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Burguesía y proletariado
Marx veía su propia época como una época donde la lucha de clases tendía a polarizarse en dos grandes bandos enfrentados: la burguesía y el proletariado. Es decir, los propietarios y los desposeídos, los explotadores y los explotados, la clase dominante y la subordinada, los privilegiados y los perjudicados, los que controlan y los que son controlados.
Burgueses y proletarios, sin perjuicio de su conjugación, forman, pues, una antinomia, en el que los burgueses constituyen «el partido conservador y los proletarios, el partido destructor» (Karl Marx y Friedrich Engels, La sagrada familia, Akal, Traducción de Carlos Liacho, Madrid 2013, pág. 54).
La clase burguesa se configuró a raíz de la aglomeración de las vecindades locales de las diferentes ciudades al segregarse de las agrupaciones feudales, aunque fue precisamente formada por éstas a través de su oposición al feudalismo. Como señala Marx, las mismas condiciones e intereses y los mismos enemigos (hostes) engendran las mismas costumbres.
A su vez, Marx pone en relación el ascenso de la sociedad burguesa con el descubrimiento de América y la circunnavegación de África. Es decir, el escenario donde se desenvuelve la burguesía no es ya un escenario nacional o continental sino mundial; se trata, por tanto, de un escenario geopolítico en donde la dialéctica de Estados se desarrolla en función de la redondez de la Tierra (lo que nos lleva directamente a la dialéctica de Imperios).
La burguesía lleva a cabo, digamos, la primera «globalización», es decir, pone en conexión los continentes, y -cartografiando el mapa terrestre, el mapa mundi– crea un mercado mundial. Y nos referimos a una globalización positiva, y no aureolar. (Véase Gustavo Bueno, Vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, Ediciones B, Barcelona 2004 y Daniel López, Historia del globalismo. Una filosofía de la historia del Nuevo Orden Mundial, Sekotia, 2025 segunda edición).
Y esto ya se vino preparando por mediación del mencionado descubrimiento de América, que fue posible por el Imperio Español, esto es, por el Imperio Católico (y católico significa, como bien se sabe, «universal»), a través de la circunnavegación de la Tierra que llevó a cabo Juan Sebastián Elcano (momento -6 de septiembre de 1522- en el que se supo a ciencia cierta que la Tierra era redonda: toda una revolución en el sentido originario de la palabra).
Según Marx, la burguesía, también impulsada por la revolución industrial, lleva la civilización allá donde había salvajismo y barbarie (buena parte de la progresía de hoy día, en concreto la izquierda indefinida de posición extravagante, es nostálgica de la barbarie, luego no comulga con esta visión, digamos procapitalista, del economista y filósofo político de Tréveris).
La burguesía hace a las demás sociedades a su imagen y semejanza, las hace burguesas, las eleva a la civilización si no quieren sucumbir, y cumple así un papel altamente revolucionario. En las página del Manifiesto comunista se llevan a cabo una de las mayores apologías que se han escrito sobre el sistema capitalista. Esto puede reinterpretarse sosteniendo que Marx no era un negrolegendario de dicho sistema, es decir, que no pretendía omitir sus méritos ni exagerar la explotación que se llevaba a cabo, aunque ésta era bien puesta de manifiesto; luego cabe más señalar la finura de no omitir, y que se exagere o no -como pudiese hacer Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra– ya es más discutible. No obstante un autor nada sospechoso de ejercitar y menos aún representar una metodología negra (en la que se omite lo que no interesa se exagera lo que no interesa) llegó a escribir: «La Gran Revolución desmontó el orden feudal, pero dio paso a un orden social y económico todavía más injusto y cruel, el orden burgués, el de la explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su inmensa obra» (Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 149).
Por tanto -en el caso de reconocer los méritos del capitalismo, su progreso sobre todo en las infraestructuras- estaríamos ante una concepción semejante a lo que Gustavo Bueno denomina Imperio generador. Aunque habría que objetarle aquí a Marx que un Imperio depredador, como por ejemplo el Imperio Británico, no trasladaba, salvo algunas excepciones -como el ferrocarril en la India-, la infraestructuras de la metrópolis a las colonias, construyendo más bien factorías con mano de obra barata, con lo que respetaba a las culturas de los salvajes o bárbaros con tal de que trabajasen para ellos, sin perjuicio de que en lo que es hoy día Estados Unidos se llevase a cabo una política de extermino contra los indígenas (sin perjuicio de las alianzas que establecían con los indios contra los franceses, como estos mismos hacían, y contra los colonos sublevados que terminarían creando los Estados Unidos de América).
