De la ausencia después de la presencia

De la ausencia después de la presencia. Diego Chiaramoni

 

“En lo hondo no hay raíces, hay lo arrancado”

Hugo Mujica

 

Don Miguel de Unamuno, en el capítulo tercero de su obra Del sentimiento trágico de la vida, define al hombre como un animal guardamuertos. En la misma línea, Saturnino Álvarez Turienzo en su estudio sobre la soledad, habla del hombre como un animal de despedidas. La oquedad del corazón humano luego de un adiós, es insondable.

La palabra ausencia proviene del latín abstentia, término derivado del participio absens, absentis (ausente) y del verbo abesse, compuesto de esse (ser) y el prefijo ab (alejamiento, separación). Así, ab-esse significa estar lejos y absentia explicita la situación del estar lejos. La ausencia, fenómeno raigalmente humano, reclama quizás más que ninguna otra realidad, la necesidad de ser descifrada, intuida, auscultada desde el horizonte de su par dialéctico: la presencia. Por ello, el misterio de la ausencia es paradójico pues, lo lejano está hondamente cercano, es una nueva presencia, la presencia de lo sido.

Cuando en clase, filosofando coralmente con los alumnos, intentamos echar luz sobre este fenómeno, el primer elemento que se torna necesario aclarar es el siguiente: no es lo mismo no haber tenido jamás, que haber tenido y ya no tener. Ese “ya no” tener, funda una nueva realidad; la realidad de la ausencia.

Las presencias humanas, tienen la particularidad no solo de habitar nuestra interioridad, sino también de poblar los rincones de la casa, de perfumar los surcos de nuestras manos, de salmodiar en nuestros oídos, de pintar al óleo las calles por las que caminamos.

Dos fenómenos físicos, transidos de una profunda energía espiritual, analizaremos a continuación para tornar asequible el tema de la ausencia. El primero de esos fenómenos se basa en una intuición nuestra, que podríamos titular: la silla vacía. El otro fenómeno ha sido abordado magistralmente por el sociólogo alemán Georg Simmel (1858-1918) y versa sobre las ruinas. Analicemos primero el fenómeno de la silla vacía.

Suele suceder en las viejas casas de familia, esas casas en las que la austeridad esplende como virtud, que el mobiliario es el testigo mudo del paso de los años. La cama, los espejos, los marcos de las ventadas, las mesas, las alacenas y también las sillas, sin dudas, guardan las huellas del diario vivir. Aún resuena en mis oídos las palabras de la abuela cuando me decía: “- Siéntate allí, porque allí se sentaba el abuelo”. Esa silla vacía, que físicamente no se distinguía de otras, no era sin embargo cualquier silla, guardaba un halo, una hierofanía, una presencia en la misma ausencia. Ese retazo de cuero ajado que yacía frío en su silencio, esa madera herida por el paso del tiempo, parecía romper el anonimato indiferenciado de las cosas, ese espacio tenía un nombre: era la silla del abuelo. ¿Qué recóndita magia guardaba esa silla? La presencia de una huella personal, devenida ahora en ausencia.

Otro fenómeno interesante que nos permite acercarnos a la realidad de la ausencia, es el de las ruinas. Georg Simmel en sus ensayos sobre estética, dedicó unas breves páginas, plenas de lucidez, al fenómeno de las ruinas arquitectónicas. La tesis medular de Simmel es la siguiente:

“La arquitectura es el único arte en el que se salda con una paz auténtica la gran contienda entre la voluntad del espíritu y la necesidad de la naturaleza, en el que se resuelve en un equilibrio exacto el ajuste de cuentas entre el alma, que tiende a lo alto, y la gravedad, que tira hacia abajo”.[1]

En las ruinas arquitectónicas, las piedras, sometidas a la voluntad del espíritu, parece como si se sacudieran lentamente el yugo impuesto por el hombre para retornar al imperio de sus fuerzas. Aquello que subsiste en las ruinas, configura una nueva totalidad, una unidad con sus propias características esenciales en las que la naturaleza esgrime venganza de la violencia que le hizo el espíritu al conformarla a su propia imagen.

Ahora bien, las ruinas quedan como envueltas en las sombras de la melancolía, ¿por qué? Justamente porque en su epifanía, la ausencia actúa como fuerza centrípeta. Escribe Simmel:

“[…] se apodera de la superficie de la obra humana un proceso puramente natural, haciendo que una nueva piel recubra por completo a la original”. [2]

Esa piel que recubre, es la piel del “ya no”, por eso, como lúcidamente intuye Simmel, la ruina contempla mirando hacia atrás. Cuando la naturaleza vuelve a enseñorearse, ejerce un derecho al que en verdad nunca renunció. Por esa razón, las ruinas producen un efecto trágico, pero no triste, pues esa destrucción de la que son testimonio, no les viene desde fuera, está inscripta en su íntima realidad. Simmel traza el paralelo de la ruina con el hombre y apunta:

“[…] el hombre como ruina, es a menudo más triste que trágico y carece de ese sosiego metafísico que se adueña de la decadencia de la obra material como procedente de un profundo a priori”.[3]

Todo eso rezuma el misterio de la ausencia, es la piel del ya no y la carencia de sosiego metafísico. Mientras las ruinas exhalan una cierta sensación de paz, el vacío del corazón humano es inquietud, es un adagio en bucle que no halla reposo. En el vacío de la ausencia hay un desarraigo, solo la presencia confiere un suelo nutricio. Sin embargo, las ruinas y la ausencia son solidarias en un punto esencial y Simmel lo resume con mano maestra:

“En las ruinas se siente la fuerte inmediatez de lo presente que la vida, con toda su riqueza, ha habitado alguna vez. La ruina proporciona la forma presente de una vida pretérita”.[4]

La ausencia es el hueco presente de una vida pretérita, una vida colmada por una presencia con nombre propio. Esa condición existencial de ser únicos e irrepetibles constituye nuestra grandeza y también nuestra condena, lo ausente no acepta la suplencia, el doble – escribió Viktor Frankl-, sólo existe en el cine.


[1] G. Simmel. Sobre la aventura. Ed. Península, Barcelona, 1988: p. 181.

[2] Ibídem: p. 186.

[3] Ibídem: p. 188.

[4] Ibídem: p. 192

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