que la providencia existe y tiene señalado un destino a sus pueblos elegidos que empeñarse en la convicción de que una élite revolucionaria —en cualquiera versión— va a construir un mundo perfecto donde todos seremos felices. Lo primero es una conjetura sujeta a azares; lo segundo un tremendo disparate y a los hechos me remito. Decía Chesterton, en Ortodoxia, que parece más prudente creer en las hadas que en la ley de la gravedad. No sé si queda muy expuesto el genial inglés con este enunciado, pero sí sé que Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, creía en las hadas con todo entusiasmo. Por algo sería.
Las hadas y todos los seres fantásticos han existido desde siempre en el imaginario colectivo de los pueblos, han operado como agentes reales determinantes de nuestra manera de contemplar e interpretar el mundo, por lo que la cuestión de su existencia verdadera no tiene en el fondo importancia ninguna: el resultado es el mismo. Cuando nos enorgullecemos del proverbial “quijotismo” español no reparamos en que esa virtud no pudo encarnarse en un descarnado personaje literario que nunca existió. Da igual: quijotes hasta la sepultura. Otra: hace años fui testigo en Verona de cómo masas de turistas —sobre todo parejas— dejaban papelitos escritos con promesas de amor bajo el balcón de Giulietta, en la casona que fue escenario elegido por Zeffirelli para su adaptación de la obra de Shakespeare. No habría tenido ningún sentido intentar convencer a alguno de aquellos visitantes de que ni Romeo ni Giulietta existieron, sin dejar aparte el hecho de que el famoso balcón al que asomaba la moza no está situado en el supuesto palacio de los Capuleto sino en un antiguo burdel, muy acreditado en los gloriosos tiempos de Garibaldi. Todo lo cual revela como inútil y un poco ridículo el gesto de depositar notas para Giuletta en aquel sitio, cosa que importaba un pito a los turistas. Las personas no se mueven por adhesión inquebrantable a la verdad sino por sentimientos, emociones o convicciones, por codicia, vanidad, rencor y otras virtudes humanas, intangibles que antes de ser en lo real anidan en las cabezas de los pensantes. Por esa misma razón existieron las brujas en la edad media, san Jaime luchaba contra dragones y el tabaco recién traído de las Indias Occidentales era buenísimo para despejar los pulmones.
La ley de la gravedad es otra cosa. Para la inmensa mayoría de la población, creer que los cuerpos caen a una velocidad tal que F=G.(m1m2/r2) supone una afirmación en su fe humana, porque no lo entendemos ni nos preocupa entenderlo. Sabemos que las cosas caen; para lo demás, doctores tiene la ciencia. Desde ese punto de vista, creer o descreer en las hadas es práctico y reflexionar sobre la velocidad que alcanza un alpinista al despeñarse desde el Everest hasta Soria una pérdida de tiempo. Ya instalados en ese mismísimo punto de vista, creer que sólo un dios puede salvarnos es un requisito para no sucumbir ante la nada, nada más y nada menos. Aunque no hace falta que sea propiamente un dios, claro está. Los agnósticos cautelosos suelen recurrir al pronombre indefinido “algo”; hay “algo” ahí fuera, ahí lejos, ahí en el misterio, que necesariamente debe de dar sentido a todo, pues no podemos soportar la idea de que ese todo sea nada y nada tenga sentido y la conciencia humana, como afirma Rust Cohle en True Detective, sea un trágico accidente en la evolución. Incluso los ateos teóricos y los materialistas recalcitrantes creen en cosas como la posteridad, la memoria, vivir en el corazón de los demás y poéticas parecidas, incluyendo el culto a la personalidad post morten, que es muy desagradable. Decía Mao Tsé Dong que “la muerte de un reaccionario pesa menos que una pluma y la de un revolucionario pesa más que la montaña de Taishán”. Para él la perra gorda. Si tras la muerte del individuo sólo hay cenizas, la desaparición de cualquiera de ellos pesa menos que la del gato de mi cuñada. Problema: que no hay mínima evidencia, ni asomo ni sospecha de que tras el óbito nos convirtamos en otra cosa que cenizas. Queda el consuelo de la religión, no desesperemos. Da un poco de pereza, eso sí, y además el cosmos religioso nos aboca a asumir el malestar de ser y el miedo a la muerte como estados naturales de los que podemos —debemos— ser redimidos. La fe absoluta eliminaría el temor a la desaparición absoluta, aunque tanta fe es improbable en la mayoría de los humanos. Sabemos que mueve montañas —la fe—, incluida la de Taishán —la montaña—, pero no mueve al extremo de volvernos felices y desentendidos de la angustia ante el vacío. Las hadas son más sencillas de comprender, desde luego; y tan antiguas como la religión. Por creer, sólo creer en algo puede salvarnos. Si sacamos a “un dios” de la ecuación los términos no varían y la X, sin ninguna duda, continúa sin despejarse. Paciencia.