Como bien sabemos, este procedimiento del imperialismo británico era todo lo contrario del ortograma generador del Imperio Español, donde hacía semejante a la metrópolis a los colonias, que no eran tales, sino provincias y virreinatos; es decir, el Imperio Español o Monarquía Hispánica no colocaba factorías, sino que fundaba ciudades, y los conquistadores se fusionaban con la población indígena. Por no hablar, si comparamos, de la estabilidad en la América española (la pax hispana) con la biocenosis europea de la época (y no digamos ya en épocas posteriores).
A su vez, el proletariado es presentado como la pura negatividad dialéctica de las propiedades e instituciones de la burguesía. En 1845, en La situación de la clase obrera en Inglaterra, Engels afirmaba que los obreros industriales son los miembros de la clase más numerosa, «la más vieja, la más inteligente y la más enérgica, pero por esto también, la más inquieta y la más odiada por la burguesía, entre todas las clases de obreros ingleses» (Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, Akal Editor, Madrid 1976, pág. 169).
Según nos informa Engels, los obreros de las fábricas de algodón «están a la cabeza del movimiento obrero, como sus patrones, los industriales, especialmente los de Lancashire, están a la cabeza de la agitación burguesa» (Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, pág. 169).
Y añadía: «la guerra social ha estallado ya en Inglaterra. No pasa una semana, no pasa casi un día, sin que, aquí o allá, no ocurra un paro; ora a causa de la disminución de los salarios, ora por haberse negado el aumento, ora por la ocupación de los knobsticks, ora por el rechazo de la abolición de abusos o de malos reglamentos, ora por nuevas máquinas y ora, en fin, por otros cientos y cientos de causas. Estos pasos son, a primera vista, puestos de vanguardia, tal vez batallas más importantes; ellos no deciden nada, pero son la prueba más firme de que se acerca la batalla decisiva entre la burguesía y el proletariado» (Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, págs. 258-259), pues «cuanto más áspera se hace la contradicción entre obreros y capitalistas, tanto más se desarrolla y agudiza en el obrero el sentimiento proletario» (Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, pág. 274).
La gran batalla entre burgueses y proletarios acabará -o así se pensaba- con la consecuente victoria de estos últimos, porque «las aspiraciones de los unos chocan abiertamente con las aspiraciones de los otros» (Vladirmi Ilich Lenin, «Carlos Marx», Grijalbo, Barcelona 1975, pág. 47). Dicha victoria supondría, al fin de cuentas, la victoria del Género Humano, porque tras tan gloriosa victoria se pondrá fin a «la explotación del hombre por el hombre» y un hipotético bienaventurado Género Humano poseerá las claves de su autodirección al no haber explotación, lo cual sería tanto como decir que la Humanidad (esa enigmática señora) sería causa sui (que es como, de modo metafísico, se entiende muchas veces la libertad, y no como conciencia de la necesidad, al modo de Espinosa o del materialismo filosófico).
Y por ello no cabe el ignorabimus desde el -a mi juicio- monismo teleológico del gnosticismo gnoseológico que se postulaba desde el materialismo dialéctico: la ontología monista del marxismo y del leninismo en la que se pensaba que todo estaba conectado con todo, o que había una tendencia hacia ello (sin perjuicio de ciertos desarrollos pluralistas, muy minoritarios).
En consecuencia el compromiso del Diamat con la dialéctica estaba trufado, en el fondo, de metafísica, como también pasaba con su filosofía de la historia al tratarse de una escatología en la que se pronosticaba la victoria final del proletariado y el consecuente fin de éste al no haber ya más explotación tras el imponente estallido de la revolución mundial, la cual fue sólo una ilusión metafísica y no la solución geopolítica de la plenitud de los tiempos del «reino de la libertad» que «sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base» (Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política, Libro III: El proceso global de la producción capitalista, Traducción de León Mames, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2003, pág. 855).