Mi perro —nuestro perro, de mi mujer y mío aunque es más suyo que mío—, además de ser perro tiene la desgracia de llamarse Claudio. O sea, en adelante Claudio. Decía, Claudio pasa unas diecisiete o dieciocho horas diarias en estado letárgico, algo normal en los animales de su especie, y también sueña. Lo sabemos porque de vez en cuando rompe a ladrar mientras duerme, lanza unos ladrillos urgentes aunque apagados, medio ahogados y bastante agudos mientras mueve ligeramente las patas delanteras como si galopase o se defendiera de oníricos enemigos. Después se despierta y se le pasa el mal rato.
Lo razonable, creo, es pensar que Claudio, en su condición psicológica, mental y cerebral de ente canino, no distingue el mundo de los sueños de los ámbitos de lo real; para él, pasar del sueño a la vigilia es un vuelco intranscendente, como un parpadeo o algo así, sin más quiebra en la única categoría de lo fáctico perceptible que conoce y distingue. De hecho, para él, igual que para muchas personas, la percepción sobre el entorno lo supone todo, se integra en su experiencia vital sin distinciones de rango establecidas por oposición situacional; en breve: tan real es lo soñado como lo vivido, tan importante lo sentido e integrado a su mundo de referencias sapienciales durante el sueño como los mismos elementos desarrollados en estado de vigilia. De lo cual se deducen dos conclusiones que me parecen inquietantes. La primera: mi mujer y yo somos una parte pequeña y no determinante en la vida de Claudio; y la segunda: su núcleo principal de conocimientos tiene como base la esfera improbable y vagarosa de la ensoñación. De tal modo, puedo concluir y concluyo afirmando que el buenazo de Claudio, en su tránsito por las orillas reales de la existencia, vive una vida fundada en falso aprendizaje, experiencias ilusorias y conocimientos extraviados. A pesar de lo cual nos quiere mucho, cosa de agradecer.
Naturalmente, si trasladamos estas observaciones al comportamiento humano llegaremos a idénticas conclusiones. Dejamos a un lado, por supuesto, la erudición descriptiva de esos antropólogos que nos ilustran sobre tribus perdidas en el Amazonas cuyos integrantes, aborígenes en estado adánico, creen que el territorio de los sueños es la academia de la selva y el gran templo de la verdad en el que los dioses les hablan y les dictan sobre lo bueno y lo malo, el futuro que les conviene, el sentido cósmico de lo pretérito y los gozos y tristezas de sus antepasados, quienes contemplan el deambular de la tribu por este mundo y celebran o se afligen por ellos, según les vaya. Todo eso lo damos por sabido. Hay que buscar otro imperio de lo irreal que no sea el onírico para encontrar esos ámbitos de lo ficticio que nutren idearios sólidos en tantas y tantísimas personas que viven como el fiel Claudio: sujetos a la poderosa ley de lo imaginario, la ficción convertida en dictado obligatorio y en manual de uso para la conducta cotidiana. Esos ámbitos no pueden sino concentrarse en el inmenso mapa de las ideologías, las concepciones del mundo estructuradas sobre graníticas concepciones morales o, a la viceversa y con igual fuerza generadora, la ausencia sistemática de categorizaciones sobre lo ético o lo conveniente —relativismo lo llaman algunos, como aniquilamiento del sentido de lo real se le podría calificar—. Hay gente que va por la vida “con la verdad por delante”, o sea, con sus “principios” en plan caballo de Atila, y otra que todo lo fía al karma, al “ya te veré” y a sentarse a la puerta de casa para ver pasar el cadáver del enemigo, etc.
Burbuja, hacer burbuja. Esa es la cuestión que determina casi siempre nuestros posicionamientos respecto a la realidad mensurable a partir de la inmediata percepción. Los hechos en sí tienen una importancia menor —relativa—; lo que importa es, en primer lugar, en qué medida acomoden en nuestro sistema de aceptación emocional; después prevalece la interpretación que hagamos de los mismos y cómo se les catalogue en nuestra escala de lo aceptable, desde lo muy adecuado a lo extraordinariamente reprobable. Concluye este filtrado de lo fáctico con lo relevante de nuestra reacción, desde la indiferencia al arrebato, pasando desde luego por la demostrada capacidad de negociación que somos capaces de mantener con nosotros mismos para convencernos sobre bondades futuras del disgusto presente, el mal menor y demás coartadas sentimentales con que los seres humanos nos conformamos y nos adaptamos prácticamente a todo.
Claro que si todo el mundo hace lo mismo y todos establecemos el mismo sistema de relación con el mundo “fuera de la burbuja”, entonces cualquier posición que se adopte respecto a cualquier controversia parece legítima. En efecto, lo es. Todos tienen derecho a equivocarse como les apetezca y nadie es quién para negar al prójimo su albedrío en tal sentido. Lo que no vale es el engaño. Claudio no puede fingir que duerme y que ladra mientras hace como que duerme; no vale contar que hemos soñado con que nos arrojábamos al mar desde un acantilado y caíamos en el reino de las sirenas y, por tanto, en el mundo real tienen que nombrarnos rey de las sirenas. No vale argüir que el mismo engaño es, en sí mismo, un derecho inalienable: el de cambiar de opinión. No es una cuestión de derechos o principios sino de verosimilitud: si las certezas de ayer deben cambiarse porque las circunstancias han variado, entonces aquellas certezas no valían para nada, es de lógica: las ideas que sólo sirven para cuando no pasa nada no son ideas propiamente sino figuraciones, conjeturas más o menos bienintencionadas, más o menos interesadas. O sea: un ensueño inútil que traspuesto al mundo de la verdad queda obsceno —fuera de escena—, fuera del sueño y de la realidad, en el territorio estéril y empapado de vacío de la mentira. Y la mentira, se diga como se diga y se pinte como se pinte, servirá para muchas cosas pero no vale nada. Decía el teórico que la mentira es “una ficción con la verosimilitud en quiebra y que no aporta nada a la realidad”; al contrario: la envilece. Y total, para qué —pensaba el otro—: para acabar en nada. Para nada.